Aquel ojo de cristal
que no me había servido de nada
en la vida ahora me sirve para mirar.
Loco de contento me saqué el ojo,
le di cuatro besos y volví
a ponerlo en su sitio.
Alfonso Daniel
Rodríguez Castelao,
Un ojo de vidrio (1922)
La ceguera ha sido un tema recurrente en la historia de la literatura. Desde Homero, el ciego de Quíos, pasando por la visión profética de Tiresias hasta el Lazarillo de Tormes; desde “Informe sobre ciegos” de Ernesto Sabato, pasando por Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, hasta los textos de Jorge Luis Borges que aluden al tema, la ceguera es un motivo que fascina desde que existe la palabra.
El poeta ecuatoriano Dalton Osorno no toca el asunto desde ninguno de los puntos de vista arriba mencionados. No emite ninguna profecía, no canta ninguna cólera, no incurre en la picaresca, tampoco se las da de apocalíptico o integrado.
Su perspectiva innovadora radica en presentar el mal desde la literatura clínica. En muchos de los textos que componen Duración del esfumato están presentes términos médicos. No se elude el tratado de oftalmología ni tampoco la sicología del color. El aporte está en presentar una serie de problemas visuales (astigmatismo, hipermetropía, glaucoma, estrabisestrabismo, miopía) desde el sujeto que los padece. El libro no lleva notas explicativas a pie de página que permitan al lector conocer de qué tratan estas deficiencias. De la misma manera en que se va a un consultorio a escuchar un diagnóstico, igual los lectores de este libro asisten a un monólogo en el que una docta voz desgrana las taras de la vista.
El padeciente no busca la conmiseración, tampoco persigue el entendimiento; no está en pos de una lectura altruista, quiere tan solo describir cual pintor las limitaciones que posee para la captación de la realidad. En esto se diferencia este libro de los anteriores del autor: la ceguera está tratada como algo demasiado personal. No es un drama colectivo como sucede en Saramago. No hay un trasfondo trágico como en Edipo Rey. Es un drama personal en el que el mismo sujeto se convierte en su propio doctor.
La voz poética diagnostica y dictamina, señala y prescribe, se pone en el lugar del que ostenta el conocimiento científico. Reproduce todo lo que oye en el consultorio, como si escuchara el diagnóstico por primera vez, como si quisiera curarse de tanto repetir el metalenguaje de la tiflología.
El rol de la pintura es importante en este poemario. Si el pintar es una forma de ordenar el mundo, de condensarlo en un lienzo, el arte se convierte en una posibilidad de salvación. No es solo el cuadro que el hablante lírico auscultó con la poca visión que le queda, es el abismo que atrae por su colorido, su organización precisa, su composición ordenada que le permite superar a la realidad.
El sujeto que sufre una deficiencia en la vista no puede ver sino el desorden a su alrededor, el caos que pide un demiurgo. Es así como la voz poética descubre en un cuadro la posibilidad de ver regulada su semiósfera.
Nada mejor que el esfumato como metáfora de la realidad que se va difuminando ante la mirada. Tiempo y poesía se complementan en ese claroscuro que es mencionado en algunos pasajes. El título habla de la duración porque le preocupa su ser y estar en este mundo. Se sabe fugaz y tiene la certeza de que va a difuminarse como la misma técnica pictórica que Leonardo da Vinci implementó. En el renacimiento italiano el esfumato logra que las figuras pierdan sus contornos y se sumerjan en el fondo del cuadro como si siempre hubieran estado ahí. En este poemario son los recuerdos los que logran la inmersión.
En este poemario otro gran tema es la ciudad que al mismo tiempo constituye un puerto, doble ente, topos en el que discurre la realidad, terruño donde la autoficción cobra forma. La voz lírica va enhebrando un recorrido biográfico: desde la infancia hasta los días actuales. El trayecto entre una y otra edad se difumina como la misma visión de lo citadino. La casa, las calles con sus direcciones exactas y el barrio, todos son espacios imposibles; la memoria como único instrumento de recuperación, aunque cada recuerdo llegue borroso al verso como parte del efecto del esfumato.
Otro tópico del libro es el viaje. Ciudades diversas. Idiomas extraños. Parajes foráneos. Todo deleita a la fatigada vista de la voz poética. Como detalle curioso el viajero no requiere de guía ya que el hablante se ve a sí mismo como un ente autosuficiente, equipado de toda la información necesaria para abordar cualquier hecho cultural. Él parece tener una explicación precisa para cada imagen que se le pone enfrente.
Por último, está el lenguaje. Neobarroco es el término más preciso para designarlo. Algunas son las características de esta tendencia, según Severo Sarduy: la cita falsa (reescrita si tomamos el caso de los extractos de Da Vinci), las palabras en otros idiomas (el latín y el italiano en algunos de los poemas), la enumeración disparatada (uno termina de acostumbrarse a la ausencia de signos de puntuación que servirían para mediar con el lector), la acumulación de diversos nódulos de significación (que se proyectan en los pincelazos de adjetivos), la yuxtaposición de unidades heterogéneas (en el contrapunto de conceptos sin aparente conexión), la lista dispar (motivemas que no encuentran un todo lógico) y el collage (labor de montaje necesaria en cualquier tipo de poesía, y no únicamente en el lenguaje barroquizante).
Pero hay más artificios en el decir poético de este pequeño libro. Están los vocablos escogidos que no caen en la mera ornamentación. Hay erudición en ellos, cierto culteranismo en las palabras compuestas y la presencia de la parodia como vehículo intertextual. Todo esto aumenta el poco deseo de ser comunicativo. Al que vive en tinieblas (o en el claroscuro) no le interesa ser entendido del todo. Mira hacia adentro y hacia allá dirige sus versos. La coreografía de las palabras es un idiolecto excéntrico, o sea, fuera de su centro expresivo. El ritmo es sosegado, medido, para ser explayado en la regleta de la memoria. La memoria es el único órgano del sujeto lírico que no tiene ceguera. La poesía es la generatriz de un código mnemotécnico que reparte a siniestra y diestra cada memento mori. Es el oficio del hipovidente, aquel que ve más allá de todo y todos.
Marcelo Báez Meza
Escuela Politécnica del Litoral