KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 43 ( enero-junio, 2018), 127-131. ISSN: 1390-0102


RESEÑA


Un pianista entre la niebla - Raúl Serrano Sánchez, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas / Casa de la Cultura matriz, 2016, 144 p.


Marcelo Báez Meza - Escuela Politécnica del Litoral, Guayaquil





Un pianista entre la niebla (Premio único de Novela Ángel F. Rojas, CCE-Núcleo del Guayas, 2015) de Raúl Serrano Sánchez (Arenillas, 1962) tiene como personaje central a mademoiselle Satán, tema y personaje de un poema del mismo nombre de Jorge Carrera Andrade (1903-1978). El texto apareció en Quito, en 1927, en la revista Fígaro de Carlos H. Endara y creó escozor en los lectores quiteños que se escandalizaron por la forma descarnada en que lo erótico era tratado.

A la novela de Serrano Sánchez le interesa Lola Vinueza, la persona que supuestamente dio origen a este poema que no fue incluido en ninguna de las obras posteriores que Carrera Andrade publicó. Vinueza regentó un burdel en un barrio popular de Quito, con “mujeres que poco o nada saben lo que es la vida, peor un torso” (35).

No estamos ante el típico ejercicio metatextual en el que el narrador ilustra con una propuesta novelesca aquello que ya se dice en el texto poético. Se toma del breve poema la pasión del hablante lírico y el concepto de “rara orquídea del vicio”:

[…] y ella aplaude, y no me importa que me digan que esa vieja del visón roído, la cara repintarrajeada, nunca, jamás, fue ni es de mademoiselle Satán; claro que supo de ella, que compartió su esplendor y su silencio más miserable, pero ser ella, la verdadera mademoiselle Satán, la que como nadie hizo del vicio una música perfecta, ni cagando (27).

Desde la primera página la voz narrativa nos descubre a Purificación como mademoiselle Satán de la mano del pianista Landero: “es como andar por el corredor de la noche en el que Purificación vuelve como mademoiselle Satán lo hizo en los años 20 con el maestro” (14).

El cuerpo de la mujer siempre ha sido objeto de fascinación para la historia del arte. El torso, como formato, siempre ha sido tangible, táctil desde la escultura. Ya sea como símbolo de fecundidad o belleza, ha estado siempre allí en forma de exaltación anatómica. La materia prima de estas esculturas siempre fue la Tierra. Madre Natura provee entonces el material que habrá de moldear las formas de lo femenino. Asistimos a la primera definición de torso en la novela:

¿Le hablé algo de los torsos? Creo no haberlo hecho, así que trataré de explicarme: los torsos –por cierto, no va a negarme que se trata (así lo han demostrado los grandes artistas de todos los tiempos) de la parte más bella del cuerpo de una mujer– tienen dueño, mejor dicho, tuvieron dueñas y un dueño, por tanto tienen vida propia (68).

Esa zona baja de la corporalidad (el fractal) encarna la belleza femenina (la totalidad) y hay una conciencia histórica de cómo las diversas etapas del arte a lo largo de los siglos han representado el torso. “Tienen vida propia”, dice el narrador, anunciando una suerte de Pigmalión andino, figura que se desarrollará a lo largo de la trama.

Al preguntarse la voz narrativa “¿qué es para uno Purificación?”, se responde lo siguiente:

La verdad es que era eso y mucho, mucho más.
Pero sobre todo un torso en el que resplandecía como en ningún otro cuerpo o plaza su ombligo que, a su vez, era como un agujero negro cargado de misterios. Según el diccionario, torso es el “tronco del cuerpo humano. Estatua falta de cabeza, brazos y piernas”. Lo cual no es tan cierto ni suficiente (13).

Es tanta la importancia de esa zona corporal que el narrador bucea en su significado más profundo. El cuerpo femenino, ese continente negro del cual hablaba Freud, está reducido de manera metonímica al torso, con la mención del ombligo como epicentro y lugar que representa lo materno y la fecundidad. La cita anterior también da cuenta de dos incompletudes sin cabeza y sin extremidades: la mujer y la obra de arte. La ausencia de testa implica ausencia de racionalidad y la falta de manos y piernas representa la inmovilidad. La figura humana reducida a su mínima expresión: el tronco o parte central de la entidad biológica.

El ombligo es quizá el sitio más importante del torso y nos remite a la idea de centro y maternidad. Ese punto medio resulta tener poderes como bien lo señala el narrador:

Landero opinaba que esa tal Purificación, que al parecer era otro de sus inventos, además de tener un torso casi perfecto, tenía un ombligo que le funcionaba como un radar que le permitía captar todo lo que ninguna otra mujer sintonizaba (73).

Nótese el “casi perfecto” con que se califica el torso. Es una estrategia retórica de medición que implica un rigor tan personal como arbitrario. También está presente el estatus ficcional que tiene la mujer pues el personaje femenino es otro invento, dice la cita anterior. Es una construcción ficticia que tiene autonomía. Esto se ve inclusive en el nombre:

Quisiera detenerme en esto: Purificación (no crean que su nombre es una casualidad funesta) poseía –o posee– a más de su cara nada destacada, un ombligo que es un radar con el que detecta los pasos y movimientos que das, esos que suponías eran secretos, ajenos a ella […]

Purificación es catarsis, es – digámoslo con redundancia– el efecto purificador que experimenta el lector o espectador ante una obra de arte. Esta interpretación aristotélica puede sonar baladí pero es sumamente compleja. El personaje femenino como creación autoral debería lograr que se acceda a la catarsis, pero el gran aporte de Serrano Sánchez es que la trama solo lleva a la ruina y al olvido. No hay efecto catártico, no hay purga. El personaje masculino termina presa de su obsesión y de la mujer como sinónimo de perdición: “Pienso que mademoiselle Satán, como Purificación, es dueña de un torso que espero al gran actor no lo termine arruinando, como dicen que sucedió con el poeta Carrera Andrade” (132).

En esta cita denota la presencia de un Pigmalión andino que termina inválido en el proceso pues la creación termina destruyendo a su creador. No veamos aquí la poiesis desde el punto de vista aristotélico de la edificación de un mundo ficcional. Aquí es preferible la perspectiva platónica que ve la poiesis como el tránsito del no ser al ser. En la novela de Serrano Sánchez se plantea una poiesis al revés: un ser referencial, vivo (Jorge Carrera Andrade), pasa del ser al no ser. Quien termina siendo (aquí es válido el gerundio) es Purificación o Mademoiselle Satán. En otras palabras, el ser ficcional creado por el poeta termina con un estatus ontológico superior al de su referente histórico. Esto también puede apreciarse en la siguiente cita en la que se evidencia que la poiesis, proceso del cual surgió Mademoiselle Satán, quedó totalmente trunca: “La pobre estaba tan convencida que el poeta Carrera Andrade, al que el maestro tocó el réquiem, un día regresaría a buscarla para devolverle lo que le quitó” (105).

¿Qué le quitó el poeta? ¿Por qué la dejó incompleta? Otra vez la alusión a la obra de arte inacabada pero resulta una personalísima forma de reinterpretar el mito de Pigmalión: el creador da vida a su creación y ésta se vuelve independiente (hasta ahí la mitografía). Ese proceso creativo implica quitarle algo a la creación, dejarla incompleta exprofeso, para quedar en deuda con su criatura (este es el aporte de Serrano Sánchez).

Son numerosas las ocasiones en las que la voz narrativa se aproxima al torso de Purificación con la visión de un artista. Esto convierte a la novela en una tarea de representación (mímesis) imposible: el todo es inabarcable y hay que conformarse con una parte del mismo. No solo estamos ante el retrato de una dama, nos encontramos quizá frente a la parte más importante de una escultura, la que permite la existencia de un eje articulador, el centro mismo de la obra escultórica. El torso pronunciado se convierte en el patrón de belleza, fuerza, tensión y dinamismo a lo largo de los siglos de arte escultórico. La llamada curva praxiteliana hace que el cuerpo se arquee para ser admirado de mejor forma. Ese ojo voyerista, que se regodea en el vientre femenino, es el que predomina en todo momento: “Para Landero, como para su maestro, todo el encanto se concentra en el torso. Lo decía como saboreando las palabras, es más, creo que a veces me excitaba solo de ver cómo dibujaba en el aire los torsos” (71).

En la historia del arte (siglo XVI para ser exactos) una de las piezas más importantes es el llamado torso de Belvedere, atribuido a Apolonio, que cambió para siempre la forma de ver la obra artística. Se trata de una escultura incompleta, sin cabeza, de un hombre sentado cuya musculatura (en sus extremidades incompletas y caja toráxica) puede ser admirada según los ideales griegos de belleza y armonía. Este torso, si bien es el de un hombre, prefigura algo que en la modernidad estará normalizado: un fragmento puede ser admirado tanto o más que una totalidad. La obra de arte incompleta, o no terminada, puede ser tan importante como la que se muestra acabada ante nuestros ojos. En este sentido, el torso de Purificación es un fractal del todo femenino. La voz narrativa fetichiza esa parte de la mujer convirtiéndolo en objeto del deseo: “ese cuerpo que comienza y termina en lo más esplendoroso que para ti tiene un cuerpo: el torso” (74).

El torso esplendoroso (que admiramos en la portada en la foto de una modelo sentada de espaldas junto a un piano) actúa como metáfora de una obra mayor y completa que se pudo haber preservado pero que el tiempo arruinó fragmentándola. A partir del siglo XVI la obra incompleta se convierte en tan importante como la terminada, y el fragmento se convierte en una tendencia, tanto así que la Pietá Rondanini de Michelangelo es objeto de exposición y estudio como cualquiera de sus obras.

[…] y por nada del mundo quiere dejar esta ciudad que para ella es el elixir que la mantiene fuera de las amenazas de la muerte, como ha sucedido con los torsos: sus dueñas no podrán quejarse de nada porque uno les ha permitido prolongar su existencia, que no sería la misma de no haber hecho lo que se hizo (27).

Un pianista entre la niebla es una reflexión sobre tres procesos: la mímesis novelesca, la poiesis fallida y la catarsis no alcanzada. En un momento el narrador apunta: “hay torsos que no dejan de reclamar, de verme como lo que no quiero creer que soy: un artista (143)”. No solo hay fisuras en la tríada de procedimientos estéticos planteados, hay un descreimiento de lo que constituye la esencia de un creador, un debate entre lo que es ser amateur y profesional. Si el artista no se asume como tal, termina convirtiéndose en un coleccionista, alguien que acumula belleza: “Landero contaba, como si se tratara de la cueva de un vampiro, que ahí estaban guardados los torsos que el maestro le legó; todos pertenecían a mujeres con las que su famoso maestro tuvo algo que ver o compartió” (71).

Un pianista entre la niebla plantea el enigma del continente oscuro, pero no le interesa descifrarlo, pues como dice Toril Moi “es tiempo de renunciar a la fantasía de encontrar la clave del enigma de la feminidad. Las mujeres no son esfinges. No hay enigma alguno por resolver”. Sin embargo, no se le niega a esa mínima parte de la corporalidad un estatus oracular: “Porque frente a un torso pueden resolverse tantos enigmas, pavores (51)”. La mujer (o parte de ella) como representación de Delfos, el lugar al que se va a escuchar los enigmas, pero no a resolverlos. Lo que ha logrado Serrano Sánchez es fijar más el misterio a través del torso, metáfora de la poiesis incompleta o de la novela imposible que reclama la universalidad: “No hay en Quito, en este país, en este mundo, cuerpo o torso de mujer que se compare al de ella” (69). Tampoco existe propuesta novelesca comparable a la reseñada, torso que transmite su belleza en su inacabamiento.

Marcelo Báez Meza
Escuela Politécnica del Litoral,
Guayaquil