KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 47 (Enero-Junio, 2020), 21-36. ISSN: 1390-0102


La abyección de lo femenino como amenaza a Dios en “La mirada de Dios” de César Dávila Andrade


The Abjected Feminine as a Threat to God in César Dávila Andrade’s “La mirada de Dios”


DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2020.47.1


Fecha de recepción: 10 de enero de 2019 Fecha de aceptación: 23 de marzo de 2019







Alejandra Vela

Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Quito


RESUMEN

En este trabajo la autora analiza el cuento “La mirada de Dios” (1949) del escritor ecuatoriano César Dávila Andrade, conocido como El Fakir, donde se propone que coexisten dos fuerzas en pugna: una femenina representada en los espacios, metáforas del cuerpo de doña Emperatriz; y otra fuerza patriarcal encarnada en la mirada de Dios. La relación sexual entre los personajes, doña Emperatriz y el sacerdote, cuestiona sus posiciones sociales; y esto les permite entrar en un espacio femenino abyecto donde lo establecido por el poder pierde sus límites. Se toman las nociones de “pureza” e “impureza” de Mary Douglas y ampliadas por Julia Kristeva, para entender cómo se constituye el ámbito femenino en lo impuro y, por lo tanto, en amenaza para el sistema hegemónico.

Palabras clave: César Dávila Andrade, Ecuador, cuento, abyección, pureza, impureza, cuerpo femenino, Dios, hegemonía.


ABSTRACT

In this work, the author analyses the short story La mirada de Dios (1949) by Ecuadorian writer César Dávila Andrade, known as the Fakir. It suggests the coexistence of two forces in dispute: a feminine force represented by spaces which act as metaphors of Doña Emperatriz’ body; the other is a patriarchal force embodied by God’s gaze. The sexual relationship between the characters, Doña Emperatriz and the priest, challenges social positions, allowing them to enter into an abject feminine space where the limits imposed by power lose their strength. It uses Mary Douglas’ notions of “purity” and “impurity” extended upon by Julia Kristeva, to understand how the femenine realm is constituted in the impure and, is therefore a threat to the hegemonic system.

Keywords: César Dávila Andrade, Ecuador, short story, abjection, purity, impurity, feminine body, God, hegemony.



La narrativa del ecuatoriano César Dávila Andrade (Cuenca, 1918-1967), a pesar de tener un corpus considerable, todavía no ha sido explorada en su totalidad por la crítica. Especialmente, sus textos no han sido vistos desde una perspectiva de género y de la representación del cuerpo. Este estudio pretende ser parte de una propuesta de relectura de las obras ecuatorianas en general, y en particular de principios del siglo XX, desde nuevas perspectivas contemporáneas que nacen de la mirada femenina. Puntualmente, en el presente trabajo se quiere analizar, en el cuento “La mirada de Dios” (1949), el retrato de la feminidad como ámbito impuro y abyecto, y la masculinidad como el mundo simbólico/hegemónico que controla dicha impureza.

Brevemente, el cuento trata sobre una soltera de clase pudiente de 55 años que encuentra en la iglesia una posibilidad de esconder y contener sus necesidades sexuales (“Una lujuria tormentosa le devoraba desde los tobillos”. Dávila Andrade 1984, 29) reprimidas por mucho tiempo. El sacerdote de esa iglesia, cada vez más cercano a la beata, termina seduciéndola y, posteriormente, renunciando a sus votos para casarse con ella. Viven una pasión que el narrador describe como grotesca y que finaliza por hacerles sentir vergüenza y una sensación pecaminosa: “un crudo ambiente de malestar se hizo entre los estrambóticos amantes” (31). Después de la luna de miel, doña Emperatriz Argudo y Gonzaga, la soltera, amanece muerta. El sacerdote queda solo y encerrado en la casa que perteneció a su mujer, mientras aumenta la certeza de que Dios lo mira: “El Señor me mira, ¡Pobre de mí!” (32). Siente la presencia constante de una mirada divina y juzgadora que lo va deteriorando hasta matarlo.

Tomando en cuenta la trama de la historia, se propone que hay dos fuerzas en pugna: una femenina abyecta representada en las casas y la protagonista; y una hegemónica patriarcal personificada en la mirada de Dios. Así, el cuerpo de doña Emperatriz está metaforizado de manera abyecta en las casas donde habita. El sacerdote, por su parte, transita desde un término puro, según el cristianismo, hacia uno impuro, característico de la vuelta a lo femenino. Adicionalmente, se defiende que la presencia de lo simbólico o ley patriarcal, como fuerza que pretende mantener la impecabilidad del orden establecido, está representada en la mirada fulminante de Dios, que termina matando al sacerdote.


EL ESPACIO/CUERPO FEMENINO


La corporeidad femenina en este texto está metaforizada en el espacio físico: la casa de doña Emperatriz es también su cuerpo. Este lugar es la representación en diferentes aspectos de la anatomía de la mujer que simbólicamente ha estado marcada por la represión, la sexualidad y la maternidad. Desde un comienzo, la casa aparece en primer plano con una entrada muy subjetiva que recuerda la forma del órgano reproductor de la mujer. El narrador nos invita a entrar: “Conozca la casa. Tiene una puerta verde y delgada como un junco. A distancias iguales, flanqueándola, dos ventanas de antepecho de hierro forjado, verdes también, sobre el frontis virginalmente enjalbegado” (29). Así la puerta de entrada a aquel mundo es “delgada como un junco”, como una vagina, y las ventanas a distancias iguales parecen senos sobre una blanca piel virginal. Al traspasar la estrecha puerta, sigue el recorrido del narrador: “El zaguán es angosto y a dos metros de la entrada se abren hacia él gemelas puertas fronteras” (29). La metáfora anatómica continúa, pues la descripción de la entrada por el zaguán angosto parece referirse al cuello uterino que termina dividiéndose en las trompas de Falopio: las dos puertas gemelas. El color verde de la puerta y las ventanas, en esta descripción, podría adquirir una connotación de fertilidad. La casa, en tanto matriz femenina, posee dos aspectos asociados al cuerpo de la mujer: la sexualidad como placer y la maternidad como reproducción.

Sin embargo, si relacionamos la casa con su dueña, estos aspectos parecen estar reprimidos en su virginidad (recordemos el “frontis virginalmente enjalbegado”). En el interior de la casa, el lector encuentra “seis puertas eternamente cerradas” (29) que guardan una cantidad considerable de objetos empolvados y dañados, muchos pertenecientes a actividades femeninas, en un espacio sin tiempo como los “relojes de pared con su cuclillo desalado” (29) que ahí reposan. Entre los objetos embodegados, hay sillas de montar de señora, ropa femenina, “corpiños, manteles, miriñaques, guardainfantes, fustanes y basquiñas” (29), objetos de su juventud, momento de gloria y elegancia de su clase social. En contraste con ese pasado memorable, doña Emperatriz en el presente narrativo representa a una clase alta caduca que ha perdido su poder, pues ella es “la única sobreviviente de una familia provinciana que pretendió durante cincuenta años la nobleza y el gobierno del lugar” (29). Su nombre parece ser irónico. Esta feminidad joven de su mejor momento ahora está guardada, olvidada y reprimida en los cuartos cerrados de la casa.

La juventud se le había pasado y con ella la posibilidad de cumplir los roles sociales que se esperaba de una mujer: esposa y madre. No obstante, esa fuerza sexual todavía estaba presente en ella que se guardaba “morbosamente, con una suerte de ininterrumpida contracción de alma y cuerpo. Con frecuencia pensaba para sí: ‘Prefiero hincharme con el flujo de mi naturaleza que permitir que un hombre la derrame’” (29). Para Kristeva, el cuerpo debe negar su naturaleza para pertenecer al mundo simbólico (como se cita en Creed 2007, 61); así, la protagonista reprime conscientemente esa naturalidad para mantenerse dentro del sistema. Doña Emperatriz tiene dos aspectos: lo social, es decir, lo simbólico, representado en su posición de clase; y lo corporal, que es el deseo latente dentro de ella, que se complementa con una fuerza oculta: la insinuación del narrador de que tiene sangre indígena: “Una suerte de oculto resentimiento contra Dios le encrespaba la sangre aindiada que circulaba a lo largo y, sobre todo a lo ancho, de su cuerpo moreno” (29). Así, su naturaleza sexual confluye con su parte indígena para contraponerse al deseo de pertenecer al sistema. Claramente, en la cita se entiende que, a pesar de ser una mujer “correcta” dentro del estándar social, algo en su cuerpo de mujer mestiza quiere cuestionar el orden. Por lo tanto, se puede afirmar que la voz del narrador invita a entrar a la casa, como si invitara al lector a conocer a este personaje con una feminidad compleja, metáfora del cuerpo de la protagonista que, aunque contenga una feminidad caduca, representa una potencial amenaza al sistema hegemónico y patriarcal de la religión.


ESTADOS DE PUREZA:
LA SOLTERÍA Y EL SACERDOCIO


Ambos personajes al principio de la narración tienen una condición que dentro del cristianismo se asocia a la pureza. Como sacerdote y como soltera, ninguno tiene acceso al contacto corporal/sexual, y en ese sentido son puros, pues están alejados de los deseos de su corporalidad que los pueden llevar a lo ambiguo. El rechazo del deseo es el rechazo de lo abyecto. Creed (2007) explica que excluir lo abyecto “[...] is necessary to guarantee that the subject take up his/her proper place in relation to the symbolic”. (54). Al mantenerse puros, garantizan su entrada en lo simbólico. Además, la pureza es aquel estado que calza en una categoría establecida dentro de un sistema cultural y hegemónico que lo dictamina, y que, en este caso, es la religión y por extensión, Dios. La impureza, por otra parte, se refiere a estados de transición, anómalos, que ponen en duda las categorías impuestas. Santiago Rubio Casanova (2005) dice que los temas en la narrativa daviliana giran en torno a “Lo excrementicio como abono de nueva vida y todos los elementos despreciados por la sociedad, su lado oscuro, lo repugnante, sexual, etc., como forma legítima de crítica a los parámetros establecidos por la sociedad” (s. p.). Esta idea se refleja en el pensamiento de Kristeva (1982), para quien “[...] es repugnante aquello que desobedece a las reglas de clasificaciones propias del sistema simbólico dado” (124). Lo impuro o repugnante cuestiona los límites del orden. Por eso, aquello que doña Emperatriz reprime celosamente es justamente una latente amenaza para las categorías.

El cuerpo masculino, en cuanto pertenece al orden simbólico, es puro porque está delimitado y separado del otro sexo. Para Kristeva (1982), “a boundary is drawn between feminine and masculine as a means of establishing an order that is ‘clean and proper’ ” (como se cita en Creed 2007, 110). No hay en el cuerpo masculino ninguna ambigüedad en cuanto se encuentre bien separado del femenino. Adicionalmente, la condición de sacerdote en el personaje le permite habitar el Templo, lugar puro para el culto, que para Kristeva es donde la pureza y la impureza determinan las clasificaciones del orden simbólico (1982, 123). Es decir, ahí se establece qué es puro y qué es impuro, pues al Templo solo entra lo puro, en cuanto es el lugar de la ley del Uno (Dios) que “no existe sin una serie de separaciones orales, corporales, e incluso, de una manera general, materiales, y en última instancia relativas a la fusión con la madre” (Kristeva 1982, 126). El sacerdote habita y es parte del sistema estable, donde se determinan los órdenes, libre de lo femenino y lo ambiguo.

En contraste, el cuerpo femenino es impuro en tanto se caracteriza por fluidos como la menstruación o los del parto que contaminan el orden simbólico patriarcal. Es el sitio ambiguo para el individuo que nace: es parte y no de la madre. Mary Douglas (2002) explica que “Pollution ideas relate to social life... I believe that some pollutions are used as analogies for expressing a general view of the social order” (3). La autora agrega que “many ideas about sexual danger are better interpreted as symbols of the relation between parts of society, as mirroring designs of hierarchy or symmetry which apply in the larger social system” (4). Así, lo relacionado al cuerpo femenino como impuro representa el deseo del orden patriarcal y religioso de separarse y diferenciarse de la mujer, la madre y las religiones paganas, para poder ser individuos o instituciones sin ambigüedades, ya que estar cerca de lo materno o femenino es acercarse peligrosamente al mundo presimbólico, a lo ambiguo. Por eso, se relaciona lo femenino con lo monstruoso: “All human societies have a conception of the monstrous-feminine, of what it is about woman that is shocking, terrifying, horrific, abject” (Creed 2007, 26-7). Así, doña Emperatriz es pura en su soltería en cuanto niega su feminidad y su sexualidad reprimiéndolas, de lo cual, la casa con los cuartos cerrados es una alegoría. Sin embargo, su feminidad está presente como una amenaza al orden y en potencia; al abrir la casa, se abre su cuerpo hacia la impureza y la ambigüedad.

Su feminidad es abyecta porque permite entender lo femenino, no como oposición a lo masculino, sino como feminidad monstruosa que hace confluir dos roles: madre y amante, relaciones que no deberían converger por la prohibición del incesto, pero que, no obstante, lo hacen en ella. El espacio de la casa es un vientre materno pero también un órgano sexual. Por tanto, cuando ella deja de reprimir sus deseos se convierte en un cuerpo abyecto que transita entre madre y amante, como la misma casa, lo que deja al descubierto la ambigüedad de su cuerpo:

La pregunta es, en definitiva, si lo abyecto, en tanto no puede ser pensado desde el ideal regulatorio del sexo ni desde los principios de visión y división del sistema de oposiciones de lo masculino/femenino, es decir, en tanto es el exterior del poder, aquello que el poder rechaza, invisibiliza, reniega de nombrar, puede permitir pensar la cuestión del cuerpo y del sexo desde una perspectiva ajena a las categorías producidas por aquel poder (Grandinetti 2011, 2).

Justamente, lo abyecto es lo que le permite cuestionar el binarismo de los sexos y entrar en una feminidad cuestionadora, abyecta, más allá de las separaciones entre madre y amante.

En la historia, los dos personajes, el sacerdote y doña Emperatriz, se encuentran y terminan seduciéndose. Esta relación los lleva a abandonar su estado de pureza, y a ingresar a un término de impureza, marcado por lo femenino y paralelo al ingreso a la casa. Cuando los personajes entran a la casa, entran a un ámbito femenino y ambiguo, abandonando así los sistemas estables, simbólicos y puros: el sacerdocio y la soltería. La relación sexual implica el contacto con estados de transición: es decir, manchados, que acercan a ambos al cuerpo de la madre, representado en ese vientre que es la casa. Si bien la primera casa está asociada a la anatomía de la mujer, no es el único espacio que mantiene esta semejanza. La casa de hacienda donde los protagonistas pasan la luna de miel se describe como un lugar puro que terminan por transgredir: “La casa de la hacienda –blanquísima, cúbica, nítida... En este recinto puro, casi religioso, vivió la ridícula pareja durante tres meses” (Dávila Andrade 1984, 31). La sexualidad destruye la pureza virginal del espacio, lo que otorga a lo sexual una sensación de pecado. Por eso, aunque sí estaban casados, las relaciones entre el clérigo y doña Emperatriz adoptan un sentir de adulterio, porque rompen simbólicamente con la pureza de ambos metaforizada en la casa prístina, y los ingresan en un estado de impureza del cual no podrán retornar.

Desde el psicoanálisis, la separación de estados anómalos impuros, relacionados con la madre, es necesaria para establecerse como individuo hablante, es decir, que conoce y actúa en el mundo simbólico. “The primary drives that the symbolic represses and the semiotic obliquely indicates are now understood as maternal drives, not only those drives belonging to the mother, but those which characterize the dependency of the infant’s body (of either sex) on the mother” (Buttler 1989, 107). Lo simbólico debe reprimir esa conexión con el cuerpo materno para poder imperar. No podemos ser y tener una identidad propia sin superar la cercanía íntima con la madre, pues la madre representa la indiferenciación entre sujeto y objeto, estado arcaico donde somos uno con ella. Kristeva (1982) explica que en el judaísmo la circuncisión es el ritual religioso que separa al mundo masculino de lo simbólico del femenino: la diferenciación de los sexos funciona como una extensión del acto de cortar el cordón umbilical, que representa la separación del macho de su madre para poder entrar en el mundo simbólico. La autora explica que “la identidad del ser hablante (con su Dios) se funda en la separación del hijo y de la madre: la identidad simbólica presupone la violenta diferencia de los sexos” (133-4). Entonces, acercarse al cuerpo de la mujer, que en el cuento es entrar en la casa, implica la aproximación a los fluidos corporales que metaforizan estados transitorios impuros del individuo.

El sacerdote y doña Emperatriz, al violentar la limpidez de la casa, que se había mantenido pura y definida, como ellos mismos al principio de la narración, y alterarla con sus relaciones, se aproximan arriesgadamente al ámbito de lo materno de lo semiótico, que es la posibilidad de cuestionar lo simbólico. “For Kristeva, the semiotic expresses that original libidinal multiplicity within the very terms of culture, more precisely, within poetic language in which multiple meanings and semantic non-closure prevail” (Butler 2002, 113). El espacio de la casa se convierte en el lugar donde habitan estos cuerpos de multiplicidad libidinosa, productores de significados infinitos. Ingresan a la casa como al cuerpo de la mujer, como si volvieran al vientre, al sitio de origen.

En este espacio no es clara la distinción entre ellos; aquí los sujetos pierden los límites que los delimitan. La descripción de la relación sexual es bastante ilustrativa en este sentido: “Agazapados en sí mismos, formaban un apasionado monstruo de dos cabezas, con algo de cuadrúpedo que forcejea hacia su propio centro y algo de pulpo que abraza sus espaldas contrarias, pugnando por reducir su contrapuesto e inverosímil cuerpo libidinoso”. Los límites borrados de los seres se expresan en lo grotesco y viscoso: la pareja estaba “envuelta en la mucilaginosa red un sombrío contubernio” (Dávila Andrade 1984, 31). Tanto el monstruo bicefálico formado por los dos, como la sensación de viscosidad en la unión corporal, representan la falta de delimitación del mundo exterior a la realidad simbólica; lo cual se manifiesta en la indiferenciación entre amante y amado.

En este estado, los personajes vislumbran el espacio presimbólico donde se mezclan las categorías, entonces su relación se convierte en abyecta y los lleva a un estado de narcisismo, tal como lo entiende Kristeva. El narcisismo en este caso se concibe como la falta de la ley simbólica del padre, la cual hace que el niño (el sujeto) y la madre se confundan, amándose en realidad a ellos mismos:

Solo la instancia paterna, en tanto introduce la dimensión simbólica entre el ‘sujeto’ (niño) y el ‘objeto’ (la madre), puede generar una relación objetal estricta. Si no, aquello que llamamos “narcisismo”, aunque no siempre sea forzosamente conservador, es el desencadenamiento de la pulsión tal cual es sin objeto, que amenaza toda identidad, aun la del sujeto (Kristeva 1982, 63).

Dentro del espacio materno, los personajes se alejan de la ley simbólica del padre, representado en el Dios que luego aparecerá. Además, en la indiferenciación entre sujeto y objeto, o estado narcisista, queda el ser paradójico y ambiguo que es dos y uno al mismo tiempo: ese monstruo que describe Dávila Andrade, el cual es ciertamente un cuestionamiento a la ley de Dios.

La abyección de la pareja del relato problematiza fuertemente el sistema hegemónico porque pone en duda las categorías socialmente aceptadas, especialmente en torno al rol de la mujer como reproductora y al sexo como práctica joven. Para ilustrar esto, se puede considerar que la condición impura/abyecta de la relación interroga la universalidad del sexo normativo. La división sexual ha sido una forma de control de los cuerpos:

el “sexo” no solo funciona como norma, sino que además es parte de una práctica reguladora que produce los cuerpos que gobierna, es decir, cuya fuerza reguladora se manifiesta como una especie de poder productivo, el poder de producir –demarcar, circunscribir, diferenciar– los cuerpos que controla. De modo tal que el “sexo” es un ideal regulatorio cuya materialización se impone y se logra (o no) mediante ciertas prácticas sumamente reguladas (Butler 2002, 18).

Si el sexo normativo (heterosexual y joven) es una imposición de ciertos comportamientos que regulan el cuerpo, la relación de los personajes es algo así como una copia deformada de una pareja heterosexual de recién casados: los protagonistas no están jóvenes ni puros, ni tampoco pueden continuar con la reproducción de la especie, sino que se los considera socialmente guardados y caducos. Sus cuerpos no son lo que se entiende como cuerpos sexualmente activos.

Especialmente doña Emperatriz, en su soltería y sus cincuenta años, es el retrato de una feminidad que ya no sirve para cumplir su rol social como mujer: ser madre, por eso su cuerpo debe cubrirse: “el antiguo y abigarrado follaje había sido sustituido por la austera manta de seda sobre la cabeza y los hombros, y la ancha y pesada falda de paño negro sobre las grandes caderas y los ocultos muslos ajamonados” (Dávila Andrade 1984, 29). Es una mujer que oculta con telas pesadas su cuerpo caduco, que es como se lo entiende dentro de la sociedad normada. Doña Emperatriz y el sacerdote traspasan esta imposición social y cuestionan con sus relaciones el sexo normativo: permiten a sus cuerpos viejos experimentar el placer sexual más allá de la reproducción. Ella libera su femineidad y su deseo sexual reprimidos por tantos años. Por eso, el narrador, reflejo de la ley simbólica de su sociedad, los ve como “ridícula pareja” o “enamorados esperpentos”, porque transgreden las normas y ensucian las categorías delimitadas.

La pareja parece hasta aquí contestataria porque interroga la sexualidad normativa y se atreve a ingresar en lo femenino/materno, espacio ambiguo de significación múltiple, cuestionador de la ley simbólica del padre y Dios. No obstante, esta transgresión tiene un precio, pues la ley de Dios usa sus modos para imponer su orden. Una de las estrategias es la culpa que ambos protagonistas sienten por sus actos: “Al cabo de los tres meses, volvieron a la ciudad, y se encerraron, lívidos de pecado y de vergüenza, en la casa de las puertas verdes” (31). Sienten que han cometido una falta grave que ha puesto lo sagrado (en el caso del sacerdote) en riesgo porque “sacred things and places are to be protected from defilement” (Douglas 2002, 9); además, han arriesgado su propia condición de individuos dentro del sistema simbólico al acercarse a lo semiótico. Si bien doña Emperatriz siente culpa, finalmente muere inesperadamente una noche, sin experimentar más vergüenza. Es en realidad el sacerdote, el hombre, quien va a sentir y vivir el castigo y la fuerza por haber traspasado los límites y la ley de Dios. Como hombre, y aún más como sacerdote, él debía haberse mantenido limpio/ puro y alejado de lo femenino, lo impuro, pues transgredir es traicionar.

Las religiones paganas, para Kristeva (1982), se asocian a la madre; mientras que el cristianismo y el judaísmo, al padre, y por eso, exigen el alejamiento de lo maternal: “se trataría de separarse de la potencia fantasmática de la madre, de esa Diosa Madre arcaica que realmente ha colmado el imaginario de un pueblo en guerra con el politeísmo circundante” (134). La autora explica que la intención de alejarse de la mancha femenina “se arraiga, históricamente (en la historia de las religiones) y subjetivamente (en la estructura de la identidad del sujeto) en la investidura de la función materna: de la madre, de las mujeres, de la reproducción” (122). El hombre, en cuanto sujeto, debe alejarse de la madre para ser tal; paralelamente, el monoteísmo debe alejarse de la veneración a la madre Tierra para que el Dios Uno pueda existir. La intención de separarse de la madre se traslada desde el ámbito más general de la religión, al espacio individual del sujeto, pues “la identidad del ser hablante (con su Dios) se funda en la separación del hijo y de la madre: la identidad simbólica presupone la violenta diferencia de los sexos” (Kristeva 1982, 133-4). Por consiguiente, el sacerdote traiciona su condición de individuo macho, hombre de Dios, al dejar lo sagrado y volver al espacio femenino, representado metafóricamente en las casas y la impureza de su relación con doña Emperatriz. Como explica Kristeva (1982), “Ahora la impureza será aquello que conlleva un ataque a la unidad simbólica, es decir, los simulacros, los subrogados, los dobles, los ídolos” (138). Su adoración a la mujer reemplaza su adoración a Dios, y esto lo amenaza no solo a él, como individuo simbólico, hablante, sino al sistema. El ingreso al ámbito femenino implica una traición.


LA MIRADA DE DIOS


Con la relación ambigua entre doña Emperatriz y el sacerdote, el protagonista ha cuestionado el mundo y poder simbólico de Dios. Es él quien siente la culpa y castigo por esa traición, y no doña Emperatriz. Las campanadas son la presencia de un ser superior que viene a pedirles cuentas sobre sus actos: “Los repiques argentinos de Santa María de la Huella, llegaron nítidamente y revolotearon sobre la casa y sobre el lecho de los enamorados esperpentos. Al oírlos separáronse instintivamente, vencidos por un espanto incomunicable” (Dávila Andrade 1984, 31). Esta separación es el impulso necesario del sujeto que “Asustado, se aparta” (Kristeva 1982, 7) ante la visión de lo abyecto; el sujeto debe alejarse de ello para poder existir porque lo abyecto es aquel espacio, que atrae, pero “donde el sentido se desploma” (8), donde se deja de ser. La separación implica un alejamiento violento del espacio materno, que tanto les había seducido, para regresar al mundo simbólico: “the female sex as the site of the origin also inspires awe because of the psychic and cultural imperative to separate from the mother and accept the Law of the Father” (Braidotti 1997, 66). Por tanto, los protagonistas se separan violentamente el uno del otro, pues ven la abyección en ellos mismos, en su propia unión. Muerta ella, el sacerdote solo tiene que dar cuentas a Dios, representación de la ley patriarcal.

Para enfrentar esta presencia divina y aterradora, el viejo clérigo sale de la casa, aquel lugar que lo había acogido en lo femenino: “el extraño viudo salió temblequeante y humillado, apoyándose en las paredes del angosto zaguán” (Dávila Andrade 1984, 32). Sale por el mismo lugar que al inicio del cuento hacía referencia al cuello del útero; es decir, abandona lo materno para enfrentar a la ley de Dios. Es un renacimiento de vuelta a lo simbólico después de haber traspasado los límites permitidos: “Su escaso cabello mostraba una consistencia de lana amarillenta y la barba habíasele erizado sobre la piel azulosa, en la que se extendían grandes placas quebradizas de color de yodo pálido” (32). Esta descripción muestra un cuerpo enfermizo pero que, sin embargo, se asemeja al de un recién nacido por la cromática: amarillo, como las secreciones maternas, azul por la falta de aire y rojo por la irritación de la piel. Parece un recién nacido esperpéntico por la barba y la decadencia del viejo sacerdote.

Adicionalmente, la interpretación del renacimiento se demuestra en que el personaje abandona un lugar apretado y cómodo, similar al bienestar del bebé en el vientre. El narrador describe: “Hundido en un butacón de la pequeña sala y embutido hasta las sienes en un pesado abrigo de corte eclesiástico, dormitaba a lo largo del día” (32). De este espacio apretado y confortable, sale a la luz del sol del patio, como en un parto. Entonces abandonar la casa es volver al mundo simbólico, al cual alguna vez perteneció, como en un segundo nacimiento. Renacer no es placentero, pues el mundo lo recibe como a un extraño culpable de delito: “Señor, Tú que eres el Anciano de los Días, ¡ten compasión de mí!” (32), dice el sacerdote. La presencia de Dios aparece constante y omnipresente, juzgadora y castigadora. El mundo exterior a la madre es el mundo de la culpa y de la moralidad. El placer que ha sentido con doña Emperatriz es afuera casi una enfermedad. Freud explica que “imaginar la sexualidad como enfermedad es un síntoma de la presencia estructurante de un marco moralista de culpa. En este texto, Freud sostiene que el narcisismo debe dar paso a los objetos y que finalmente uno debe amar para no caer enfermo” (como se cita en Butler 2002, 104). La enfermedad del clérigo es el resultado de su vuelta al mundo regido por la ley de padre, de carácter moralista, que castiga los desvíos de los comportamientos corporales.

La presencia divina, pero amenazante, al entrar en escena provoca nuevamente abyección en el personaje, pues es el Otro, lo simbólico, la ley del padre, que lo separa obligatoriamente del estado preobjetal de la madre para establecer la identidad del sujeto:

Solo experimento abyección cuando un Otro se instala en el lugar de lo que será “yo” (moi). No un otro con el que me identifico y al que incorporo, sino un Otro que precede y me posee, y que me hace ser en virtud de dicha posesión. Posesión anterior a mi advenimiento: estar allí de lo simbólico que un padre podrá o no encarnar (Kristeva 1982, 19).

Ese Otro con mayúscula que impone la ley y la culpa en la narración es el Dios que lo posee de manera omnipresente y lo precede desde tiempos remotos (en la religión), que se impone ante él y le hace darse cuenta de su propia abyección, de que es un ser despreciable por haber transgredido el umbral de la moral: en este caso, haber vuelto al espacio femenino. Frente a las leyes morales, él se ha atrevido a ignorarlas, poniendo en riesgo al propio sistema, por eso debe soportar su juicio: “El exclérigo creía ver constantemente fijo sobre él, ese ojo hialino y turbador que la simbología inscribe dentro del triángulo esotérico” (Dávila Andrade 1984, 32). El Dios se convierte en la ley que impone reglas, clasifica, separa, y, aunque no la veamos, es una presencia fantasmal que rodea y vive en los individuos. Está relacionada con el mundo autoritario del orden falo que para Kristeva (1982) es el ámbito “donde entran en juego la molestia, la vergüenza, la culpabilidad, el deseo” (100). ¿La referencia al triángulo en las alucinaciones del sacerdote no es acaso un señalamiento al triángulo edípico donde el padre ocupa el ápice de la ley y convierte a la madre en objeto de deseo del niño? Dice el narrador: “Veía entonces, emerger de un rincón y posarse en el muro el triángulo de fuego, dentro del cual chispeaba la pupila del Eterno” (Dávila Andrade 1984, 32). Es la ley de la religión ligada al padre, como una mirada invisible pero que el clérigo siente y de la cual no puede escapar: “la pupila incandescente de Jehová, escrutaría sus más recónditos pensamientos y se proyectaría sobre sus más nimias y ocultas acciones” (32). El poder lo rodea y no necesita hablar para comunicar violentamente lo que quiere decir: el sacerdote ha roto la ley.

La mirada de Dios está asociada al ejercicio del poder tanto de una sociedad predominantemente patriarcal como religiosa. Se puede relacionar el poder omnipresente de Dios en el cuento con los aspectos del poder que propone Michel Foucault (2008). Para este autor, “El poder disciplinario, en efecto, es un poder que, en lugar de sacar y de retirar, tiene como función principal la de ‘enderezar conductas’ ” (199). El sacerdote se ha desviado de lo que se esperaba de él como individuo dentro del orden simbólico, y ahora se espera corregirlo para que vuelva a su posición. Por lo tanto, la mirada de Dios se presenta como una metáfora del poder social relacionado con la religión que controla de manera omnipresente y sin ser coercitivo al individuo.

Adicionalmente, es interesante que sea justamente la mirada la que causa ese efecto de miedo en el clérigo: “aquella mirada irreal y sin embargo irrefutable, le chupaba la sangre como una hidra esplendorosa e insaciable” (Dávila Andrade 1984, 33). La mirada es justamente como Foucault (2008) define el control del sistema hegemónico sobre el individuo, el poder no necesita ser violento, basta con que el sujeto sepa que está siendo observado. “El ejercicio de la disciplina supone un dispositivo que coacciona por el juego de la mirada; un aparato en el que las técnicas que permiten ver inducen efectos de poder y donde, de rechazo, los medios de coerción hacen claramente visibles aquellos sobre quienes se aplican” (200). En la narración no hay, entonces, una fuerza física que castigue al sacerdote, pues la sensación de ser visto es suficiente para que sienta culpa, vergüenza y miedo por sus actos. Aunque busque nuevamente refugio en la casa, ya no hay consuelo ni espacio donde quede libre porque la mirada es omnipresente y omnipotente: “A pesar de la oscuridad que le rodeaba, la encontraba siempre fija en él, desde todos los sitios, desde todos los ángulos, desde todas las sombras; aun desde aquellas que pueblan el ámbito extraespacial de la memoria” (Dávila Andrade 1984, 33). La mirada lo rodea y el efecto, como muestra la cita anterior, es como la del panóptico foucaultiano: no hay dónde esconderse. Esta forma de ejercer el poder sobre los individuos, para Foucault (2008), “permite al poder disciplinario ser a la vez absolutamente indiscreto, ya que está por doquier y siempre alerta, no deja en principio ninguna zona de sombra” (207).

Este estado de paranoia y pánico, producto del ejercicio del poder, lleva al sacerdote a la locura y a un sinnúmero de alucinaciones sobre Dios. Las alucinaciones refieren momentos histórico-bíblicos que representan al poder omnipresente como castigador y fuera del tiempo. El sacerdote veía que la mirada “Flotaba sobre la cabeza de Caín; calcinaba la Torre de Babel; escocía los techos de Sodoma; centellaba en la túnica sacerdotal de Melquisedech; fulgía sobre la dolorosa arena del Éxodo; e iluminaba la vesperal ceniza del Eclesiastés...” (Dávila Andrade 1984, 33). Así como Dios castiga en estas escenas, con la misma fuerza, lo castiga también a él. El temblor de la tierra anuncia la muerte que viene por él, descrita así: “Una inmensa bestia innumerable parecía retorcerse furiosa en su guarida subterránea” (34). Por segunda vez, el clérigo sale de la casa al patio central como en un nacimiento: sale por un canal estrecho donde encuentra la luz: “rompió el temeroso encierro... vio cómo el diáfano azul del cielo, enmarcado entre las líneas de la techumbre, se contraía como una plancha de goma” (34). Al ver la luz, enfrenta la mirada de Dios directamente, hecho insoportable y, como si Dios fuera Zeus, le lanza un rayo que lo fulmina: “Y –por última vez– miró abrirse la irresistible pupila del Señor en el fondo cenital, y disparar su rayo indesviable. Bajo su dardo, cayó fulminado en la mitad del patio” (34). Por lo tanto, ese poder de lo simbólico ligado a la religión y al padre, que nos separa de lo materno para darnos la identidad de individuos en la sociedad, es un poder irreal pero irrefutable, tan fuerte que causa la muerte al que contradiga su existencia. La vida fuera de lo simbólico es imposible.




CONCLUSIONES


Para finalizar, se puede decir que en el cuento “Mirada de Dios”, de Dávila Andrade, encontramos dos fuerzas que cohabitan el universo narrativo: por un lado, el mundo de lo femenino que se retrata como una amenaza al statu quo; por otro lado, la presencia de un sistema hegemónico religioso patriarcal encarnado en la mirada de Dios. El mundo de lo femenino está presente en las dos casas del cuento, en cuyas descripciones descubrimos similitudes al órgano reproductor/sexual de la mujer. La primera casa, de puertas y ventanas verdes y que se asemeja al útero, es un espacio donde se ha guardado y reprimido el potencial de la feminidad y el deseo de doña Emperatriz por mucho tiempo. Mientras que la casa de la hacienda, descrita con una fachada virginal, es el sitio donde el deseo reprimido encuentra su liberación. Los protagonistas, al entrar en estos dos espacios, ingresan al ámbito de lo femenino, a lo abyecto, donde los límites del mundo se pierden. La pérdida de límites se muestra en el monstruo bicéfalo y viscoso que forman al unirse sexualmente los personajes, en el cual pierden su condición de individuos y vuelven a un estado de indiferenciación entre sujeto y objeto de deseo, similar al estado presimbólico del vientre materno. Así pues, entran en lo abyecto que, a su vez, amenaza la existencia del mundo simbólico. En contraste, el poder hegemónico patriarcal está representado en la mirada de Dios que aparece para juzgar los actos del sacerdote. Es una fuerza que pretende disciplinar y poner las cosas de vuelta en su sitio para así mantener su poder.


BIBLIOGRAFÍA


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