En la colección “Entre nubes” de El Ángel Editor apareció en Quito el más reciente libro de poesía de Vicente Robalino, quien actualmente es profesor de la Escuela de Lengua y Literatura de la PUCE y obtuvo su doctorado en Letras en la UNAM en 2006, cuya investigación La reconstrucción del héroe liberal en la narrativa sabatiana se publicó en libro tres años más tarde. Un animal parecido al deseo es su séptimo libro de creación poética. Ahí se reúnen sesenta y siete poemas –escritos de 2013 a 2017– donde se encuentran los distintos acordes de un tono de desasosiego con el cual el lector se conmueve con versos de largo aliento.
El vuelo de la palabra de Robalino alcanza meandros de la existencia humana. Está presente el cuestionamiento permanente de quién soy y hacia dónde voy que en el ámbito de la expresión lleva a la profunda constatación de la soledad del hombre. El poema con el cual comienza este libro nos interroga: “Cómo saber... / Cómo descubrir... / Cómo hacer brotar... / Cómo descifrar...”. Adivinamos la misión del escritor que explora con el lenguaje el sentido de la solitaria vida. Ese “Quién” omnipresente “En las profundidades de la noche” y los “Para qué tanto” de “Asfixiado de culpas”, marcan la tesitura de esas abstracciones que transita del otro al nosotros.
Las preguntas son una constante en el poemario –quizás el origen mismo de la expresión literaria sea ahondar en ese devenir de la persona– aunque mayormente dirigidas hacia sí, la voz poética revela los pasos del descarnado andar individual. De esa confrontación consigo misma se desprenden vertientes de ese flujo pausado que imprime el ritmo de las páginas de Un animal parecido al deseo:
La vida cae
en el vaso de la desesperación
en el tazón de la calumnia
en el sinsentido de la hoguera.
Aquí advertimos uno de los recursos más empleados en el libro, el paralelismo, que ayuda a matizar y comprender mejor las implicaciones de una idea o las resonancias de un sentimiento. Por ejemplo, el inicio de cada estrofa en “Donde duerme la desdicha” con el “No creas” con que el incrédulo apela a un tú para reafirmar su convicción en la palabra o los comienzos de los versos en “Juego de máscara” que hace un recuento del cansancio “[de vivir], de padecer..., de buscar..., de adorar..., de desear..., de propiciar..., de enmascarar..., de salir”, luego de enumerar todos esos infinitivos la conjugación se traslada a un nosotros (“guardamos, desenterramos, alimentamos, pescamos, cultivamos, inventamos, debemos caminar”) que conduce a la visión de que todos somos sobrevivientes del inevitable convivio social cuyo fundamento es enfrentar los anhelos de uno sobre las aspiraciones de los otros. He ahí el título de otro de los poemas: “El primate ilusorio”.
Ese uso de unidades sintácticas iguales sostiene la composición poética de muchas de las piezas del libro de Robalino. Ahí tenemos el empleo del “A veces” en el inicio de las estrofas de “La eternidad sufre de olvido” o el “Esos días” en “Esos días dinosaurios”. También está la utilización de la partícula “Si” de los condicionales que se forman en “Para qué invocar a los dioses”, el “Esperando” de “Desde las súplicas” o el “Para los que” en “Como la pordiosera fama”. Destaca la siguiente estrofa:
Esta noche tan lluviosa
de miedos.
Este árbol tan florecido
de absurdos.
Este espejo tan acosado de odios.
Estas formas paralelas precisan el sentido y ofrecen un ritmo prescrito por la repetición de adverbios, preposiciones, adjetivos o pronombres. Robalino encuentra con este recurso la combinación lírica para marcar las obsesiones e imprimir una armonía basada en la reiteración de estructuras iguales. Con la cita anterior empieza “Volando hacia la nada” cuyo último verso se refiere a la labor del poeta “y yo fiel intérprete de esta tragedia”. Los campos semánticos de los títulos nos remiten a las propagaciones de una voz poética que a pesar del desaliento halla un remanso en la palabra misma. Hay confianza en el lenguaje como un espacio de encuentro, es ese lugar en que el autor guarda la abstracción de su existencia y cuyo lector explora ese universo interior. Ese reposo de comunicar un instante vital que sirve de umbral como en “Los últimos escogidos”:
Recoge aquellas
sacrificadas palabras
que cayeron del árbol
de la desobediencia
ponlas en ese inadvertido florero
donde la aurora deja caer
su luz hipócrita.
Un contenedor del lenguaje que busca la ruptura del silencio como muestra de rebeldía. La poesía halla su expresión en el acto comunicativo. Se lee en un verso del poema que da nombre al libro “para darles a beber sus últimas palabras”, ese fin postrero cuyo esfuerzo recompensa el resistir a la pesada atmósfera urbana. Ese concepto implícito de poeta se reitera en “Las palabras son mortales” con los versos “Las palabras sedientas de eternidad / inventan su célebre aposento su obsoleta morada”. La labor del escritor con el lenguaje preserva los sentidos que encuentra en los vocablos, fija a perpetuidad el léxico de sus obras aunque su vigencia no esté asegurada.
Advertimos cómo en las presencias de animales se instauran dos categorías antagónicas: las aves y los reptiles. Por un lado, se aprecia la capacidad de emprender el vuelo, por el otro, en oposición mantenerse en tierra. De la primera se mencionan a los buitres, los cuervos, las garzas, los mirlos y las perdices. De la segunda: las víboras y las sierpes. Muchas veces se mencionan con sus características propias de especie: “venenoso reptil”, “O en los arduos cenagales donde solo viven reptiles / cansados de beber unas mismas mentiras y unas mismas decepciones”. Aquí el empleo de la animalización es evidente, los humanos son metafóricamente seres condenados a la ciénaga. El peligro también se caracteriza con los pájaros: “y despierta a las aves cizañozas / que se apoderan del cielo para devorarlos a picotazos” o este otro verso: “entre las garras de unas mismas aves de rapiña”. Otra imagen sobresale en las páginas del libro: “Estas aves volando hacia la nada”.
También están presentes los felinos. Se menciona “la ferocidad del tigre” o “Hay un leopardo que salta temible”. Asimismo, en momentos destaca una particularidad genérica: “Todos alimentamos nuestras vanidades como un hambriento felino” o “El que descubre pisadas felinas en el cuerpo de una muchacha insomne”. De otras especies se refiere como “Croa y croa la rana en su grandeza / de emperatriz perdida en la niebla del pasado” o “Los osos desde su sobriedad intimidan al paisaje”. Esa reelaboración de los distintivos de la fauna es quizás un guiño de la abundancia del mundo animal en Ecuador. En ese uso de las cualidades animales sobresale la idea de un “tiempo-jabalí”.
No es de extrañar que otro hilo del libro sea la fugacidad de la vida (“La eternidad sufre de olvido” o “El tiempo, la gran catástrofe”), pues ha sido un tópico clásico de la composición lírica. De tal manera se declara el inevitable paso de los días: “Los lunes huyen” o “Esperando que otra vez sea domingo” se lee en ese par de versos de “Silencio y perdón” y de “Desde las súplicas”. Esa conciencia de que el ser humano es tiempo está presente en el libro:
Nada es alguien
que ensimismado en el agua
recoge milagrosos peces
y efímero sobrenada
en la angustia
asfixiado de algas y de tiempo.
Es el último cuarteto de “Para qué nombró” en el cual se manifiesta nuestra condición de mortales, en una perpetua lucha contra el avance de las manecillas del reloj. La vida es ese lapso entre nacimiento y muerte, leemos “Si el tiempo no se hiciera añicos / al primer día de nacido” [...] “no tendríamos la necesidad de exhibir nuestras llagas / y ponerlas a la vista de todos los desprecios” (“Sobre el césped teñido de alacranes”). Las contingencias del ser abren períodos, cierran etapas. Esas fluctuaciones conforman al hombre; Vicente Robalino lo sabe y, tal vez por ello, dos de los motivos principales de Un animal parecido al deseo son el cuerpo y la ceniza. Ambos son huellas del pasado, registro de acontecimientos. En “De la hoguera” finaliza “Mi palabra llena de ceniza”, es decir, se recogen los restos del acontecer de la vida. No hay paso sin mancha. Seguimos los rastros del fuego que pulveriza pero también purifica: “y esconde las cenizas en el cuerpo hueco de un dios olvidado” se apunta en “Oscuras soledades”.
Asimismo, en “Último refugio” se comienza con “Mi cuerpo lleno de deshielos precipitándose”. Ahora el símil se realiza con ese otro elemento fundador de la vida: el agua. Nos brinda esta imagen basada en la velocidad con que los sólidos se convierten en líquidos y de nuevo la fugacidad de un estado que se transforma en otro. Otro ejemplo es “El cuerpo del pasado” cuyas estrofas inician con ese modo sin restricciones que es el infinitivo: “Dibujar en la hoja de la noche...”, “Garabatear reproches a la vida...”, “Pintarrajear de olvidos el silencio...”, “Interrogar a las paredes levantadas...”, con la finalidad de registrar una situación continua en que el verbo no se detiene. El escritor lucha permanentemente con ese eterno transcurrir del mundo.
La figura de un poeta se conforma con su vocabulario, sus imágenes, sus metáforas, sus analogías. Todos sus recursos construyen un punto de vista sobre su entorno y brindan una agitada contemplación de la vida. Esa relación del qué con el cómo determina la expresión literaria. Vicente Robalino ha llegado a la madurez de sus asuntos y sus formas. Un animal parecido al deseo cristaliza la labor con la palabra desde dos distintas perspectivas: la asimilación de lo leído y la destreza en el empleo de sus recursos de escritura. Nos atrapa página a página con las reverberaciones de la condición humana.
Horacio Molano Nucamendi
CEPE / UNAM