El principal recurso para volver creíble una trama de carácter policial es la inverosimilitud. Sí. Aunque suene paradójico o incluso descabellado, la propuesta de un caso en esencia inconcebible, convierte a una historia en la mejor compañera de un viaje cotidiano. Es por ello, acaso, que las historias policiales han ganado tantos adeptos en los últimos años, tanto las literarias cuanto las televisivas. Y es por este tipo de necesidades en apariencia intelectuales que al género se lo ha degradado, por más de un crítico, por más de un escritor, como si fuera tela de otro terno. Sin embargo, es por todos conocido que una buena trama en sí es una cualidad estética. Ya lo dijo John Banville: “Basta con dejar que las ganas de devorar el libro no se manifiesten en esas partes de nuestro cuerpo que son las que lo cogen para descubrir que una historia también es belleza”.
El escritor guayaquileño Luis Carlos Mussó nos ofrece una obra, Teoría del manglar, de tintes policiales que tiene además de la inteligencia de su manufactura una serie de atributos que no está de más exponerlos.
Empezaré por mencionar su gran dotación lingüística. Tengo la impresión de que no necesitó mucho para darles una voz a sus personajes y saber qué tono tienen y cómo transmitírnoslo a sus lectores. Cualidad complicada la de hacerle a alguien hablar y que se diferencie del resto, que esas palabras y el tono que oímos remotamente pertenezcan a un personaje dado y no se genere confusiones. Shakespeare fue el gran maestro en esto; hay que ser un gran lector suyo para acertar con esos tonos. Pero también hay que saber oír a la urbe. Ser un voyeur de cuerpo entero. Pegar la oreja a la pared para entender lo que dicen en la habitación de al lado. El narrador, que de pronto es omnisciente y el rato menos pensado se involucra con sus personajes, emplea para ello un lenguaje culto, saturado de estética, de notable estética por el torrente lingüístico con el que explica el paisaje, se contradice al hacerle hablar a estos hombres y mujeres en la voz del guayaquileño, en su voz natural, la de la calle, la que está y ha estado en los báratros esquineros de Guayaquil.
Sin embargo, el aspecto que en primer lugar asalta a nuestra inteligencia es la capitulación que emplea. Se trata de una partida de ajedrez, recurso este que, evidentemente, lo que hace es invitarnos a jugar.
Jugar ajedrez no es jugar cualquier cosa, es ceder el espacio y el tiempo al pensamiento, a la imaginación, a ocupar el sitial del prójimo, a involucrarnos con las limitaciones y las habilidades de nuestros oponentes que resultan ser las mismas de nuestras huestes. Jugar ajedrez es más que jugar porque se trata de una estrategia, la de resistir y pretender que no se tiene la más remota noción de cómo triunfar. El ajedrecista por excelencia no es aquel que ataca dementemente, es aquel que evade los embates del enemigo, que siente las pulsaciones y el porvenir de sus ejércitos, que puede adivinar el futuro. Sí, el ajedrecista es un profeta en tierra ajena y en su propia tierra.
Mussó, sin embarazos, nos mete en un ambiente sórdido.
Siempre me ocurre que cuando acabo un libro hay un sentimiento que prima por sobre los demás, aunque sean muchos los que se agolpan en mí. Mussó surtió un efecto contradictorio, o que en muchos casos significa desorden pero que en ocasiones especiales es todo lo contrario. Sentía que había dado con el criminal y que en mis tímpanos resonaba el Ruiseñor de América, Julio Jaramillo, pero me quedaron cabos sueltos, como el por qué una mujer no puede amar a un hombre aunque sea el hombre más imperfecto del mundo, y es que, si citamos a Hegel, solo amamos lo imperfecto, porque lo perfecto nos es inconcebible y huimos ante eso que puede llamarse belleza. Tras verme abducido por la historia, noté que era una historia que se desmembraba en su propio intento de juntarse. Era parecido al amor, ante el que hemos desaparecido para ceder el primer plano a otro ser humano. Leer es amar, entonces, sí, y en este caso podemos descubrir nuestra capacidad de amar a una ciudad. Mussó cuenta una historia y con esta nos trae al presente una ciudad convulsa. Es más, contrariamente a la mayoría de las historias contemporáneas de narradores ecuatorianos, en Teoría del manglar hay una trama y no tiene mucho que ver con el autor. Se alega, y no sin razón, que ningún autor sale indemne de la obra que crea, sin embargo, los escritores de historia policial consiguen camuflarse muy bien; es más, si no lo consiguieran, de antemano su historia sufriría desperfectos porque no se lo podría creer a cabalidad.
¿Cómo construir Guayaquil?, parece preguntarse Mussó. Lo hace a grandes bocanadas. Sus párrafos, en esto muy faulknerianos, nos obligan a tragar una elevada dosis de oxígeno para resistir hasta el final. Nos quita el aliento. Quitar el aliento es la manera precisa de sorprender. Novela policial sin sorpresa es como mago que no devuelve el pajarillo desaparecido, que lo deja en la nada. Mussó nos devuelve entonces, con magia, a Guayaquil, ese puerto que como toda ciudad sufre en sus esquinas porque no quiere que sean sus límites y porque como ser viviente trata con pujanza de vulnerarse, de expandirse, de contagiarse.
Estamos ante una proliferación de imágenes que sobrecoge. Es fácil, mientras se lee, asistir a la ensoñación de una persona que se detiene en el paisaje y que de súbito siente el aroma, que no sabe de dónde proviene, de un encebollado remoto. Mezcla de profusión y de sensualidad. Combinación precisa de táctica y olfato. Un detective, digámoslo de una vez, no puede carecer de estas fuentes que alimentan su labor: un proceso lógico (he aquí la razón última e imprescindible de la partida de ajedrez que rige a esta novela y su devenir) y una astucia agudizada durante mucho tiempo al punto de que con un gesto, un movimiento o una omisión, lo pueda captar al vuelo.
La historia no es sencilla. No es sencillo ningún crimen. El crimen conlleva aquella parte de nostalgia de quien lo investiga que intenta comprender los móviles así como los sentimientos de impotencia de los deudos. El detective reconstruye siempre, mental, emocionalmente, la escena del crimen. Se mete en su personaje. Pero su personaje es muchos. Es el criminal. Es el ajusticiado. Es la gente que conoce la historia y trata de acertar intuitivamente con quien delinquió. Es él mismo en intento raudo por verse en ese momento y saber, adivinar qué pasos irá a seguir que sean los correctos. El detective, por eso, siempre tendrá algo de nostálgico. Siempre estará en espera de una revelación. Y el arte de un buen escritor de tramas policiales es convertirlo al lector en ese detective. La lectura de Teoría del manglar nos depara muchas sorpresas, entre ellas, la de encontrarnos con nosotros mismos en algunas de sus partes, en las mejores, acaso.
¿Qué podía darnos Guayaquil que no nos diera J J?, parecería ser la pregunta retórica, leitmotiv de la novela.
Con una dosificación, que en el caso de Mussó se puede leer como sofisticación, nos adentramos en el mundo de un policía, el mayor Quirós, que no es tan filántropo como quisiéramos y que nos da la impresión de siempre estar a un paso de saltar al abismo, y para hacerlo tenemos el pretexto adecuado: un cuerpo encontrado, por el Cantante, en una heladera. Lo mismo nos sucedió más de una vez con la idea de Philip Marlowe, con la diferencia de que Marlowe lo habría hecho por amor, habría brincado, se habría emocionado al saltar, o por un sentimiento de justicia, aquel que lo tenía tan exacerbado que podía considerarse, desde una óptica psiquiátrica, como una patología digna de estudio. Menciono a Marlowe no porque sí. Lo hago a sabiendas que era presa de la obstinación, que seguía su instinto, llevase donde lo llevase, por más que siempre estuviera vencido de antemano. En este caso, sucede lo mismo. Hay en las palabras de Mussó mucho detenimiento. Cuando lo leemos, las cosas se detienen para hablar. El mundo sigue afuera, en la calle, con mucha gente que por no saber qué hacer hace todo lo que puede con todo lo que encuentra al paso. Gente que, parecería decirnos el narrador de la historia, de manera especial cuando no se dirige a nosotros sino le habla a sus personajes, siempre busca construir su paraíso personal, y así aprende a borrarlo del paisaje.
¿No es la literatura siempre freno? Hay que contenerse para contar. Y Mussó se contiene mucho, y es por esa razón que en estas páginas vierte toda una realidad y deja la impresión de que nada se le ha escapado. “Lo que desintegra al mundo es la palabra”, parecería asegurar. Y nosotros le creemos, porque esa palabra certera le está dando la razón.
Existe un inconveniente al comentar una novela de corte policial. Y es que la mayoría de las veces se trata de una obra cuyo aspecto principal es la trama y hablar de la trama es desenredarla, lo que nos aproxima siempre, muy cerca, de la conclusión. Este inconveniente se suprime con Teoría del manglar gracias a la habilidad del autor y a su indagación estética.
Hay varios ejemplos en que se ha utilizado a un personaje reconocido para que resuelva un crimen. En La interpretación del asesinato es Freud con la ayuda de su hasta entonces incondicional Jung. En Los crímenes del mosaico es Dante.
Toda novela gira entorno a un personaje. Alrededor de este se generan los conflictos o se distingue la excentricidad. Las mejores novelas son aquellas en las cuales el lugar en el que se ubica al individuo es una extensión suya. Ya sabemos, por Borges, que la memoria y la pronosticación son formas de la imaginación. En una ciudad uno debe recordar y debe anticiparse gracias a ese recuerdo diáfano. Luis Carlos Mussó, con astucia, nos enseña a Guayaquil, retrata a su urbe de una forma sombría. En ese aspecto, la literatura policial abona para que una ciudad sea desentrañada, para que se le vea las costuras que tanto vamos hilando quienes las habitamos. Guayaquil en las manos de Mussó es un ser que enseña más de lo que tiene y guarda con sobra lo que no tiene.
Es entonces, cuando las cosas están claras, cuando el devenir de los personajes de Teoría del manglar nos resulta evidente, que el lenguaje toma la posta. Se puede leer: “La noche se grapaba al horizonte con afectada malicia...” o “La noche era un cepo donde calzaban los tobillos y las muñecas de la población...”; es cuando verificamos en casi toda la novela esa propensión del autor hacia la nocturnidad. Hay una oscuridad que no es total, en algún rincón de la habitación donde sus personajes hacen de las suyas, hay una lámpara encendida. Da la impresión de que en cualquier momento uno de ellos se aproximará a ella y tratará de frotarla en procura de pedir un deseo. Pero siempre se resisten, como si gritaran “Para qué intentarlo”. Son, entonces, hombres de la resistencia. Jota Jota lo fue. Resiste aún los embates de su propia genialidad.
Cada capítulo, con excepción de aquellos que son expresamente dedicados a un escritor, dígase Kafka, Céline o Monterroso, es un movimiento ajedrecístico (siempre será inevitable recurrir al verso “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza?”). El destino, que se llama Luis Carlos Mussó, da con la impronta de un caso que con el acaecer de las palabras se va haciendo más confuso en tanto se intenta resolver. Es este el momento en que la novela se transforma en una historia negra. Cuando el detective no logra conciliar el sueño, cuando no consigue que las piezas calcen en su lugar y que el tablero se resuelva por un jugador. En una partida de ajedrez se puede perder, y a eso se atiene el lector de esta novela.
Se trata de una novela diáfana pero a su vez enrevesada. Consigue extrañamente que las dicotomías comulguen. Mussó es uno de esos escritores obsesionados. ¿Se parece a como lo imaginamos al leer sus libros? Posiblemente se parezca más de lo debido, si es que eso es posible. La pulcritud de su escritura, la presencia, de la que no puede negar, de la poesía en su relato, demuestran a un hombre que viste camisa de mangas cortas como nosotros vemos el cielo, con absoluta displicencia, como si no pasara nada en hacerlo.
No es casualidad que la literatura policial casi siempre esté atravesada por una historia de amor. Es entonces cuando corremos el riesgo de confundirla con la novela negra, llevada a sus niveles óptimos por Chandler y Hammett y, últimamente, por el excepcional James Ellroy. En estas historias entra en juego (pocas veces mejor empleado el término: juego) la ética y el sentido de la justicia de un personaje. El amor lo invade todo. Se convierte en la piedra de toque, en lo único que no puede ser revertido ni por la violencia ni por el egoísmo y menos por la coima rastrera y política. El amor es la única prueba viviente de que aquel que vio sangre a borbotones todavía tiene un poco adentro suyo, y que fluye.
Teoría del manglar es una novela policial, pero tanto aspiró a ser una novela policial que terminó convirtiéndose en una historia en la que los amores trascienden y policiacamente hablando se “trasfondó”. Y el amor, que como sabemos no tiene límites aunque sí fronteras, es un deleite desde carnal hasta melódico. En esta novela el sonido del Río Guayas está vigente como en pocas novelas. En esta novela el silbido de un sospechoso a la sombra de la esquina nos eriza la piel. En esta novela el sonido de un cuerpo que se quiebra para caber en una heladera parecería el crujir de alguien que se trona los dedos antes de ponerse a trabajar. En esta novela, ese manglar que urde sus raíces por debajo de la tierra, crece y crece hasta convertirse en Guayaquil, ciudad amada.
Porque Luis Carlos Mussó ama a su ciudad y por ello, tangencialmente opuesto a Durrell pero animado por las mismas intrigas, la retrata, hace de esta el recinto sagrado cuyos sellos alguien vulneró hace tantos, tantos años que siempre parece que hubiera sido ayer.
Uso estos juegos verbales, paradójicos, para entrar un poco en el ambiente, paradójico, de una novela que es curiosa por sus matices, por ese laberinto verbal que armó su autor y cuyos narradores (hablo en plural porque de ser un narrador omnisciente pasa de pronto a ser alguien que impera, que manda y alecciona a sus personajes, haciéndoles cantar –en el otro sentido, en el de delatar– las artimañas que nunca han pretendido mantener escondido) siguen al pie de la letra, radica en los títulos y subtítulos de sus capítulos. Con gran sentido de la ubicación (ya que todo ajedrecista lo primero que tiene que hacer es ponerse en su propio lugar), nos atrae a donde está apostado: un recodo de una calle guayaquileña, la silla vacía de la mesa en la cual juegan póker o el libro al cual el autor hace alusión en algún que otro momento, brindándoles a sus personajes las características de, además de todo, intelectuales que rastrean las huellas del crimen gracias a libros leídos. Hablar como quien lee libros. Escribir como quien lee libros. Leer como quien lee libros. Todo sigue sonando paradójico.
Algo singular de estos personajes, que no sé si es una característica común del guayaquileño, es que siempre parecen estar a punto de divulgar el secreto del otro. Hay una sensación que no agota al lector de que el rato menos pensado, así fuere a inicios de la novela, van a soltar toda la verdad o la que ellos imaginan que es la verdad, y que lo van a jurar en un estrado y consiguientemente se arrepentirán toda la vida, satisfechos de tener de qué arrepentirse. Y la van a soltar como si de un suicida al que tenemos sujetado de una mano que nos convenció de que debe morir por el bien de la humanidad. Porque todos estos personajes de Teoría del manglar están perdidos de antemano. Mussó los hace muy reales y nosotros, como lectores, no tenemos sino que asentir, en un mano a mano verbal entre la más pulida estética narrativa y el barriobajismo, ya que no es difícil encontrar cómo de un salto estamos hablando con una elegancia absoluta y de pronto ya nos encontramos enredados en un lenguaje coloquial y desmedido. El arte de nuestro escritor radica en ese cambio de registro, algo inusitado y en mucho inesperado, que solo lo notamos luego de que ha sucedido, cuando ya hemos pasado las líneas, cuando hemos sido sus cómplices, querámoslo o no.
Todo escritor es una suerte de detective. Va detrás de un caso del todo extraño. Un sujeto que parecería soñar permanentemente en monstruos y en princesas que claman por un salvador. Va detrás de sí mismo en esas líneas peliagudas que le retuercen el ánima. Luis Carlos Mussó es ese detective que con sombrero ladeado está viendo desde la esquina oscura del bar, seguro que pronto habrá una rencilla que le explicará que sucede, “esa ráfaga violenta que al pasar por sus ojos sería venda en cuyo interior le proyecta secuencias de su vida entera”.
Carlos Vásconez