KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 43 ( enero-junio, 2018), 11-39. ISSN: 1390-0102


César Dávila Andrade: la noche y la bohemia quiteña*


César Dávila Andrade: the night and bohemian Quito


DOI:https://doi.org/10.32719/13900102.2018.43.1


Fecha de recepción: 19 marzo 2018 Fecha de aceptación: 18 mayo 2018



LEGADOS





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Manuel Espinosa Apolo

Universidad Central del Ecuador manuelespinosa10@yahoo.es Ecuatoriano. Investigador, catedrático, miembro correspondiente de la Academia Nacional de Historia y divulgador de temas relacionados con el mundo andino: identidades, mestizaje, mitologías e historización de las culturas populares. Estudios de sociología, Estudios de la Cultura e Historia Andina. Autor de obras como Los mestizos ecuatorianos y las señas de identidad cultural (4 ediciones y varias reimpresiones), El Cholerío y la gente decente. Estrategias de mestizaje y blanqueamiento en Quito (premio de historia José Mejía Lequerica, 2013) y de Insumisa Vecindad. Memoria Política de San Roque. Compilador y editor de algunas obras relacionadas con etnohistoria andina: Hablan los Incas (2000), La ciudad inca de Quito (2003). Actualmente se desempeña como catedrático de historia en La Universidad Central del Ecuador.



Resumen

¿Qué implica la condición de bohemio y cómo se puede caracterizar y comprender la relación del poeta ecuatoriano César Dávila Andrade (llamado por sus allegados como El Faquir) con la noche, el mundo marginal y el alcohol? Es la pregunta que articula el presente ensayo. La investigación en que se apoya considera fuentes como memorias y testimonios orales de los parientes y amigos cercanos al poeta; artículos de corte biográfico y estudios críticos sobre la obra daviliana. Para tal propósito Espinosa Apolo analiza la vida del poeta en un período crucial de su vida: su estadía en Quito entre 1944 y 1949, tiempo en el que fue protagonista, junto a otros escritores y artistas radicados o nacidos en la ciudad, de una intensa y alucinante bohemia. En esa turbulenta experiencia, “El Faquir” se convirtió en otro personaje popular de Quito, haciendo de su propia vida una leyenda que se tejió de anécdotas que hoy entusiasman, conmueven y suscitan reflexiones. Este anecdotario pone de relieve la fascinación del poeta por el mundo marginal urbano, la solidaridad con los personajes del underground quiteño, su íntima relación con la noche y su ejemplar inclinación alcohólica.

Palabras clave: Bohemia, poesía ecuatoriana, César Dávila Andrade.


Abstract

What does being a bohemian imply, and how can the relationship of Ecuadorian poet César Dávila Andrade (called The Fakir by his closest friends) with the night, the underground world, and with alcohol be characterized and understood? This is the question this article tries to answer. The research in which it relies considers sources as memoirs and oral testimony of relatives and friends close to the poet; biographic articles and academic studies of Dávila’s works. The author analyzes the poet’s life in a critical period: his stay in Quito between 1944 and 1949, time in which he, along with other writers and artists living or born in Quito, leaded an intense and hallucinating bohemia. In that disordered experience, The Fakir turned to be one of Quito’s popular characters, turning his life into a legend woven with anecdotes that delight, move, and induce reflection up to this day. All these anecdotes emphasize the poet’s enthrallment and solidarity with the urban underground of Quito, his intimate relationship with the night and his unique alcoholic proclivity.

Keywords: Bohemia, Ecuadorian poetry, César Dávila Andrade.




La bohemia como fenómeno histórico-cultural, estilo de vida y modo de producción artístico-literario


La palabra española “bohemia” se deriva de la voz francesa “bohème”, término que se utilizó durante el siglo XIX en Francia para designar una manera de vivir, propia de artistas y escritores, que a semejanza de la vida libre, errante, desordenada y sin compromisos de los gitanos (de la región de Bohemia), rechazaban los usos y costumbres dominantes en la sociedad burguesa (Aznar 1993). Fue la escritora George Sand (famosa por su romance con Chopin) quien utilizó con tal sentido aquella palabra en 1837, en su novela La dernière Aldini publicada como folletín entre 1837 y 1838. En dicha obra, Sand proclama: “Salvemos ante todo nuestra libertad, gocemos de la vida a pesar de todo, y ¡viva la Bohemia!” (52).

Posteriormente, en 1853 el escritor francés Henri Mürger escribió la novela Escenas de la vida de bohemia, obra en la que se basó Puccini para componer su célebre ópera La Bohéme en 1896, la misma que haría populares a los protagonistas de la novela mürgeriana. La ópera de Puccini logró convertir en ideal de vida, para muchos, las seudonormas o normas que aparecen en la novela del escritor francés (Zamora 1993).

De esta manera, en la Europa meridional, la bohemia como estilo de vida y modo de creación artística se desarrolló a lo largo del siglo XIX e inicios del XX. El contexto social que animó tan singular actitud de vida estuvo marcado por la industrialización y el gran proceso burocrático propio del capitalismo de aquella época; no obstante la bohemia, como estilo de vida y función literaria, se fue diluyendo con la llegada de la Primera Guerra Mundial, aunque su legitimidad se extendió hasta la década de 1930, esto es, hasta la época de las vanguardias históricas.

En este marco histórico cultural, definido por la valoración económica o la dimensión de mercancía que adopta la obra de arte en el siglo XIX, los bohemios constituyen un proletariado artístico e intelectual, de mayores o menores dotes, el mismo que agoniza en medio de un estilo de vida capitalista que se consolida (Romero 1993).

Según Pierre Labracheire solo en el reinado de Luis-Felipe (1830- 1848) se creó un verdadero proletariado intelectual en Francia que acabó consolidándose durante el Segundo Imperio (1848-1871). Carlos Marx, en su ensayo El 18 Brumario de Luis Bonaparte al describir el lumpenproletariado que componía la “Sociedad del 10 de diciembre” creada por Napoleón III en 1849, situaba entre “esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème a escritorzuelos que formaban parte del proletariado intelectual, víctima de la mercantilización artística dominante en un mercado cultural regido por valores capitalistas” (Aznar 1993, 55).

La formación de un proletariado literario en el siglo XIX se vinculó con la aparición de la novela por entregas y del mercado de producción y consumo constituido a su alrededor. Los contratos leoninos entre editores y autores, la práctica del “dictado” por parte del folletinista a “escribientes” subempleados con el fin de “producir” con mayor rapidez, o la escritura directa por ellos de originales que después se publicaban a nombre del titular del contrato editorial, son hechos que remiten a una realidad socioliteraria en donde el mito romántico de la “creación” artística ha cedido su lugar histórico a la “producción industrial de la mercancía literaria” (55). Es así que, asociado a la literatura folletinesca, surgió un proletariado literario que trabajaba como “colaborador anónimo” en la “producción” de aquellas mercancías artísticas.

Por esa misma época se consolidó en París y Londres la figura del dandy. Aunque este personaje, igual que el bohemio, resultó “la encarnación de la misma protesta contra la rutina y la trivialidad de la vida burguesa” (55), fue un intelectual de las capas altas y medias que no perdió su categoría social y que por tanto no se proletarizó. El dandy inauguró la llamada “bohemia dorada”, es decir, aquella actitud antiburguesa protagonizada por jóvenes artistas que asumieron una manera de vivir que en la mayoría de los casos no implicaba ruptura con orígenes sociales sino tan solo una rebeldía pasajera; un sarampión juvenil, luego de lo cual regresaban al redil de una sociedad biempensante. A estos bohemios se les llamó en Francia: Jenues-France. La rebeldía de esta bohemia dorada llamada por Nerval en 1852 “galante”, fue una rebeldía limitada – como destaca Aznar (1993)– a poses excéntricas, gestos exteriores y extravagancias pintorescas.por jóvenes artistas que asumieron una manera de vivir que en la mayoría de los casos no implicaba ruptura con orígenes sociales sino tan solo una rebeldía pasajera; un sarampión juvenil, luego de lo cual regresaban al redil de una sociedad biempensante. A estos bohemios se les llamó en Francia: Jenues-France. La rebeldía de esta bohemia dorada llamada por Nerval en 1852 “galante”, fue una rebeldía limitada – como destaca Aznar (1993)– a poses excéntricas, gestos exteriores y extravagancias pintorescas.

El proletariado artístico-literario de la época del Segundo Imperio, de origen social mayoritariamente pequeño burgués, campesino u obrero, en cambio creó una bohemia absolutamente distinta de aquella generada por el dandy, por cuanto dio lugar a una utopía que tuvo que ver con la consagración al arte y la belleza, erigidas en razón de vida. A través de la defensa de valores como la independencia, libertad, desprecio de las convenciones y prejuicios sociales imperantes, los bohemios protagonizaron una protesta ética y estética contra el filisteísmo burgués y en contra del mercado capitalista. El término “philistin” o “filisteo” de carácter peyorativo resumió la vulgaridad espiritual, la ramplonería estética y la insensibilidad artística propias del gusto burgués dominante. Por entonces la palabra “burgués”, significaba en el lenguaje de los bohemios, persona que antepone los valores económicos a los artísticos y que carece de sensibilidad. De ahí que este tipo de bohema haya sido percibida por la burguesía como un potencial peligro revolucionario.

La actitud del proletariado artístico-literario constituyó por tanto una resistencia a la mercantilización de las artes al costo de pobreza, penuria y hambre. La bohemia constituyó por tanto una manera espiritual de ser artista, que en la sociedad filistea se pagó con la condena a una existencia de marginación y miseria.

Este proletariado artístico-literario vegetó en la periferia social y expresó una actitud claramente rebelde. Se trató de una capa social que no se resignó a su explotación brutal, razón por la cual militó activamente en la política, se situó ideológicamente en el jacobismo o en el socialismo y tuvo un gusto realista en arte y literatura (Aznar 1993).

Walter Bejamin (1972) destacó que el símbolo de esta bohemia correspondiente al Segundo Imperio (1848-1871), ya no fue el gitano que fascinó a los románticos bohemios de la primera mitad del siglo XX, sino el trapero, que como tipo social urbano, adquirió una significación metafórica. Dicho personaje representaba la miseria aunque al mismo tiempo vivía gracias al valor que alcanzaba los desperdicios de la sociedad. Naturalmente –señala Benjamín– el trapero no cuenta en la bohemia, pero todos los que formaron parte de esta, desde el literato al conspirador profesional, podían reencontrar en el trapero algo de sí mismo. Esta bohemia fue calificada de Les refractaires (los refractarios).1 En estas circunstancias “la bohemia refractaria y hambrienta, politizada y revolucionaria, víctima como proletariado intelectual del mercado cultural capitalista, que vive como el trapero, de los desperdicios miserables de un subempleo periodístico, entierra definitivamente toda posible idealización mürgeriana” (32). Los bohemios refractarios asumieron como consigna destruir el Segundo Imperio de Napoleón III.

Sin embargo, al fracasar la rebelión que dio origen a la Comuna de París (1871) y al surgir una literatura reaccionaria con el restablecimiento del orden, el bohemio refractario fue convertido en héroe negativo. Desde entonces en adelante para el burgués decimonónico, la bohemia fue sinónimo de inframundo, un lumpen-proletariado artístico de insatisfechos y fracasados que vivían en el ámbito del desorden, la anarquía y el libertinaje. Desde esta perspectiva, la bohemia se convirtió ya para siempre, en una patología social y personal, un desorden de las costumbres y una pasión malsana; situación en la cual tuvo que ver mucho el ajenjo y su rito de ingestión: “l’heure de l’absinte”, de cinco a seis de la tarde. “Pérfido licor” –dirá algún escritor burgués de la época– “que ha ejercido influencia en la desorganización cerebral de París” (Aznar 1993, 63).

Después de la Comuna y hasta fines del siglo XIX apareció el simbolismo como corriente estética impulsada por los bohemios refractarios, quienes vivieron la marginación más absoluta, el exilio y el desprecio de una sociedad que luego de 1871 reafirmó un orden social y un sistema de valores filisteos. La bohemia simbolista dejó atrás el realismo y reivindicó “el arte por el arte”, un esteticismo puro, por el cual los ideólogos de la burguesía la condenaron y etiquetaron de “decadentismo”; nuevo diagnóstico con el que se quería sancionar la supuesta patología de una generación artística.

La bohemia simbolista devolvió paulatinamente al Barrio Latino todo su esplendor. Rimbaud o Verlaine fueron sus máximos exponentes y gestaron al poeta maldito, escritor decadente y degenerado que se situó en los límites del amoralismo y la marginalidad. Asumir la condición de “maldito” tuvo el propósito de enajenarse voluntariamente de una sociedad burguesa a la que los bohemios despreciaron profundamente, aunque al mismo tiempo, nació en ellos un sentimiento de impotencia frente a un mundo que despreciaron sin tener ninguna esperanza de poder cambiarlo. En esa situación, como destaca Aznar, el sentido destructor del terrorismo anarquista les fascinó y sus versos quisieron ser dinamita cerebral, bombas estéticas que les sirvió para atentar contra el filisteísmo dominante. De esta manera, surgió una relación estrecha entre esteticismo, simbolismo, anarquismo y nueva moral antiburguesa.

La bohemia simbolista experimentó un agudo sentimiento de insatisfacción, tedio y fracaso, no solo ante el mundo sino también ante la propia vida. Del champagne de la bohemia dorada se pasó al alcohol puro y duro, al ajenjo y a las drogas, medios para conquistar unos “paraísos artificiales” con que soportar el “tedium vitae” y la mediocridad filistea. Por esa razón, la biografía de los poetas malditos está hecha de alcohol, poesía, rupturas matrimoniales, religión, experiencias homosexuales, violencia, burdeles, prostitutas, tabernas, hospitales y cárceles.

Aquellos que se inscribieron es este tipo de bohemia por ser estética y moralmente anti-filisteos y anti-capitalistas, sin mixtificaciones ni imposturas, adquirieron grandeza moral e inauguraron lo que se denomina “bohemia heroica”. Una forma de ser y estar en el mundo que reivindicó su principalidad espiritual y repudió la riqueza material en nombre de la pureza artística, razón por la cual devino en condición espiritual sellada por el aristocratismo de la inteligencia y en modo de vida marcado por la penuria y asumido bajo el precepto de que no hay arte sin dolor, o como decía Baudelaire (1995), porque arte equivale a “malheur”. Desde esta perspectiva, fueron estos los rasgos que definieron el ser artista,

La bohemia heroica se vivió como experiencia en libertad en el seno de una sociedad voluntariamente marginal, para la cual el tiempo no fue oro, sino ocio artístico, culto a la belleza, búsqueda de “paraísos artificiales” a través del alcohol o las drogas. Esta bohemia, por tanto, no radicó en las formas: la extravagancia del vestido o la penuria, sino en el culto al arte y la libertad. No fueron los harapos, el sello del bohemio, sino aquel “principio heroico de lanzarse al sentir y al pensar puro”, como señaló Ramón Gómez de la Serna. La bohemia heroica fue al decir del escritor español, un “estado de ascetismo”, “un voluntario voto de pobreza, exploración del intrincado laberinto de lo que está por decir, descubriendo la más enterrada y última veta de las cosas y la raíz de su ilusión” (Aznar 1993, 66-67).


César Dávila Andrade heredero de la bohemia heroica


A ese París de fines del siglo XIX: bohemio, simbolista y de post-comuna, llegaron los máximos representantes del modernismo Hispanoamericano como Rubén Darío o Enrique Gómez Carrillo y los que serán los máximos representantes de la bohemia modernista española: Alejandro Sawa o Antonio Machado. Estos y aquellos junto a algunos artistas y escritores de otros países llegaron a París atraídos por su prestigio artístico y capitalidad cultural del mundo. En la época simbolista, la bohemia literaria, hasta entonces fenómeno estrictamente parisino, se internacionalizó. Aquellos escritores forasteros se contagiaron de ese ambiente y de aquella actitud vital que la propagaron en Madrid y en las ciudades más importantes de la América Hispana. Fueron ellos, al decir de Aznar, los que sirvieron de puente de unión entre el Barrio Latino simbolista y la Hispanoamérica modernista. En definitiva, la bohemia literaria se internacionaliza gracias al modernismo.

No obstante, muchos de los escritores hispanoamericanos visitantes de París, al ser hijos o nietos de las oligarquías, reconvirtieron el espíritu bohemio parisino en dandysmo diletante, esto es, una pose que al decir de Martí Monterde (2007), trataron de llevar una vida como artistas, a diferencia de los bohemios heroicos que hicieron de su propia vida una obra arte. Un caso ejemplar de esa bohemia diletante fue el modernista y guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, incapaz de diferenciar la vida parisina de la vida literaria acuñada por el escritor de Escenas de la vida de bohemia, Henri Mürger. Sin embargo no todos los modernistas fueron superficiales, ese fue el caso de Darío, y más tarde, Vallejo que del modernismo evolucionó al vanguardismo.

Para el caso del Ecuador, hay que destacar que en los máximos representantes del modernismo, particularmente en los llamados decapitados, insidió aquel espíritu bohemio parisino, ya sea por que estuvieron en la ciudad luz o por simple contagio. Arturo Borja, por ejemplo, llegó a París apenas adolescente; pues un problema en el ojo lo llevó hasta la ciudad luz en busca de tratamiento. En su estadía en la ciudad luz leyó con avidez y en el propio idio¬ma a Baudelaire, Lautreamont, Verlaine, Mallarmé y Rimbaud. Imbuido de simbolismo y parnasismo se despertó en él la vocación poética, luego de lo cual volvió a Quito con un sentido espiri¬tual diferente y renovado. Lo mismo sucedió con Ernesto Noboa Caamaño, nacido en Guayaquil pero instalado en Quito después de terminar la escuela primaria. Al ser hijo de familia acomodada, viajó a España y Francia en busca de sus raíces y con el ánimo de sobreponerse a su neurosis atenuada por el consumo de morfina. En Francia, su inclinación por dicho opiáceo y la nueva adicción al cloral, como él mismo lo destacó en alguno de sus poemas,2 se acentuó, al mismo tiempo que recibió la influencia de Samain, Verlaine y Baudelaire (Pérez 2001).

Otros de los decapitados como Medardo Ángel Silva, Humberto Fierro o Feliz Valencia, si bien no lograron viajar a Europa se contagiaron del espíritu simbolista y poético francés, y fue sin duda Valencia, convertido en ermitaño, quien se consagró por entero al culto de la poesía y la belleza, al precio de convertirse en una especie de asceta autoconfinado en una cueva del Panecillo (Barrera 1999). El nombre de “decapitados”, otorgado por Raúl Andrade en un ensayo ya célebre, alude a su malestar vital, hecho de un irremediable agobio por causa del tedio y la melancolía, pero sobre todo, su nombre se explica por el hecho de haber sido seducidos profundamente por la muerte, lo que los condujo al suicidio.

Los decapitados fueron directamente influenciados por el dandysmo pero también por la llamada bohemia “negra” de los simbolistas franceses. De ahí que combinaron comportamientos muy refinados con aquellos propiamente bohemios: inclinación noctámbula, consumo de drogas y alcohol, y en el caso de Valencia, renuncia a cualquier actividad laboral y filistea.

En la década de 1920, en la ciudad de Cuenca, surgió también un grupo de modernistas, la mayoría de ellos de origen aristocrático e hijos de los grandes intelectuales de Cuenca que dieron origen a una bohemia de inequívocos rasgos parisinos. Entre ellos hay que destacar a Emmanuel Honorato Vásquez, hijo de Honorato Vásquez; Cornelio Crespo Vega, hijo de Remigio Crespo Toral; Rafael Romero y Cordero, hijo de Remigio Romero y León y de Aurelia Cordero Dávila, y por tanto, nieto de Luis Cordero. Todos ellos ilustres señoritos que en compañía de una veintena de intelectuales cuencanos, entre ellos el más grande poeta de esa generación: Alfonso Moreno Mora, “nocturnaban” por la ciudad, quebrantando la tradicional paz conventual de Cuenca, al decir de Ángela Martínez (2007).

Estos escritores fundaron dos revistas Austral y Philelia. La primera estuvo dirigida por Alfonso Moreno Mora, y en sus páginas se difundió la obra de los decapitados ecuatorianos, de otros modernistas y vanguardistas hispanoamericanos, e incluso de poetas franceses como Jean Cocteau.

En el entorno cuencano, aquellos escritores se convirtieron en criaturas noctámbulas y alcoholizados y en la memoria colectiva se han conservado algunos de los “escándalos” que protagonizaron en las tranquilas noches cuencanas. Travesuras como el robo de ciertos símbolos de la ciudad colonial hasta la ferocidad con que exigían ser atendidos en bares y cantinas. Según recuerda Olmedo Dávila Andrade, hermano de César, Emmanuel Honorato Vásquez se educó en París y de allí trajo la moda del ajenjo o el licor de “l’absinte”3 y el deseo de imitar a los personajes de la obra de Henri Mürger. Otros en cambio expresaron claramente sus inclinaciones por el anarquismo, como fue el caso de Cornelio Crespo que se hacía llamar “El Gran Calavera”, a pesar de ser hijo del conservador Remigio Crespo Toral. No obstante, la bohemia de los modernistas cuencanos, fue por sobre todo diletante, como se puede apreciar en unos versos de Rafael Romero y Cordero aparecidos en la Revista Philelia, citado por Martínez (2007).

¿Qué nos importa? Vístete. Mira, estrena el trousseau/ de esa boda frustrada… Yo te haré la toillette / ¿Ves? ya vas mejorando. Así estás bella. Yo / me embozaré en mi capa. Eh, Nena, al cabaret!.. / ¡Vaya! Qué nos importa que se ría el burgués. / Flirtea, ríe, charla… bajo la luz del bar / relucen más tus ojos ojerosos. Ya ves / nuestra facha bohemia intriga al boulevar, / Sigamos. Yo te presto como un báculo apoyo…/ estamos ilustrando la Musa del Arroyo… / y juntos moriremos en algún hospital…. / Tú eres mi Risa-Loca, mi Manón, mi Mimi… / ¿Qué nos importa? Vamos al cabaret, y allí / te invitaré un ajenjo y te haré un madrigal.

De todas formas, aquellos señoritos inauguraron una vida nocturna y de exceso alcohólico, y la mayoría de ellos, buscando emular a los decapitados, persiguieron un final trágico. Emmanuel Honorato Vásquez murió a los treinta años, Cornelio Crespo a los cincuenta con sobredosis de morfina, Alfonso Moreno Mora a los cincuenta, y el director de Philelia, Rafael Romero y Cordero, falleció a los veinticinco años.

La conexión de este grupo de bohemios con César Dávila Andrade que nació en la misma ciudad de Cuenca en 1918, fue el poeta Alfonso Moreno Mora (1890-1940). La amistad con el médico Moreno Mora, mucho mayor a César, nació por la admiración que el joven Dávila Andrade le profesaba; pues algunos de los poemas de Moreno Mora se difundieron en la misma revista que dirigía: Austral y que circulaba entre los escritores y los neófitos de entonces. Aquélla amistad se hizo intensa y afectuosa –según comenta Jorge Dávila Vázquez– gracias a las coincidencias en la forma de ver la poesía y la literatura como se evidencia en la obra de ambos, especialmente en lo que concierne a las evocaciones del pasado y su preocupación por el hecho humano. La amistad entre Moreno Mora y Dávila Andrade nació por 1936. Por entonces César Dávila Andrade solo tenía 18 años mientras el poeta Moreno Mora se acercaba a los cincuenta años que duró su vida, pues murió en 1940. En aquella época fue muy común verles andar juntos y transitar por las cantinas de Cuenca.4 Fue así como César Dávila Andrade adquirió el hábito de la bebida y se introdujo en la bohemia cuencana, hecha de trasnoches, cantinas de mala muerte, mucho aguardiente y poesía. Al mismo tiempo, la amistad con el más grande de los modernistas cuencanos, hizo que el joven Dávila reciba una clara influencia del modernismo, en tanto actitud vital y estilo literario, como se evidenciaría años más tarde en su modo de vida y en sus primeros poemarios.

Sin embargo, fue en Quito que la conversión de Dávila Andrade como un bohemio se consumó, una vez que este se instaló definitivamente en la ciudad a partir de 1944. En Quito, César asumió un estilo de vida claramente cercano al tipo de bohemia heroica que había surgido a fines del siglo XIX en Francia y, específicamente, a inicios del XX en Madrid.

En la capital española, la bohemia heroica tendría entre sus máximos representantes a Ramón Valle-Inclán y Alejandro Sawa; escritores autocondenados a la pobreza, la soledad social y la marginación. El hambre y la miseria fue el precio que pagaron por su independencia estética y su amor al arte. De ahí el nombre de “poetambre”, como señala Aznar (1993, 76) que se les asignó a inicios del siglo XX. No obstante, fue Sawa el paradigma de aquella bohemia, el símbolo de la santa poetambre modernista. Su vida fue sin duda un ejemplo del esplendor y de la miseria de aquellos bohemios. Sawa murió loco, ciego y solo. Darío en el prólogo del libro de Sawa Iluminaciones en la sombra dirá de él: “intransigente, prefirió muchas veces la miseria a macular su pureza estética”. Francisco Maceín, según cita Aznar (77-78) añadirá:

Estamos frente del verdadero tipo bohemio […] Vencido en esta lucha por los ideales y por la existencia, sus amigos son también todos los caídos. No lo veréis pasar la mano por el lomo del poderoso. Pasará por todas las penalidades antes que llegar a la adulación.

Curiosa y sorprendentemente, estas mismas palabras se pueden aplicar con exactitud a César Dávila Andrade, como lo destacaremos más adelante.

Manuel Aznar (79) destaca que el esteticismo modernista bohemio o de la poetambre tuvo inequívocamente una significación antiburguesa, al mismo tiempo que fue aristocráticamente artístico. Para los modernistas ejemplares, el modernismo representaba la estética del anarquismo literario, de la protesta anti-burguesa:

Lo dramático –y, en algunos casos trágico– es que, heroica en su pureza anarco- aristocrática, la poetambre modernista se consagró a una religiosidad artística en donde el mito idealista de la creación y el culto a la belleza –en absoluto incompatible con la defensa de una Justicia social–, eran valores sublimatorios de una hosca y negra cotidianidad, la de su proletarización, que soportaban con desafiante y agresivo orgullo.

El mito de la “creación” antes que de la producción literaria, estuvo vinculado a la inspiración, y por tanto, en contradicción con el trabajo considerado una acción filistea. Por esa razón, los modernistas bohemios trabajaron por “amor al arte”, lo que constituía un lujo heroico para un proletariado que de esta forma solo podía aspirar a engañar el hambre con cafés y medias tostadas.

En estas circunstancias, algunos escritores socialistas de Madrid, cercanos a este tipo de bohemia y agrupados en torno a la revista Germinal, se empeñaron en desmitificar el aristocratismo artístico, y por tanto en la dignificación socioprofesional de su oficio, lo que suponía la organización de la lucha del proletariado literario modernista contra la explotación editorial. No obstante, la poetambre renunció heroicamente al posibilismo profesional que representaba el trabajo periodístico, cerrándose así las puertas a unos ingresos literarios mínimos en la convicción de que colaborar en la prensa era una manera de prostituir la musa a la necesidad. Los menos heroicos, la mayoría de aquel proletariado literario, fueron víctimas de una brutal explotación que soportaba con estoica resignación, puesto que la poetambre modernista madrileña estuvo condenada a ocupar sus días en oscuros subempleos editoriales: arar cuartillas, hinchar telegramas periodísticos o “perpetrar” traducciones. En definitiva, se trataba de “una actitud resistencialista que, en rigor, era una forma de suicidio lento, de resentimiento y amarga frustración, caldo de cultivo para toda suerte de tragedias sordas que, a veces, estallaban en solitarias rebeliones anarquizantes que traducían su impotencia y desesperación” (79-80).

Por las claras conexiones con el modernismo nacional y a través de ellos con el modernismo hispanoamericano, así como por la cercanía histórica, cultural y social del ambiente ecuatoriano con la realidad española, el estilo de vida que asumió César Dávila Andrade presenta claras coincidencias con el modo de vida que había caracterizado a los máximos exponentes de la poetambre modernista madrileña.

Las similitudes empiezan con el rol de proletario que asumió Dávila Andrade durante buena parte de su vida. Desde muy joven hasta su partida a Venezuela en 1949, su condición laboral fue claramente proletaria. En su ciudad natal César trabajó en las ocupaciones más humildes que se puede imaginar, desde obrero de la fábrica textil “Pasa” hasta camarero, pasando por la de conserje y según algunos comentan, cuidador de servicios higiénicos públicos.5 Al llegar a Quito, en 1944, Pedro Jorge Vera lo nombró para ocupar un modesto cargo en su oficina, una especie de mensajero. Para entonces, Vera se desempeñaba como secretario de la entonces Asamblea Constituyente (Arízaga). Posteriormente, Dávila Andrade accedió a un trabajo más digno e “intelectual” en el mismo año de 1944, esto es, el de corrector de pruebas en la recién fundada Casa de la Cultura. No obstante, es necesario tener en cuenta que en la época de la imprenta de tipo o linotipia existente en ese entonces, el corrector antes que un oficinista era un obrero que trabajaba junto con los prensistas en el mismo taller de las máquinas de impresión. De esta manera, Dávila Andrade pasó de simple proletario a proletario intelectual.

Galo René Pérez (2007) quien trabajó con César en la reciente inaugurada Casa de la Cultura en el mismo año de 1944, recuerda con claridad en qué consistía el trabajo de Dávila Andrade. Su función de corrector de pruebas de los libros que empezaba a editar la Casa de la Cultura, era una actividad solitaria y además humilde, porque parte de ese trabajo consistía en empaquetar los ejemplares para su distribución en librerías y para sus envíos postales. Trabajo para el cual no necesitaba sino una mesa tosca y una silla.

Dávila Andrade permaneció en esa humilde función durante su estadía en Quito entre 1944 a 1949 por propia decisión y a pesar de las ofertas que se le hicieron de incorporarse como funcionario u oficinistas a ciertas dependencias del Estado; propuestas realizadas por algunos intelectuales que admiraban su poesía. La insistencia de César por permanecer en su labor de corrección de pruebas en la Casa de la Cultura, se explica por cuanto esa actividad le permitía hacer lo único que él deseaba: escribir poesía y cuentos.

Su hermano Olmedo destaca este hecho:

Cuando recién entró a la Casa era corrector de pruebas y escribió el poema “Canción al árbol derribado” que salió en la revista Letras. A partir de entonces, la gente de La Casa se dio cuenta de la calidad de poeta que era, y le asignaron un cuarto que quedaba en la parte posterior del edificio de la García Moreno. Le recomendaron que de allí no se salga, porque siempre se escapaba con los amigos a las guaraperías con mucha frecuencia. Benjamín Carrión le dijo que ya no era obligación hacer correcciones, que lo haga solo si lo quería hacer.

Leonardo Romero (1993) sugiere que el literato bohemio de alguna forma expresa la exigencia de profesionalización del escritor, de aquel que quiere que la sociedad le permita hacer lo único para lo que está preparado y es apto: escribir.

Jorge Enrique Adoum (2003, 184) recuerda en sus memorias que en una ocasión que César Dávila Andrade ingresó al hospital a consecuencia de sus excesos alcohólicos y descuidos alimenticios, uno de los enfermeros para inscribirlo en el registro de enfermos le preguntó cuál era su profesión y César respondió: “La poesía”. “No es eso lo que le pregunto –replicó el enfermero– sino en qué trabaja”. “En la poesía”, volvió a repetir. Entonces otro de los enfermeros, sugirió: “Ponle periodista”. Este deseo de profesionalización del quehacer literario y poético se expresaba también en la designación de “poeta” con que en la Casa de la Cultura se le llamaba a Dávila Andrade, siendo muy raro que se lo tratase por su nombre (Pérez 2007, 97).

Sin embargo y al mismo tiempo advierte Leonardo Romero (1993), la bohemia constituyó de alguna manera una resistencia a la funcionarización, esto es, a encontrar un puesto en la Administración Pública que se consideraba un modelo de éxito social, pero con lo cual la literatura quedaba para el tiempo libre. El escritor bohemio no quiso ser un escritor del tiempo libre, un escritor por hobby o afición, sino a tiempo total. Evitar la fórmula de la funcionarización y asumir el trabajo de la escritura sin ataduras, fue el modelo de vida propio del escritor bohemio.

En el caso de César Dávila Andrade, el rechazo a la funcionarización fue ejemplar. Nuevamente debemos a Jorge Enrique Adoum (2003, 185) el relato de una admirable anécdota al respecto. En una ocasión, al parecer ciertos amigos con influencias le consiguieron un puesto en el Ministerio de Relaciones Exteriores. El ministro de ese entonces, Carlos Tobar Zaldumbide, que lo admiraba mucho, habría expresado: “lo único que tiene que hacer es presentarse a firmar el registro de entrada y salida y que pase el día escribiendo versos, si quiere”, pero César Dávila habría rechazado el cargo, señalando que no podía desatender “sus otros asuntos”.

Más tarde en 1953, cuando César Dávila atravesó por una profunda crisis matrimonial y volvió nuevamente a Quito donde permaneció algunos años hasta 1958 y retomó su vida bohemia, algunos de sus amigos le buscaron un nuevo trabajo, esta vez como secretario del Congreso, pero nuevamente César Dávila rechazó tal posibilidad. De ahí que un periodista venezolano habría comentado a raíz de su muerte: “No servía para funcionario. No entendía que primero hay que cumplir con el horario que nos piden, para después hacer la vida verdadera” (G.H. Mata 1969, 70).

La negativa de César Dávila Andrade por acceder a un empleo público y su decisión de mantenerse en un empleo humilde, supuso la autocondena a una vida de limitaciones y pobreza. Tal era su situación económica, que cuando su hermano Olmedo lo visitó en Quito por primera vez, quedó sorprendido del cuarto en que vivía, dentro de un conventillo ubicado en el sector de La Marín:

Era una especie de sótano, con un ventanuco de vidrio grueso que daba a la calle. Era un cuarto largo, pintado el zócalo de azul y las paredes de color crema. Entramos y prendió la luz y vi una cama de conscripto, cobijas y ropa de soldado. Como él no tenía ni cama, el marido de la señora que le había cedido el cuarto le había llevado una cama del ejército. Se veía una mesa con unos cuatro libros y en un clavo, colgada una corbata, en otro clavo colgada una camisa. No tenía más. No tenía ropa, solo se veía una maleta vieja y unos papeles botados.

La fascinación por la noche


Otra de las actitudes vitales que aproximó a César Dávila Andrade con los bohemios heroicos franceses y españoles y que se tornó en estos un comportamiento simbólico fue la fascinación por la noche y sus habitantes marginales. Vocación noctámbula que en la cultura intelectual occidental inauguraron los románticos, continuaron los bohemios franceses y los modernistas hispanoamericanos.

Sin embargo es necesario aclarar que Dávila Andrade no persiguió la noche alumbrada, moderna e industrial, sino la noche oscura, natural, premoderna. El poeta azuayo no buscó la noche iluminada del placer burgués a la que eran tan proclives los futuristas italianos y los impresionistas, y en su época y sociedad, los escritores aburguesados. Dávila Andrade buscó siempre la oscuridad marginal, primigenia; precisamente aquella atmósfera en la cual están ambientados algunos de sus mejores cuentos, en fin, “la profunda llanura de la noche” como él mismo la definió en el Poema No 1 del libro Espacio me has vencido, escrito en plena época de la bohemia quiteña:

Ahora sí, Tú puedes ya mirarme.
Soy compañero de los ofendidos;
De las almas oscuras que transitan
La profunda llanura de la noche
Amando tristemente los abismos
Y las jaurías cárdenas del vino.
Ahora sí, Tú puedes ya mirarme…

La actitud del poeta azuayo frente a la noche estuvo muy próxima a la experiencia que tuvieron los románticos; pues no hay que olvidar que el entusiasmo de los futuristas por la electricidad, a la que consideraron un milagro, fue precisamente una reacción contra la penumbra del romanticismo tardío, su vaguedad y su lánguido torrente de emociones tenebrosas (Al Alvarez 1997).

Varios son los testimonios de los amigos cercanos a Dávila Andrade que hablan de su adicción a los lugares más marginales y sórdidos de la ciudad, lejos de los barrios opulentos donde la iluminación de la noche había triunfado. César, como señala Jorge Enrique Adoum en sus memorias, era habitué de las cantinas más abyectas frecuentadas por rateros e indios cargadores, y los más tristes lupanares atendidos por prostitutas desdentadas. Lugares de los extramuros urbanos, apenas iluminados por luces mortecinas; sitios que representaban de alguna forma una suerte de resistencia a la obsesión burguesa por iluminar la noche con fines de control social.

Pero sobre todo, la conversión de César Dávila Andrade en un ser noctámbulo fue parte de su rol trasgresor, comportamiento que definió a la bohemia literaria en Europa y América.

Para la visión burguesa la oscuridad comporta un problema moral, que se deriva de las concepciones griegas y cristianas. Según estas, el día y la noche son expresiones de contrastes eternos entre el bien y el mal, la forma y el caos, el macho y la hembra, la razón y el instinto, lo apolíneo y lo dionisiaco, en fin, entre Dios y el Diablo. En esos fundamentos se apoya la sospecha de que los individuos que trasnochan no andan en nada bueno. Existe la creencia predominante de que quienes se escudan en la oscuridad, es porque lo que están realizando no puede soportar el escrutinio del día. Antes del triunfo de la iluminación de la noche –hasta bien entrado el siglo XIX para el caso de Europa o hasta las primeras décadas del XX para el caso de América Latina– se creía que la noche solo era:

[…] el receptáculo de terrores, portentos malignos y violencia, un área desaconsejable donde mandaban los criminales, los duendes y otras la fuerzas oscuras; un lapso en que la gente respetuosa de la ley echaba cerrojo a la puerta y con una sola vela se apretujaba en torno al fuego antes de irse a la cama (Al Alvarez 1997, 30).

Por tanto habrá que concluir que los noctámbulos son per se, individuos transgresores. Los compañeros de bohemia de César Dávila en Quito, como los bohemios franceses y españoles, desplegaron sus actividades de desobediencia de taberna en taberna, acabando por lo general en las comisarías, lo que expresa el conflicto con el orden establecido. En aquellas reuniones solían echar pestes contra la burguesía, la casta dirigente o del intelectual que se había instalado en la vida pública. Muchas son las anécdotas recogidas en las memorias de aquellos escritores y artistas compañeros de César Dávila que hablan de frecuentes encarcelamientos.

Otro rasgo que subraya el carácter transgresor en Dávila Andrade y su similitud con los bohemios heroicos franceses y españoles fue la vestimenta. Los bohemios de Europa meridional se destacaron por su indumentaria ajada y su desaseo personal. En suma, una vestimenta pobretona y un aspecto desaliñado. Pues, como bien señala Alfonso Zamora (1993), la conducta bohemia surge para asustar al burgués y al filisteo, de ahí la urgencia de llamar la atención, escandalizar u ofender a aquellos. Los bohemios se visten de manera no ortodoxa, estrafalaria o, simplemente, evidencian desarreglo y descuido en la misma.

Adoum (2003, 183) narra que en alguna ocasión, en un café quiteño, los amigos de César Dávila Andrade tuvieron que desvestirlo a la fuerza y “quemar su camisa que ardió como un fósforo o un mosquitero, mientras Eduardo Kigman, le ponía la suya”. La suciedad y la mugre habían convertido la camisa del poeta en un material inflamable.

Otro comportamiento trasgresor de los bohemios heroicos franceses y españoles se evidenció además en la compañía frecuente de gentes marginales: parias, rateros, prostitutas, cargadores, vendedores ambulantes, etc., gentes con los que Dávila Andrade, desarrolló por sobre todo, entrañables amistades.

Vivibebía en los sitios más sórdidos de la otra oscuridad, la del vicio, y se le adivinaba una vida secreta de la que nadie tuvo jamás pruebas… Pero era seguro que atravesaba las cantinas más abyectas frecuentadas por rateros, explicándoles el amor universal; los increíbles lupanares de desdentadas diciéndoles que su vientre era un montoncito de trigo cercado de lirios y hablándoles del cuerpo astral, y de allí salía, iluminado, intacto, con su poesía hermética, esotérica, pura (45).

En 1947 Mentor Mera realizó una descripción del poeta azuayo en la que se resume y destaca su estilo de vida trasgresor y noctámbulo:

Lánguido, doliente, frágil, encarcelado en su efímera envoltura de arcilla humana, César Dávila suele aparecer –espectral habitante de la noche– en los torreones de la Plaza del Teatro, para la tertulia magnífica con los murciélagos, las malabareses, los nocheriegos y los juglares. Para César no se inventó el calendario […] Ni el tiempo, ni la realidad, ni la necesidad, ni la adaptación, existen para este poeta cuyo caso es de un patético y doloroso dramatismo. Altivo y orgullosamente, Dávila se ha marginado del cotidiano vivir. No tiene casa, ni ruta, ni ocupación, ni programa. Tiene solamente el jardín azul de su poesía […] Una angustia grande y solitaria […] Una angustia en cuyas lúgubres profundidades se asoma Dios como una fosforescencia azul de fuego fatuo (Noboa 1993, 85).

Este estilo de vida, marginal, noctámbulo y trasgresor, supuso para muchos de los bohemios heroicos un final trágico. De ahí que una de las justificaciones que tuvo la esposa de César Dávila Andrade, inmediatamente luego de su matrimonio en 1949, para insistir en el traslado de su esposo a Caracas, fue precisamente el temor que el poeta terminase trágicamente muerto en alguna madrugada quiteña de insistir en su vida bohemia, como había sucedido con uno de sus compañeros de bohemia cuyo cadáver había aparecido en una de las quebradas de Quito.6

Sin embargo, para poetas bohemios como Dávila Andrade, la vida noctámbula no solo fue un gesto contra el poder controlador y la moral dominante, sino también un medio para acceder y experimentar vivencias más plenas de sensibilidad y percepción en busca de objetivos trascendentes.

En la noche las dimensiones del tiempo y espacio parecen más amplias; la multitud disminuye y el ritmo se aquieta. Las personas suelen ser más amistosas, quizá porque son menos, y porque los insomnes mantienen una fraternidad particular; es la logia de los que combaten el sueño mientras el resto duerme. Aquella cordialidad, parece relacionada con la agudización de la percepción. Sin duda, en la noche las personas son más perceptibles y sensibles (Al Alvarez 1997).

No obstante, es necesario tener en cuenta que a la par y simultáneamente que occidente inició la exploración y colonización de la noche en el siglo XIX, empezó la exploración de las tinieblas de la mente o del alma, de esa “noche interior” como la llamó Novalis. Aunque bien es cierto que antes del triunfo de la iluminación artificial de la noche, ya la búsqueda de conocimiento y el autoconocimiento se convirtió en una actividad noctámbula. Baste recordar que Montaige o Milton y todos quienes se asumieron como “pensadores” estudiaron por la noche; actividad considerada superior y motivo de orgullo para sus protagonistas. En el ambiente nocturno, como bien destaca Al Alvarez, aquellos estudiosos se tornaron más perspicaces, sensibles y agudos, logrando penetrar en los misterios de la vida y del hombre; pero sobre todo, su sensibilidad religiosa se agudizó, y por tanto, su inclinación metafísica se despertó. A partir de entonces, el trabajador intelectual nocturno devino en una suerte de iniciado.

Para los románticos, con Novalis a la cabeza, como destacaría Albert Béguin referido por Donají Cuéllar (2002, 66-67) la noche fue la gran reveladora, “la fuente oculta de nuestros sentimientos y de las cosas, el tesoro infinito en el cual […] surge todo un mundo de imágenes. Los ojos del sueño se abren en las profundidades y se descubre la vida más secreta, el reino divino donde solo penetra la intuición”.

Al decir de Donají Cuéllar, los románticos alemanes asumieron y creyeron que el sentimiento, la creación poética y el sueño son vías por las que se podían acceder al “todo”; un absoluto metafísico que no es susceptible de comprenderse o analizarse mediante la razón sino solamente de experimentarse a través de los sentidos y la intuición. Ese absoluto fue formulado por Novalis en la triada noche-madre-amada. El poeta alemán creyó que el acceso al absoluto le permitiría llegar al conocimiento exacto de la naturaleza o “mundo exterior”, después de haber indagado la naturaleza propia, el “hombre interior” o la “noche interior”. Novalis creía que la transformación interior del hombre conduce necesariamente a la transformación del universo. Para esta poética, el conocimiento resulta igual que para Aristóteles, revelación de un orden superior.

La fascinación por la noche fue retomada con pasión por los modernistas, a partir de la recuperación de la poesía de Novalis y el entusiasmo por los nocturnos de Chopin. Las obras del poeta alemán fueron difundidas en México por Amado Nervo, y la música del compositor polaco por José Asunción Silva en Colombia. Silva se dejó influenciar notablemente por los “nocturnos” de Chopin, melodías que le tocó escuchar y vivir cuando estuvo en París, de ahí que decidió utilizar el término para su famoso Nocturno de 1894. De regreso a Bogotá, en 1910, se dice, que el poeta hacía reuniones con el piano al fondo y la música de los nocturnos en el atril.

De esta manera, los poetas modernistas se detuvieron en la contemplación de la noche, ya sea para exaltar su paisaje, o bien para expresar emociones relacionadas con la soledad, el miedo, la angustia, la muerte, el amor y el erotismo, en poemas que llamaron “nocturnos”. El origen y la inspiración de estos poemas fueron, por tanto, eminentemente románticos.

El estudio de los “nocturnos” pertenecientes a los máximos exponentes del modernismo hispanoamericano, le ha permitido concluir a Donají Cuéllar que la experiencia del conocimiento presente en los nocturnos, dio lugar a una trayectoria inversa a la que propuso Novalis. El paisaje nocturno propició estados introspectivos que no revelaron un orden superior sino la emoción y la situación existencial de cada autor. Dicho en otras palabras, las vivencias y la reflexión sobre la noche que desplegaron los poetas modernistas, no los acercaron al absoluto metafísico, como deseaba Novalis, sino al conocimiento de sí mismos.

La experiencia con la noche que tuvo César Dávila Andrade, dos décadas más tarde que los poetas modernistas, tuvo también como resultado una experiencia igual. Pues, a la par con su inclinación noctámbula se desarrolló su capacidad de introspección a tal grado que él mismo la definió como hundirse en sí mismo, según se destaca en el poema “Carta a la Madre” escrito en los años de bohemia en Quito:

Dime qué piensas de este hijo.
Te salió tan extraño.
Renunció todo aquello que los otros ansiaban,
Y se hundió en sí, tanto, que quizá no es el mismo…

Sin embargo y al mismo tiempo, esa búsqueda interior o necesidad de autoconocimiento, lo llevó por el sendero que había trazado Novalis. Pues, contribuyó a afirmar en el poeta cuencano su vocación metafísica, afirmándose su afición por las doctrinas orientales y esotéricas. Fue así como en la noche quiteña nació el personaje del faquir.

G. H. Mata (1981) cuenta que el sobrenombre se lo puso el escritor cuencano Alfonso Cuesta y Cuesta en una taberna de Quito, una ocasión que Dávila Andrade se había puesto demasiado pesado con los asuntos de las ciencias ocultas y demás cosas del Zen; fue entonces cuando Cuesta y Cuesta le amonestó diciéndole “cállese faquir”, con el ánimo no de elogiarlo sino de zaherirlo.

Lo cierto es que por aquel entonces, César se volcó con mucha pasión al estudio de las doctrinas orientales y esotéricas seducido por la metafísica y lo absoluto. Filoteo Samaniego (1993, 23) quien lo conoció a fines de la década de 1940, señala que para entonces César se había “empapado de filosofías de oriente y presumía de sus poderes de pensamiento y hasta de su fuerza física decuplicada gracias a gimnasias y ejercicios de internas y rituales disciplinas y concentraciones, convencido de su capacidad de faquir realizado”.


El sentido de la dipsomanía daviliana


Desde remotos tiempos, en la cultura humana, la ebriedad ocasionada por el alcohol fue considerada una forma de elevación espiritual, un estado de afinamiento de la sensibilidad y la lucidez. De ahí la definición del vino y los licores como bebidas espirituosas. Sin embargo, a partir de Baudelaire, la relación entre alcohol, drogas y creación poética se convirtió en convicción y teoría, y fue fielmente seguida por la bohemia francesa de la post-comuna, con Rimbaud a la cabeza y, posteriormente, por los modernistas hispanoamericanos.

Baudelaire insistió en el valor de los sueños, en la importancia de la facultad de soñar para todo creador, por lo que empezó a experimentar diversos métodos con el fin de desarrollar dicha facultad. Baudelaire creía que la facultad de soñar es divina y misteriosa porque mediante el sueño el hombre se conecta con una realidad profunda, con el alma de las cosas, la fuente de la belleza (Starkie 2000). La necesidad de comunicarse con ese mundo lo llevó a él, luego a los poetas malditos, y más tarde a los modernistas hispanoamericanos, a buscar las drogas y el alcohol con la esperanza de alcanzar por esos medios la capacidad estable de soñar magníficamente.

Por una experiencia sencilla aquellos poetas sabían que una pequeña cantidad del alcohol era suficiente para que se soltara la lengua, olvidarse de sí mismo y de sus inhibiciones y, por lo mismo, pensar y escribir con más libertad. De ahí que muchos poetas franceses de la bohemia postcomuna y, sobre todo Rimbaud, empezaron a preguntarse qué alturas lograrían escalar si tuvieran acceso a medios más potentes. El poeta niño se había entusiasmado con la lírica descripción de Baudelaire sobre la alucinación con el hachís. A Rimbaud esa experiencia le parecía liberadora, puesto que todos sus sentidos se agudizarían y serían más capaces de recibir sensaciones. Sus ojos verían hasta el infinito, sus oídos percibirían sonidos de ordinario inaudibles.

Inmersos en esa vorágine, como destaca Starkie, muchos fueron los bohemios a quienes les resultó más atractiva la etapa siguiente: la de la alucinación, esto es, cuando los objetos externos asumen gradual y sucesivamente extrañas formas; cuando los sonidos se transforman en colores; cuando los colores parecen convertirse en música y la misma música pasa a ser una serie de números; experiencia que juzgaron de un valor inapreciable. Según Baudelaire, el delirio conduce al alucinado a un estado superior de sensaciones y de conciencia. En esa situación, surge entonces un pensamiento final, supremo: la alucinación se aproxima y se confunde con la inspiración y la iluminación. De ahí entonces que concluyeran que, si se obtenía beneficios espirituales con las drogas y el alcohol, y éstas eran útiles para la creación poética, no sería entonces un precio excesivo el sacrificio de la compostura y la dignidad.

Rimbaud se convenció que el poeta puede llegar a ser el instrumento en el que puede resonar la música de Dios, pero para acceder a tal posibilidad había que acceder al estado de olvido de sí mismo y, para ello, eran buenos todos los medios que posibilitaran dicho estado: drogas, alcohol y todo lo que pueda sacar al alma humana de su caparazón mortal y lanzarla a la eternidad. Desde esta perspectiva, era bueno todo aquello que impedía el control de la razón y liberaba las facultades de sus normales inhibiciones. ¿Qué importa que esos medios sean venenosos y produzcan inevitablemente la inestabilidad mental? Rimbaud encontró así una seria justificación para depravarse y drogarse, con el fin de acabar con todos los obstáculos cotidianos y todos los diques elevados por la disciplina y la educación en torno a la personalidad humana. Rimbaud escribiría: “el poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todo lo sensible” (Starkie 2000, 158).

Muchos de los poetas modernistas hispanoamericanos –entre ellos los decapitados ecuatorianos– al convertirse en admiradores y seguidores de los poetas malditos franceses, quisieron emularlos en el consumo excesivo de alcohol, ajenjo o licor de absenta, cloral y morfina. Entre los modernistas hubo quienes optaron exclusivamente por el alcohol y, entre ellos, algunos lo usaron con fines alucinativos. Así por ejemplo el poeta y bohemio español Pedro Barrantes escribió a fines del siglo XIX un poemario titulado Delirum Tremens, en el que se presenta dicho trastorno causado por la intoxicación de alcohol y que da lugar a una serie de alucinaciones, como parte de la experiencia esteticista de la bohemia (Aznar, 1993).

Aunque Cesar Dávila Andrade aprendió a tomar en Cuenca de la mano de poetas modernistas y bohemios como Alfonso Moreno Mora, en su estadía en Quito, entre 1944 y 1949, el alcoholismo de Dávila Andrade alcanzó su nivel más supremo. A fines de los cuarenta, amigos cercanos al poeta como Adoum (2003), menciona que el faquir ya olía a guarapo, solía pedir dinero para beber y nadie se lo negaba. Para entonces, César bebía ya sin medida. Su dipsomanía de exceso lleva a pensar que este ya no buscaba tan solo la ebriedad si no la alucinación misma, el delirium tremens en el que empezó a caer con frecuencia. Una anécdota ilustra con claridad esta situación, ocurrida en un hospital de Quito. Una vez que César Dávila presentaba claros síntomas de intoxicación alcohólica fue llevado al hospital por sus amigos, y mientras un prestigioso médico cuencano residente en Quito lo atendía por pedido de Jorge Salvador Lara, el poeta recuperó el conocimiento y se encontró con el facultativo sentado al pie de su cama, lo reconoció y le dijo: “¡Usted! Yo creí que era el Padre Eterno” (Dávila Vázquez 1999). ¿Acaso Dávila Andrade buscaba la alucinación por medio del alcohol como parte de una experiencia de búsqueda espiritual y estética?

Por el relato de Adoum, sabemos que César era muy admirador de Rimbaud, poeta que habría leído desde su juventud, por lo que fue él quien por primera vez les hizo conocer dentro del círculo de amigos en Quito los versos del poeta niño. Adoum menciona que fue César quien les leyó por primera vez en sus reuniones de bohemia con mucha emoción “El barco ebrio”.

Sabemos además que por sus inclinaciones esotéricas, a las que también era proclive el mismo Rimbaud, Dávila leyó los mismos libros que entusiasmaron a aquél y que le sirvieron para construir su concepción acerca de la poesía. En efecto, Dávila iniciado ya en Cuenca en el rosacrucismo, habría conocido desde esa época el libro de Eliphas Lévi que había fascinado a Rimbaud: Historia de la magia (1860). En aquel libro, Lévi convocaba a los poetas del futuro a buscar la iluminación a través de un trabajo que se confundía con el sufrimiento para llegar a alcanzar todo el potencial de que era capaz el ser humano y que se equiparaba con los poderes divinos. Ese sufrimiento fue interpretado por el poeta niño con el desarreglo de todos los sentidos producido por el alcohol y las drogas.

El conocimiento de la obra de Lévi y de las tesis del propio Rimbaud, hicieron que Dávila Andrade otorgue a la poesía y al rol del poeta un significado trascendente. Es probable entonces que en la intensa bohemia quiteña, Dávila se haya planteado la búsqueda de la inspiración o la iluminación poética a través del sufrimiento del alcohol, como una forma de trascendencia espiritual. Bohemia que después del período de 1944 a 1949, volvió a asumir con fuerza entre 1953 y 1958, periodo que permaneció en el Ecuador debido a una profunda crisis matrimonial. En este segundo período compuso uno de sus mejores poemas: “El ebrio”, que luego se publicó en el libro Arco de Instantes (1959). En este texto, César Dávila Andrade ensalza la ebriedad en tanto condición espiritual elevada. La embriaguez es presentada como un estado de gracia, cercana a la revelación y la epifanía. Por tanto, la beodez se asume como un estado de beatitud, una acción como el mismo poeta dice “sin pecado”, en fin, una suerte de comunión (Dávila Vázquez 1999). Es esta precisamente la concepción acerca de la ebriedad que tuvieron los poetas malditos franceses, de la que Dávila resulta tributario:

Ir a pasos rotos sobre ese paso roto que camina solo
Bajo el Ebrio.
Salir en la noche, pálida ya de aurora,
Y elegirse entre los ahogados más humildes en el Señor.
Ir de animal en animal, por ese número, Número en Cruz,
Con la camisa de un velero náufrago
Que nunca ya te tomará en cuenta.
Ir de luna en luna
Con la princesa de carne vestida de yeso.
Amor de astilla que nos avisa al sitio exacto de la Cruz
En el hombro sin ropa.
Caer en el caos de la mujer dibujada ya por cien manos.
Y, caer en la gárgara del Beodo Universal!
Porque el ventrílocuo escribió en un velo
El soliloquio de la mosca,
Ir de oído en oído hacia el Silencio.
Blasfemia de los ebrios,
Desde el líquido idioma de los niños,
Rezas devotamente a la espalda de palo de Jesús.
Temblar como una copa en las manos de un loco
Y temer que la llaga termine
En la hora de la muerte.
Extender el Cielo hasta el otro lado de Dios.
Y extender la carne
Hasta el último clavo del Gólgota.
Hasta que el Ángel se deshaga en papel y en agua.
Y, luego, escuchar: “Esta es mi Sangre”
Y embriagarse sin calor y sin pecado.

En el ensayo “Yoga, magia y poesía” escrito en Venezuela en la década de 1960, Dávila Andrade criticó a Rimbaud su equívoco de querer compararse con Dios, pero no negó que el trabajo poético sea un quehacer que acerca al hombre a Dios y, por tanto, una forma de trascendencia espiritual. En una entrevista concedida por esa misma época afirmó sin ambages: “La prosa se ofrece a los hombres, la poesía a los dioses” (Delgado 1967, 10). En aquel ensayo puso en cuestión la forma o el camino a seguir para lograr dicho cometido, esto es, a través de las drogas y el alcohol, pero ello se explica porque César para entonces se había propuesto superar su adicción alcohólica a través de esforzadas terapias aunque sin éxito.

Solo a la luz de la asimilación de las doctrinas esotéricas y de la concepción poética que de ellas logró desprender –como en su tiempo lo hizo Rimbaud– se torna compresible la adicción alcohólica daviliana. Si no se toma en cuenta esto, fácilmente se juzga el alcoholismo de César como un simple vicio y, por consiguiente, un comportamiento negativo en tanto moralmente reprochable, como lo han hecho desgraciadamente algunos de sus compañeros de bohemia7 y algunos estudiosos de su obra como su propio sobrino Jorge Dávila Vázquez (1998).

Tal conclusión se desprende de la relación entre alcoholismo y creación literaria que plantea la misma obra y vida de Dávila Andrade. A partir del testimonio emitido por Enrique Noboa Arízaga, uno de sus compañeros de bohemia, subrayado por Dávila Vásquez (1999, 95): “Hay que destacar […] y en estricto honor a la verdad que, por el elevadísimo respeto que Dávila Andrade sentía por su obra literaria, nunca, así, literalmente, nunca, escribió ninguna de sus piezas trascendentales de relato o poesía bajo los influjos del alcohol”, dicho autor, deduce que el alcohol anulaba las capacidades productivas y estéticas de César, como se evidenciaría en los poemas que escribió en estado etílico, la mayoría de los cuales son pequeños escritos con evidente desarticulación e incoherencia como por ejemplo los poemas: “Canción a Rita”, “Teresita”, “Para Fany, recordada” y sobre todo “Canción y homenaje”, que según Dávila Vázquez se trata de “poemas menores”.

Lejos de la experiencia y el significado que tuvo la ingesta de alcohol y drogas para los poetas malditos y mordernistas, es evidente que esta afirmación parte de un prejuicio prevaleciente en el medio social, esto es, el hecho de que la adicción alcohólica o la beodez en particular, resulta una condición deplorable, un estado disminutivo y, por ende, una conducta moralmente inaceptable. Dávila Vázquez no recupera ningún elemento positivo del alcoholismo de su tío. Pues, destaca que de una persona bondadosa y tímida, César se convertía en una persona ruidosa, agresiva, díscola, en fin, asumía “su faceta deplorable”. “En sus períodos de bebida no tenía límite alguno, empeñaba lo que poseía, y buscaba la compañía de gentes vagabundas y consuetudinarias” (94).

Sin embargo, si dejamos a un lado los prejuicios sociales en torno al alcoholismo, resulta en primer lugar, que aquellos poemas a los que hace referencia Jorge Dávila no son tan malos como se pretende verlos, sino que obedecen a un estado alucinatorio que si bien no los hace fácilmente comprensibles, les otorga al mismo tiempo una belleza misteriosa.

Pero además, es necesario tener en cuenta que la experiencia alcohólica para un dipsómano, no se reduce al estado de beodez estrictamente, sino que va más allá de ese momento. Si fuese el caso que César Dávila Andrade no escribió nada importante de borracho, como quieren destacar Arízaga Noboa y Dávila Vázquez, las ideas, sensaciones y visiones principales de sus “piezas trascendentales” fueron obtenidas en el clima de la bohemia; solo que el arduo y minucioso trabajo de redacción final y corrección que implica la poesía y el relato, por obvias razones, no podía llevarse a cabo en las mismas tabernas.

Además, la posibilidad de que hubiese escrito algún texto importante en un estado definido por la ingesta de alcohol, sea ebrio, en delirio, en la resaca o en el período de crisis alcohólica definido por un evidente síndrome de abstinencia (al parecer ese fue el caso de Boletín y elegía de las mitas), esto no le quita ningún mérito, a excepción de que se juzgue tal hecho desde una visión prejuiciada y moralista.

La verdad es que como prueban los testimonios de la mayoría de sus compañeros escritores que compartieron algunas noches de aguardiente con César, la obra daviliana debe muchísimo a la bohemia. Al parecer César extrajo de sus noches alcoholizadas muchas ideas que luego de trabajarlas se convirtieron en grandes poemas y magníficos cuentos.

En sus memorias Galo René Pérez (2007, 105) destaca cómo César Dávila Andrade en sus peregrinajes por las cantinas de Quito, donde bebía sin medida, llevaba consigo hojas de papel dobladas para poder anotar y registrar sin disciplinas de tiempo “las expresiones que de pronto le dictaban sus exigencias interiores”. Metodología de trabajo de la que Pérez asegura haber sido testigo en algunas ocasiones. De ahí la expresión de Edmundo Rivadeneira (1967, 15) de que “muchos de sus cuentos comenzaron por ser alucinaciones forjadas en ambientes del bajo mundo, a los que Dávila Andrade, acudía en busca de ´amigos´”. Esta metodología es confirmada también por otro poeta que fue muy cercano a Dávila Andrade, el cuencano Jacinto Cordero Espinosa. Jacinto cuenta que en una ocasión que lo visitó en Quito tuvieron una jornada de 8 a 10 días de bebida en tabernas marginales, entre ellos un lupanar sórdido de la calle La Ronda:

A esos sitios sabía llevar un papel y anotaba todo. A veces estaba hablando conmigo – ambos nos sabíamos decir chazito– y me decía chazito ya te robé la idea y anotaba, diciendo “lo que acabas de decir es una maravilla”. Yo le decía “que vas hacer” y él me decía “un cuento” [...] Como sucede con el loto azul, buscaba la poesía a través de la soledad, la pobreza, la bohemia y el alcohol. Muchas veces lo hacía de propósito. Él sacó su gran poesía de ese mundo del alcohol, los barrios pobres, la miseria y el aguardiente.8

Entre los años de 1944 a 1949 y luego entre 1953 a 1958, la adicción alcohólica del poeta azuayo fue permanente, no estacional o cíclica. Aquellos momentos corresponde a la producción de la parte más elogiada de su obra poética y narrativa que incluye poemarios como: Canción a Teresita (1945), Oda al Arquitecto (1945), Espacio me has vencido (1946), Boletín y elegía de las mitas (1957); cuentos como “Vinatería del Pacífico” (1948), algunos de los relatos de Abandonados en la tierra (1951) y Trece relatos (1955). Mientras escribía estas obras, César Dávila Andrade experimentó las más intensas vivencias alcohólicas a la par que su fuerza creativa y estética alcanzó su más alto nivel.

Es más, bien se puede señalar que los diferentes momentos vitales por los que atravesó Dávila, en sus períodos de bohemia en Quito y luego en Venezuela solo se pueden explicar en función de su cercanía o distancia frente al alcohol. Esta bebida que literalmente se constituyó en un elixir espirituoso para Dávila Andrade, pues definió y marcó su trayectoria vital y literaria.

Debemos concluir por tanto que César Dávila Andrade es el mejor representante de la bohemia heroica en la historia de la literatura ecuatoriana; bohemia que debe considerarse un estilo de vida acorde a una concepción muy clara del trabajo intelectual y literario: el amor y la entrega total a la labor poética, lo que le llevó a rechazar la funcionarización que impedía asumir la escritura como una actividad central y única. De ahí que a pesar de su condición de proletariado intelectual, de su descuido y desarreglo arrabalero de bohemio y noctámbulo, fue portador de un aristocratismo artístico que produjo una poesía sumamente refinada y elaborada, construida con un lenguaje brillante y exquisito en la que se evidencia el culto por la palabra y la belleza y que parece sustentarse en la inspiración y la iluminación. Elementos estos últimos que fueron posibles en las noches alcoholizadas de la bohemia quiteña.

Un vínculo estrecho conecta a Dávila Andrade con los poetas modernistas y los decapitados en particular; nexo que se evidencia no solo en el estilo poético de sus primeras obras sino en su actitud vital y trayectoria de vida, que terminaría, como la de aquellos, en un mismo final trágico: el suicidio.




Notas


* Este ensayo es el informe final de un proyecto que auspició el Comité de Investigaciones de la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador. (N del E).

1 La palabra réfractaire fue utilizada originalmente para designar a los jóvenes campesinos que se negaron a incorporarse a las filas del ejército durante el Primer Imperio.

2 “Amo todo lo extraño, amo todo lo exótico; / lo equivoco, lo morboso, lo falso, lo anormal: / tan solo calmar pueden mis nervios de neurótico la ampolla de morfina y el frasco de cloral…”

3 Entrevista realizada a Olmedo Dávila Andrade en la ciudad de Cuenca el 25 de octubre de 2007

4 Entrevista realizada a Jorge Dávila Vázquez el 24 de octubre de 2007.

5 Entrevista realizada a Jorge Dávila Vázquez, Cuenca, 23 de octubre de 2007.

6 Olmedo Dávila Andrade, entrevista realizada en Cuenca el 25 de octubre de 2007.

7 Olmedo Dávila Andrade, entrevista realizada en Cuenca el 25 de octubre de 2007.

8 Jacinto Cordero Espinosa, entrevista realizada en Cuenca el 24 de octubre de 2007.


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