“¿Te acuerdas de aquel fresno que plantamos hace ocho años? Mientras nos dirigíamos a Spiess nos castigó una tormenta cuyas resonancias parecían las de dos ejércitos en medio del combate, como si en la misma naturaleza hubiera un conflicto que no pudiera resolverse más que con el empleo de la violencia”, con esta natural declaración de guerra abre la novela El trópico de Hegel, con la que el escritor argentino Cristian Mitelman (Buenos Aires, 1971) obtuvo el máximo lugar en el 1er Concurso Internacional de Novela Final Abierto (2017). Subrayo que se trata de una declaración “natural” porque el escritor ha levantado la impecable estructura de la novela sobre el conflicto y la tensión entre la idea y su manifestación ulterior, algo que definió en gran medida el idealismo alemán. La prosa de Mitelman satura de una tersa sensualidad esa pugna entre la idea/juicio en cuanto afirmación del hombre y la inmediatez del entorno, como si la escritura que define a Hegel, el personaje de 22 años –o mejor dicho, que emana de él; esto es, una escritura de la Razón– poseyera mucha más carne, mucho más erotismo, que el cuerpo mismo y sus previsibles urgencias.
El espíritu de guerra, de revolución y de sacrificio se respiraba en la Europa que sedimentó el pensamiento hegeliano en el siglo XIX. Mitelman da cuenta de ese aire y lo hace con tal maestría narrativa que no solo desarrolla en el lector un gusto renovado –o recién adquirido– por ese monstruo de mil tentáculos que es la Historia, sino que además es fiel a esta dialéctica fundamental que articula una subjetividad política: lo perentorio de la humanidad frente a la fluidez dinámica, total y cambiante de la Historia, que para el joven Hegel no es otra cosa que la vida misma.En primera instancia estamos ante una novela de viaje, en la que tenemos la suerte de acompañar a Hegel durante su larga travesía por pueblos arrasados y aldeas plagadas de leyendas fatales,de ahorcados y presagios de fétidos murciélagos, hacia su destino final, en Kleinatz, territorio que se resiste a la onda expansiva de la Revolución Francesa.
Este periplo, sin embargo, es apenas el mapa territorial de un aprendizaje más importante y trascendental. Y es que El trópico de Hegel se comporta como un Bildungsroman de las ideas; es decir, como un trabajo de sólido y profundo afinamiento de ese imperio de la Razón que el apasionado filósofo nos heredó.
El viaje y el aprendizaje adoptan o reflejan el comportamiento de la Historia, pues en cada posada en la que Hegel, el peregrino, el extranjero, se detiene, algo de la naturaleza se le revela, sea en forma de leyenda o de fenómeno. Y el viaje sigue. Se desenvuelve librado a un azar aparente; así, de paso por el villorio de Ursteren, Hegel se entera de que toda la comarca anda en búsqueda de un hombre acusado de violar a una doncella. Hegel no conoce al criminal, pero la turba determina sus actos y así lo narra en una carta a su mejor amigo, el poeta Hölderlin: “Hasta ahora me crees plenamente consciente de mis actos. Pues bien, te equivocas. Esa misma noche, movido por el espíritu violento de la turbamulta, yo también me dejé llevar por la furia el grupo. Tomé una de las antorchas y salí en búsqueda del hombre”.
Ya en Kleinatz, la belleza más oscura del gótico erupciona a través de personajes con los que Mitelman rinde homenaje al conde Drácula, pero quizás también al empalador rumano, Vlad Tepes. Caminando por el Bosque de los Empalados, el joven Hegel aprende que las creencias se pagan con la materia: “La región anal, puerta del pecado nefando, se convierte también en correctivo. El Renacimiento, aunque usted crea lo contrario, utilizó mayores métodos de tortura que los diez siglos anteriores”. ¿Acaso, me pregunto yo ahora con el dedo índice sobre la palabra ‘Imprecaciones’, porque la Razón implicó irreductiblemente “un despertar de lo diabólico”? El delirio popular, que atribuye la pavorosa violencia de la Revolución a venganzas de ultratumba, embriaga y cerca el espíritu de Hegel. Enajenado, el espejo de la muerte le devuelve un rostro, ¿el suyo? ¿el suyo, tan amado?
Creo, por último, que la atrevida decisión de Cristian Mitelman de narrar esta fascinante novela en primera persona no atravesó grandes momentos de duda, no fue un dilema que Mitelman resolviera técnicamente a punta de prueba y error, sino que ese “yo” diáfano y autoconsciente del Hegel literario se impuso como un ectoplasma, cual presencia inexcusable de una suerte de mediumnidad. Este “yo” abarcador, y lógicamente omnisciente, porta en definitiva una energía política que se define por su individualidad, su arrasadora pasión juvenil y su filosa lucidez.
Giovanna Rivero
Ithaca College, USA.