KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS
CULTURALES,
No. 46 (Julio-Diciembre, 2019), 55-64. ISSN: 1390-0102
DOI: https://doi.org/10.32719/13900102.2019.46.3
Fecha de recepción: 19 de abril de 2019 Fecha de aceptación: 18 de junio de 2019
Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador
RESUMEN
El presente artículo reflexiona sobre la representación de la violencia en dos obras de literatura y cine: Los cachorros, de Mario Vargas Llosa, e Irreversible, de Gaspar Noé. Se propone la hipótesis de que la violencia se construye con una sintaxis específica, tanto del lenguaje literario como del audiovisual. Finalmente, se plantea que la mímesis no se encuentra solo en la descripción de un objeto sino en la sintaxis misma, en la construcción de la oración.
Palabras clave: sintaxis, lenguajes, violencia, poder, masculinidades, genitales, política, mímesis, representación.
ABSTRACT
The present article reflects on the representation of violence in two literary and cinematic works: Los cachorros, by Mario Vargas Llosa, and Irreversible, by Gaspar Noé. It builds on the hypothesis that violence is constructed with a specific syntax that may correspond to a literary or audiovisual language. Finally, it establishes that mimesis is not only found in the description of an object but rather in its syntax, in the construction of the sentence.
Keywords: syntax, languages, violence, power, masculinities, genitals, politics, mimesis, representation.
Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de “rosa” está la rosa
y todo el Nilo en la palabra “Nilo”.
Jorge Luis Borges
René Magritte pinta un cuadro. Utiliza colores para dibujar una pipa e inscribe debajo: “Esto no es una pipa”. Después, viene Michel Foucault y se encanta con la idea y hasta escribe un libro con el mismo título. La mímesis, para el pensador francés, se ubica en el momento exacto que divide el arte clásico del contemporáneo, como si el parecido con el objeto de la realidad –si lo hay–, fuera el parteaguas entre lo moderno y lo contemporáneo; entendiendo lo moderno –el denominado arte clásico por Foucault– como ese tipo de estética que busca la “similitud” entre el objeto representado y el referente en la “realidad”, y lo contemporáneo como ese tipo de estética que ya no cuenta con esa “similitud” para juzgar si posee calidad o no.
El arte clásico es conceptualizado como la correspondencia unívoca entre significado y significante (Saussure 1945); y el arte contemporáneo, más bien, como la suma de significantes ya sin significado detrás, sin un objeto de la realidad que sea representado mediante el cuadro. Allí, los significantes crean sensaciones por su sintaxis, por la forma como son colocados sobre la superficie de la obra. Pero ¿cómo representar esas sensaciones?, ¿cómo representar esos elementos humanos que no son objetos fenomenológicamente (Husserl 2002) perceptibles de la realidad?, ¿cómo representar actos, emociones e interacciones?; por ejemplo, ¿cómo representar la violencia, cuando ella no habita en la naturaleza como , sino únicamente como acto, cuando un acontecimiento ocurre, cuando una emoción aparece, cuando una interacción es?
El arte contemporáneo, una parte de él al menos, se dedica a construir con las formas las sensaciones que esa violencia genera, se dedica a utilizar unas ciertas conexiones para simular (Baudrillard 1978) las emociones experimentadas cuando la violencia tiene lugar; pues ella misma es irrepresentable –¿inaprensible?–, y únicamente es posible mostrar sus efectos. La mímesis transita desde el dibujo hacia la manera en cómo se unen los significantes para edificar efectos en el lector/espectador; no tanto para narrarle un episodio –perspectiva diegética–, cuanto para “hacerle sentir”; en el caso de los ejemplos seleccionados, para “hacerle sentir” la violencia.
En Los cachorros, relato escrito por Mario Vargas Llosa y publicado por primera vez en 1967, el lector/espectador no solo escucha la voz del narrador al relatar el cruento episodio de la castración de un estudiante, de un adolescente, por parte de Judas –el perro que no podría tener otro nombre: ataque a traición–; el lector/espectador no solo sabe del acontecimiento, de la desgarradora y sangrienta emasculación, sino que sucede algo más: las formas de la violencia, su carácter sintagmático, lo envuelven para generar, en él, el efecto de pérdida, de la separación de sus propios genitales por la fuerza, el efecto de dolor:
A veces ellos, se duchaban también, guau, pero ese día guau guau, cuando Judas se apareció en la puerta de los camerines, guau guau guau solo Lalo y Cuéllar se estaban bañando: guau guau guau guau. Choto, Chingolo y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló se escapó mira hermano y alcanzó a cerrar la puertecita de la ducha en el hocico mismo del danés. Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos, y oyó aullidos, saltos [énfasis añadido], choques, resbalones y después solo ladridos, y un montón de tiempo después, les juro pero cuánto, decía Chingolo, ¿dos minutos?, más hermano, y Choto ¿cinco?, más mucho más), el vozarrón del hermano Lucio, las lisuras de Leoncio [énfasis añadido] (¿en español, Lalo?, sí, también en francés, ¿le entendías?, no, pero se imaginaba que eran lisuras, idiota, por la furia de su voz)... [...] Abrió la puerta y se lo llevaban cargado, lo vio apenas entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato, Lalo?, sí y sangrando, hermano, palabra qué horrible: el baño entero era purita sangre (Vargas Llosa 1970, 42-3).
La onomatopeya –utilización de la forma, del fonema en cuanto sonido de la forma– “guau, guau”, de manera repetitiva hasta el cansancio, y progresiva sobre todo, da voz al animal (Giorgi 2014), y con eso se crea a la bestia, porque el lenguaje literario no se limita a describir el momento en que Pichulita Cuéllar adquiere su sobrenombre sino que, además, necesita generar la sensación de dolor físico de la mordida sobre el sexo del muchacho, que lo deja por fuera de la “normalidad” (Foucault 2000), apartándolo para siempre del centro. El personaje, al perder su pene, queda excluido de un espacio homosocial de poder. Dicho espacio es un lugar donde los hombres aprenden a ser varones –tales como el colegio religioso Champagnat del relato, ubicado en el exclusivo barrio limeño de Miraflores–. Un espacio homosocial de poder se caracteriza por la fascinación erótica masculina que tienen los participantes, sin que exista contacto homosexual. En el colegio Champagnant, por ejemplo, cada uno de los estudiantes conoce el tamaño de los genitales del otro –pues compiten por las dimensiones de sus penes– y hasta pueden sentir admiración por ese otro cuerpo. Este espacio, además, está restringido para las mujeres pero ellas, allí dentro, son evocadas constantemente como objeto de deseo. En ese espacio, entonces, es en donde se “aprende” la masculinidad hegemónica, como una forma de entender y vivir el mundo.
Por ello, es sobrecogedor el caso de Cuéllar, quien queda reducido a la nada (Sanyal 2012) después de haber sido mordido; quien jamás va a poder estar en el centro de ese espacio, gozar de la acumulación de capital sexual, ser un actor de una economía política de los genitales que opera dentro del colegio y que es el motor de la trama. Economía, porque alude al intercambio, a la relación de cambio entre los seres humanos en la cual los genitales se vuelven una mercancía más a ser vendida o comprada –distribuida–, es decir, parte de la circulación de capital sexual (Bourdieu 1999); política, pues marca un lugar de poder, un posicionamiento del sujeto y de todos los otros que se encuentran relacionados; y de los genitales, porque es el pene, su tamaño y su potencia, el cetro y el centro desde el cual se organiza la vida individual y social (Andrade 2001), tanto dentro como fuera del colegio. El lector/espectador no mira la imagen de un perro que castra de una dentellada a un pobre chico, sino que penetra en las relaciones, en las interacciones, como si estuviera él mismo dentro de las duchas, como si fuera él mismo quien va a padecer la pérdida, quien quedará reducido, pues la representación no busca contar sino que utiliza la reunión de significantes para alumbrar la violencia, para hacerla emerger desde el lenguaje.
Así, la mímesis se traslada del objeto representado –es decir, el grado de “parecido” entre la representación y la realidad– al juego (Lyotard 2000) de los significantes que construyen un efecto, para colocar al lector/ espectador en medio de la escena, para que incluso experimente el mordisco. Si una de las funciones del arte en general, no solo del contemporáneo, tal como lo plantea Julián Marías, es permitir al lector/espectador conocer las vidas que de otro modo le serían negadas pues, para el pensador español la ficción tiene la facultad de recrear experiencias vitales que, de otra manera, no serían posibles de vivirse (Marías 1971); esta utilización de los significantes lo lleva a sentir la violencia construida, a encarnarla en las emociones e interacciones que sufre en la lectura/mirada.
El proceso de mímesis, por tanto, no está dado por volver a presentar a Judas y Cuéllar en la regadera, en el instante exacto de la emasculación, sino por el efecto de dolor causado por la mordida del perro: efecto construido con significantes, con la forma en que se organiza la oración, con las palabras que han sido obliteradas conscientemente de ella, dejándola incompleta, dejándola cercenada: “Sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después solo ladridos, y un montón de tiempo después, les juro pero cuánto, decía Chingolo, ¿dos minutos?, más hermano” (Vargas Llosa 1970, 43). El efecto se ha ido consolidando progresivamente desde la primera línea del relato. Mario Vargas Llosa, desde el inicio del cuento, va quebrando el lenguaje, va quebrando la oración, simulando en su discurso literario el mordisco animal –¿mordisco sintáctico?– que empieza a dolerle al lector/espectador.
Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, [énfasis añadido] y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat [énfasis añadido]. Hermano Leoncio, ¿cierto que viene uno nuevo?, ¿para el “Tercero A”, Hermano? Sí, el Hermano Leoncio apartaba de un manotón el moño que le cubría la cara. [...] ¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo, ¿y tú? Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraflorino? Sí, desde el mes pasado, antes vivía en San Antonio y ahora en Mariscal Castilla, cerca del Cine Colina. Era chanconcito (pero no sobón): la primera semana salió quinto y la siguiente tercero y después siempre primero hasta el accidente, ahí comenzó a flojear y a sacarse malas notas (Vargas Llosa 1970, 37-8).
El narrador, o mejor dicho los varios narradores, entran en juego. El autor ha decidido que el discurso literario se entreteja entre la voz de un narrador omnisciente multiselectivo, una especie de voz coral –de voz grupal que representa al resto de varones aunque no a Cuéllar–, y la voz del protagonista; con ello, el lector/espectador irá decidiendo qué expresiones le corresponden al primero, cuáles al segundo y cuáles al tercero. Este procedimiento, en la medida en que el relato avanza, se va complejizando pues permitirá que otros también hablen directamente al lector/ espectador: la madre de Cuéllar o el Hermano Leoncio. Este collage construye la textura de la historia –muchos hablantes, habitantes de la misma oración, sin que la puntuación separe sus discursos– y hace que el lector/ espectador también sea parte del grupo, amigo de Chato y Lalo y de los otros: no solo que los escuche, sino que los sienta alrededor.
Desde el primer párrafo, se cuenta con un mordisco sintáctico: Cuéllar será atacado por el perro y emasculado, así como el texto será cortado, castrado. Las onomatopeyas han permitido ir representando el ladrido del animal, han permitido que el lector/espectador pueda ir “escuchando” a Judas acercarse. Dichas onomatopeyas van apoyando a la tensión narrativa porque, de forma paulatina, materializan cómo el perro se aproxima cada vez más a los genitales desnudos del protagonista: a menor distancia, más guau guau guau. La proliferación de significantes, esos sonidos de guau que en otro contexto podrían tener otro sentido, se cargan de importancia por la presencia animal. Entonces, Cuéllar es castrado. Pero el texto, por los diferentes narradores, también ha sido “castrado” porque han sido extraídas palabras claves de la oración, verbos, adverbios, adjetivos, nombres y pronombres que se han quitado para que el orden del lenguaje se vea alterado.
El mordisco sintáctico es, justamente, este quitar palabras de la oración para crear un determinado efecto en el lector/espectador. Por ejemplo, la oración “Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat”, ejemplifica perfectamente lo afirmado: aunque la oración cuenta con un verbo “entró” se encuentra incompleta en cuanto a “acción” –¿cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat qué?–; le hace falta una parte o más bien ha sido quitada de forma violenta. Por supuesto, el ejemplo seleccionado adquiere sentido por la oración precedente y, sin embargo, no está completa. No se trata únicamente de narrar la mordida del perro sino, sobre todo, de que la sintaxis simule ese efecto de mordida al cercenar la escritura y al extraer partes importantes según la gramática. La maestría de Mario Vargas Llosa radica en la forma fluida que posee el lenguaje pese a haber sido quebrado, roto o alterado.
En otro lugar del relato, como otro ejemplo de ese alterar de las voces, se incluyen elementos externos a la narración –como un bolero– para construir un efecto: lo que siente el personaje por dentro después de haber sido mordido por el perro, lo que padece en el ámbito emocional por la pérdida de sus genitales; cuando sus compañeros lo animan para que se “declare” a una muchacha:
Pero las semanas corrían y nosotros cuándo, Pichulita, y él mañana, no se decidía, le caería mañana, palabra, sufriendo como nunca lo vieron antes ni después, y las chicas estás perdiendo el tiempo, pensando, pensando, cantándole el bolero Quizás, quizás, quizás. Entonces le comenzaron las crisis: de repente tiraba el taco al suelo en el Billar, ¡cáele, hermano!, y se ponía a requintar a las botellas o a los puchos, y le buscaba lío a cualquiera o se le saltaban las lágrimas, mañana, esta vez era verdad, por su madre que sí: me le declaro o me mato. Y así pasan los días, y tú desesperando... (Vargas Llosa 1970, 79).
El lector/espectador no se extravía en los recovecos de los cambios de voces, en lo abrupto de los saltos temporales o en lo vertiginoso de los acontecimientos contados sino que, por el contrario, queda atrapado en una sensación única: el dolor de la castración, el pavor a perder los genitales, el mordisco experimentando en su propio cuerpo, el dolor tanto físico como emocional posterior, tal como lo ha sufrido el cuerpo del texto. Así, la estética ya no se conforma únicamente con dibujar la pipa para que el lector/espectador la advierta; sino que, en cierto arte contemporáneo, se le pide también sentir la pipa con sus manos, tomarla y tasarla y descubrir su textura; es decir, dejarse fascinar por la sintaxis.
Pero el lenguaje literario no es el único que tiene este funcionamiento específico, no es el único que construye sensaciones con su sintaxis, no es el único que quiere tocar la pipa. El argentino Gaspar Noé también utiliza la sintaxis para generar la sensación de violencia; no solo para describirla. El cineasta va a edificar un proceso parecido al de Los cachorros para que el lector/espectador se sitúe en medio de la escena y padezca la violencia. Así sucede, por ejemplo, en la película Irreversible, de 2002, donde el lenguaje audiovisual tiene un determinado tratamiento para que la violencia no solo sea enunciada, sino además sentida por el lector/espectador. El filme es la suma de 13 escenas, en una línea cronológica en reversa, que relatan la desesperación de Marcus al enterarse de la violación a su novia; y la forma en cómo se venga del agresor. La historia empieza desde el final; es decir, la primera secuencia es el asesinato de quien el protagonista cree ha sido el atacante, apodado El Tenia. Marcus, armado con un extintor, destruye el cráneo de quien piensa que fue el violador: lo golpea hasta matarlo, enfurecido, destrozando el rostro frente al ojo de la cámara, frente al lector/espectador.
A medida que la película revela lo sucedido antes en la trama, se comprenden las razones de dicha brutalidad. Alex, la novia, vuelve a casa sola, después de una fiesta en donde ha discutido con el protagonista y este la abandona para continuar divirtiéndose en otra jarana, probando drogas con extraños y, en definitiva, despreocupándose de ella. Alex, de regreso, camina por un túnel con iluminación roja –una trampa subterránea–, y allí es violada por El Tenia. El agresor no tiene un motivo, una justificación; solo que está tratando de forzar a un travesti, en el mismo túnel, y la protagonista, intenta ayudar al otro/otra. El travesti, entonces, huye y El Tenia decide volver a Alex el objeto violado (Rubín 2002), quien soportará la vejación. El cuerpo de la mujer y el cuerpo de la travesti, como lo señala Severo Sarduy en su libro Simulación, no pueden ser comparables ni equiparables –“El travestí no imita a la mujer. Para él, à la limite, no hay mujer, sabe –y quizá paradójicamente sea el único en saberlo–, que ella es una apariencia...” (Sarduy 1982, 13)–; y, sin embargo, El Tenia, al violar a Alex, las vuelve intercambiables.
Finalmente –que es el inicio cronológico de la trama–, se descubre que Alex estaba embarazada, y que estaba por contarle a Marcus lo que llevaba en el vientre: fruto de su amor, símbolo de la familia que se destruye por el agresor y su irrupción violenta. Ese sería el argumento del filme: una historia de venganza donde el protagonista asesina al violador y donde su novia es la víctima; y, sin embargo, Irreversible es mucho más que eso porque el lector/espectador puede sentir la violencia. No solo que connota el montaje lineal invertido –contar la historia desde el final hasta el inicio–; sino la forma como los movimientos de cámara ocultan tanto como desvelan, complejizando aún más la problemática de la mímesis, al jugar con las conexiones del lenguaje cinematográfico para construir una sensación con las formas. Al inicio, la cámara se desplaza por techos, por paredes, por los pisos de las habitaciones, sin fijarse en nada; la cámara recorre la oscuridad del bar Rectum donde se supone que está El Tenia, pero no permite que el lector/espectador descubra a cabalidad qué está sucediendo, hasta cuando se contempla el asesinato. Se trata de un ritmo vertiginoso que parece no tener lógica: la cámara sin asidero, basculando de arriba abajo, de izquierda a derecha, mareando, delirante, sin obedecer a leyes, aparentemente sin someterse a normas (Foucault 1999). Se genera una sintaxis para que la violencia sea posible, un espacio en donde ella, por la composición específica de las imágenes, puede ser; es decir, la asfixia y la ansiedad del lector/espectador nacen justo de no poder percibir qué sucede, por los desplazamientos continuos de la cámara.
La sintaxis se centra en transmitir el desconcierto del protagonista, su frustración al no entender lo sucedido –que es identificable con el no entender del lector/espectador–, su propia confusión al no tener un panorama claro, simulada por esos movimientos de cámara que descolocan. En el simulacro de la violación, en cambio, el cineasta ha decidido, durante nueve larguísimos minutos, mostrar al lector/espectador cómo El Tenia penetra a Alex a la fuerza, cómo su rostro choca contra el piso, cómo sus dientes saltan y parecen estrellarse en el propio rostro del público, sin que la cámara se mueva de su trípode, sin esconder el acontecimiento.
Foto 1. Irreversible, Gaspar Noé, 2002.
Nuevamente, lo importante es que el lector/espectador toque la pipa –es decir, que la sienta por medio de efectos concretos desarrollados con la sintaxis, con la proliferación de significantes–; no ya que la ausculte desde la comodidad y la distancia de su butaca –zona de confort–, sino que, por el contrario, la sienta, se incomode al palparla. Así, se ve involucrado en la construcción misma de la violencia, no solo en su narración, y los movimientos de cámara –tanto desde su vertiginoso e imparable comienzo hasta su estatismo final– simulan el acto, las interacciones, las emociones que de ella se desprenden. Al igual que en el caso de Los cachorros, desde el primer plano, Irreversible se prepara para dar vida a la violencia, para que el lector/ espectador la padezca, no solo escuche la voz de un narrador que desde la diégesis le cuenta sobre ella, sino que la sienta en unos significantes que la hacen posible, que la vuelven fenomenológicamente perceptible.
Los lenguajes, no importa si son literarios o audiovisuales, tienen la posibilidad de utilizarse de ciertas maneras específicas para exceder la mera descripción y mutar en verdaderos mecanismos que simulan sensaciones; es decir, exceder el solo “dar cuenta” o “contar” un acontecimiento para indagar por un “hacer sentir”. Es vital, entonces, que la reflexión sobre la mímesis transite hacia el campamento de la sintaxis, para observar cómo los significantes se unen, proliferan, se yuxtaponen, se excluyen o conviven, batallan o se matrimonian para ese “hacer sentir”; en estos ejemplos específicos, para ese “hacer sentir” la violencia.
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