KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 46 (Julio-Diciembre, 2019), 163-165. ISSN: 1390-0102
María Luz Albuja Bayas - Universidad de Los Hemisferios, Quito
Un buen libro, sobre todo si se trata de poesía, permite que las obsesiones del autor se cuelen por el lado oculto de la voz poética, sin contaminarla con la presencia del autor, ese estorbo que tantas veces puede destrozar un texto.
Y resulta que Andinismo en la azotea es un libro de poesía, construido de obsesiones, pero desde la autenticidad de lo que su propio cauce exige. Aquí, la autora, Sandra de la Torre Guarderas, hace un ejercicio de desaparición, permitiendo (al mismo tiempo) que sus obsesiones aparezcan, reflejadas en la obsesión de la propia poesía que, en estas páginas, resume fondo y forma en lo que me inclino a llamar el vértigo de la fugacidad: la fugacidad de la vida e –inclusive– de la escritura.
Leer esta obra es leer, al mismo tiempo, el conjunto milenario de la experiencia humana respecto a lo que implica enfrentar la muerte. Pero no solo se trata de textos construidos a partir del diálogo con lecturas fundamentales, como el libro del Eclesiastés, cuyo espíritu es un constante guiño al lector, así como tampoco se limita a una “conversación” con autores de diversas épocas, incluyendo a Ovidio y a escritoras contemporáneas de la talla de Damiela Eltit, sino que se trata de una construcción poética edificada con la esencia de la experiencia humana: la inevitabilidad de la muerte.
La poesía de estas páginas, entonces, se convierte en una serie de instantáneas de la vida y de su (a veces) triste vanidad. Pero siempre retorna al hecho tremendo y liberador de que nada de lo que creemos ser o poseer va a quedarse en parte alguna, pues hasta las palabras son fugaces si reflexionamos en el hecho de que algún día, incluso lo escrito habrá de desaparecer.
De ahí que esta obra no pretende dar cuenta del mundo. Es, simplemente, lo que es: una reflexión poética en la que tienen cabida la imagen, la locura, la fotografía, el cuerpo, la enfermedad, el goce, la belleza (y tantas otras cosas que el lector encontrará directamente, desde su propio asombro).
Por ello, como una lectora más –y no necesariamente la mejor– reconozco que en este nuevo trabajo de Sandra de la Torre, la poesía, por su inutilidad “práctica”, llega a ser el reflejo más fiel de la fugacidad del ser humano: un ser que vive al filo de eso que Roberto Juarroz identifica como “realidad y poesía”. Y es que ¿puede haber algo más real que la poesía? Dicho de otra manera: ¿puede haber alguna manera más profunda, intuitiva y certera de conocer la realidad?
El conocimiento que la poesía nos ofrece del mundo sensible, así como de los mundos no captables por los sentidos, es un conocimiento que trasciende a los demás tipos de conocimiento. Por ello, la inútil poesía está en todo, permea las artes, las ciencias, la realidad, los pensamientos. Esto no quiere decir que los dote de sentido, pues quizá no lo tengan al momento de hacer las cuentas finales de la existencia; pero, al menos, les da la trascendencia del instante: la que, si bien escapa (como todo), nos marca o estremece lo suficiente para que haya valido la pena vivir nuestros fugaces días.
Dice el Eclesiastés: “¿Quién le contará al hombre lo que habrá bajo el sol después de él?”. Por ello, de nada le vale trabajar “para algo”. Y sucede igual con la poesía: no se puede escribir “para algo”. En esa “inutilidad” del quehacer humano (y de la poesía) está justamente el tesoro, pues las cosas aparentemente útiles se perderán irremediablemente. Igual que las inútiles, sí, pero al no haber pretensión en lo inútil, hay en ello la autenticidad del don, que se basta a sí mismo porque no pretende ser lo que no es. Por ello, la poesía (cuando hay impostura) deja de ser poesía. Afortunadamente, Andinismo en la azotea es un libro sin aspavientos, donde el punto de partida es la inutilidad de todo esfuerzo “para”, y donde cada palabra ocupa el sitio que debe ocupar. Ningún verso es obra de la casualidad o de la retórica. Ningún epígrafe está puesto gratuitamente. No hay intento de demostrar cosa alguna.
“Los que trepan las montañas para no hacer nada allá en la cima” (Bernardo Soares) quedan puestos en evidencia, al igual que los que corren tras el viento. Es decir, la humanidad entera, en sus distintas eras. Y digo distintas porque, si bien este libro trata asuntos que han angustiado al ser humano desde siempre, también está plagado de escenas que se ubican en nuestros días. He ahí un rasgo de versatilidad que puede fascinar al lector: lo milenario y lo actual, conjugado en íconos de nuestro tiempo, como el malabarista callejero, el que se traga fuego en los semáforos, la azotea misma, como un lugar al que puede escalar una persona, puesta los crampones y derruyendo los muros; el ascensor que lucha contra “la gravedad de la ley” y que revela como “aún mi santo afán debajo del sol era humo”. El afán, una vez más, de todos por lograr algo. Ese algo que irremediablemente va a esfumarse.
Pero no hay un solo hilo conductor en esta obra. Una vez más, he resaltado el que más cuenta para mí, como lectora (y, repito, no necesariamente la mejor). Sin embargo, también es justo mencionar que muchos textos de Andinismo en la azotea experimentan con la forma (un rasgo constante en la poesía de Sandra de la Torre), que –quizá por su cercanía con el cine y con otras formas de arte, incluyo aquí la fotografía– ha jugado siempre en un borde que a veces puede terminar en “poemas-guión”, o “poemas-dibujo”, o “poemas-rompecabezas”... Y, de pronto, el salto (formal) a una oda, pero una oda tan irónica y graciosa, que pone en entredicho a la oda misma: “Oh gran olmo plantado entre mis sienes (... ) por piedad ¡Dame peras!”.
Y, tan solo a unas páginas de distancia, algo tan apocalíptico y descorazonador como estos versos, que eliminan toda esperanza posible (y que considero mis líneas favoritas en esta obra): “Los pájaros emigraron del hilo de luz / no se esperan sus cantos hasta el alba / no se espera el alba”. O: “Quizá porque en todo pecho duerme un cuerpo venido de ultramar que en vano envió su manuscrito en una botella”.
Y todo esto, para cerrar con una alusión maravillosa a Daniel Rabinovich, difunto integrante de los Les Luthiers, que siembra en el lector (o, por lo menos, en esta lectora que creo ser) la incómoda (y deliciosa) pregunta: ¿pero, era eso o un poema o una tomadura de pelo?). Porque, si volvemos a lo inevitable –y terrible– de lo fugaz, la risa llega a ser lo único que realmente puede valer algo. Y si la poesía le da cabida, entonces su inútil valor inagotable se multiplicará hasta el infinito.
María Luz Albuja Bayas
Universidad de Los Hemisferios,
Quito