KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 44 ( julio-diciembre, 2018), 97-116. ISSN: 1390-0102


Sobre el poder de la literatura. La obra de Laura Alcoba y otras producciones artísticas de hijos de militantes en la Argentina


On the power of Literature.The works of Laura Alcoba and other artistic productions by children of militants in Argentina.


DOI:https://doi.org/10.32719/13900102.2018.44.6


Fecha de recepción: 14 marzo 2018 Fecha de aceptación: 4 junio 2018






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Susana Rosano

Universidad Nacional de Rosario


Resumen

En este artículo se analiza El azul de las abejas (2014), de Laura Alcoba, poniendo énfasis en su final casi feliz: el de una niña que, después de un pasado violento en Argentina, del exilio y de un trabajoso itinerario, logra instalarse en otra lengua, el francés, y construir así una nueva identidad de escritora. Además, la obra de Alcoba se pone en diálogo con otras producciones artísticas de hijos de militantes en la Argentina: Diario de una princesa montonera (Mariana Eva Pérez, 2012), Pequeños combatientes (Raquel Robles, 2013) y la muestra fotográfica Arqueología de la ausencia (Lucila Quieto, 2011). Esta riqueza transmedial habilita pensar en nuevas articulaciones de sentido en relación a las construcciones de memoria en el Cono Sur.

Palabras clave: Argentina, memoria, posdictadura, exilio, producciones artísticas, Laura Alcoba, Raquel Robles, Mariana Eva Pérez, Lucila Quieto.


Abstract

This article analyzes El azul de las abejas (2014), by Laura Alcoba, emphasizing its almost happy ending: a girl who, after having experienced a violent past in Argentina, exile and a laborious itinerary, manages to settle in another language, French, and thus build a new identity as a writer. In addition, the works produced by Alcoba dialogue with other artistic productions by children of militants in Argentina: Diario de una princesa montonera (Mariana Eva Pérez, 2012), Pequeños combatientes (Raquel Robles, 2013) and the photographic exhibition Arqueología de la ausencia (Lucila Quieto, 2011). This transmedial richness enables us to think about new articulations of meaning in relation to memory construction in the Southern Cone.

Keywords: Argentina, memory, post-dictatorship, exile, artistic productions, Laura Alcoba, Raquel Robles, Mariana Eva Pérez, Lucila Quieto.




“MI VIAJE COMENZÓ en alguna parte de mi nariz”. Con esta frase, contundente, Laura Alcoba comienza su extraordinaria novela El azul de las abejas, cuya primera versión en español se publicó en 2014, y donde retoma el que quizá fue su mayor logro en La casa de los conejos, su novela inaugural, de 2008: la construcción de una voz narrativa a partir del punto de vista, inocente y asombrado, de una niña. Es precisamente este recurso el que le permitió en su momento a Alcoba sumarse a una serie de textos que rompían el anquilosamiento con que se venía construyendo el discurso de la memoria en Argentina. Si la primera novela se animaba a contar el trajinar diario y clandestino de una niña cuyos padres, militantes montoneros, llevaban adelante una imprenta clandestina en La Plata, la historia que narra El azul de las abejas empieza exactamente en el punto en que esta termina. Ese punto exacto en que la protagonista comienza a preparase para reunirse con su madre en el exilio. Pero, a diferencia de tantos otros relatos de exilio en el Cono Sur, la historia que cuenta Alcoba en su última novela permite vislumbrar un final casi feliz: el de una niña que logra, después de un trabajoso itinerario, instalarse en otra lengua, el francés, y construir así una nueva identidad de escritora. Una identidad que, aunque inestable, permite restablecer un cierto equilibrio entre su pasado de infancia clandestina en la Argentina y su presente de escritora en Francia.

Me interesa en este artículo poner en diálogo la obra de Laura Alcoba con un par de novelas y fotografías de la segunda generación de hijos en la Argentina, asumida en estos momentos por la crítica como un verdadero mini boom debido a su enorme producción artística. Esta riqueza transmedial habilita imaginar nuevas articulaciones de sentido en relación a las construcciones de memoria en el Cono Sur. Pienso aquí específicamente en Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez (2012), en Pequeños combatientes (2013), de Raquel Robles, y en la muestra fotográfica Arqueología de la ausencia, de Lucila Quieto (2011), todas ellas producciones que pueden entablar un diálogo fecundo con esta última novela de Alcoba. Interesante en tanto habilitan preguntas por el contexto de enunciación de las obras, y por el lugar del propio cuerpo en las producciones de memoria.

Como bien señala Fernando Reati (2015), para los hijos de los militantes de los años setenta en Argentina –que sufrieron cárceles, exilios y, en muchísimos casos, asesinatos y desapariciones– los sentimientos de amor hacia los padres se mezclan, conscientemente o no, a la certeza de que su opción por la militancia los arrojó a una infancia marcada por el trauma. Más allá de los cuarenta años transcurridos, y de que la organización HIJOS ya lleva más de veinte años (fue fundada en 1995), el tema sigue siendo incómodo y sigue produciendo apasionados enfrentamientos en un país en donde solo recientemente comenzaron los juicios contra los genocidas y donde incluso las organizaciones armadas se han negado a realizar algún tipo de autocrítica pública sobre la responsabilidad que les cupo en la ola de violencia desatada. Las respuestas dadas por los hijos han sido muy diversas y abarcan un extenso abanico que incluye la plena identificación con los padres en tanto militantes –aunque esta vez sea de la organización HIJOS–, o el rechazo absoluto por la opción de los padres.

En esta nueva perspectiva que instaura la producción ficcional de los hijos se rompe con la épica de los discursos reivindicativos que instaló durante muchos años en Argentina el auge testimonial y, de esta manera, las categorías de víctima, de mártir, de héroe y de victimario comienzan a complejizarse con la ineludible ambigüedad y contradicción que es inherente al cuerpo social entendido como un organismo viviente. Si toda generación necesita romper con la anterior en un acto de parricidio simbólico, la situación se complica cuando los padres (ya sea que hayan sido asesinados o desaparecidos) están ausentes. Se rompe así la posibilidad de un diálogo y también de una ruptura. El problema es aquí cómo discutir con un ausente: ¿cómo se dialoga, cómo se pelea con un padre que será eternamente joven, cuya figura no va a cambiar nunca, porque murió joven, porque lo asesinaron, lo desaparecieron joven? La ausencia deja suspendida la discusión porque lo que falta es el padre para discutir con él, para ajustar cuentas, para putearlo al fin. Y en este sentido, los textos de Félix Bruzzone, Mariana Eva Pérez, Raquel Robles, y documentales subjetivos como Papá Iván (2004), de María Inés Roqué, y M (2007), de Nico Prividera, entre tantos otros, profundizan la línea abierta por Los rubios (2003), de Albertina Carri.

Como apunta Beatriz Sarlo, esta última película tiene el valor de plantear por primera vez la necesidad de los hijos de los militantes de reconstruirse a sí mismos en ausencia del padre. Más de treinta años después, finalizada la dictadura, los hijos de estos jóvenes de los años sesenta toman, frente al pasado de sus padres, posiciones muy distintas. El tono dogmático, el relato hegemónico, de textos inaugurales como Recuerdos de la muerte, de Miguel Bonasso, de 1984, deja lugar a las voces balbuceantes de estos nuevos testigos. Ellos no solamente rompen con la lógica del “haber estado allí” de una generación (la que se volcó masivamente a la escritura testimonial): los hijos se permiten pensar sin dogmas, perder la solemnidad militante y desnudar sin vergüenza aspectos de una niñez desamparada, una infancia huérfana. Se permiten cerrar cuentas con los victimarios pero también con sus propios padres. A este sentido apuntan las pocas palabras de Nicolás Prividera –el protagonista, guionista y director de M, un extenso documental que filma a partir de la búsqueda de rastros sobre su madre desaparecida– cuando intenta sintetizar el trágico cóctel de los setenta: “Ceguera, ingenuidad, estupidez, un poco de todo”. Estas nuevas voces de los hijos dinamitan cualquier atisbo de heroicidad y se desgranan en pequeñas historias mínimas, donde la grieta abierta por la violencia no tiene posibilidad de sutura. Como le confirma el linyera al protagonista de Los topos: “No hay nada nuevo, es lo mismo de siempre, dijo, sos vos, pero roto” (Bruzzone 2008, 86).


LA FICCIÓN ANTE LA HISTORIA


Las fronteras móviles de las disciplinas que integran el campo de estudio de las memorias en conflicto y sus problemáticas en discusión exponen las dificultades del trabajo de reconstrucción del pasado reciente. Su abordaje compromete tanto la lectura de testimonios y narrativas personales sobre la violencia política y la represión, como las investigaciones teóricas y críticas acerca de estas prácticas. En este sentido, Rossana Nofal afirma que tanto un estudio de Pilar Calveiro o un testimonio de Alicia Partnoy operan como trabajos narrativos; es decir, configuraciones que dan forma a las experiencias traumáticas del pasado (Nofal 2002). Se trata de experiencias de escritura, como las del testimonio, que se configuran en los márgenes de la literatura, en sus límites. Cuando leí Los topos por primera vez, recordé un artículo periodístico de Carlos Gamerro donde el escritor reflexiona en torno a su propia necesidad de escribir una novela sobre la guerra de Malvinas sin haber estado allí. La pobreza de la experiencia, dice Gamerro, puede ser suplida por la riqueza de la imaginación (2010). Fue en ese preciso momento en que me pregunté qué podían aportar las obras de Féliz Bruzzone, Laura Alcoba, Raquel Robles, Mariana Eva Pérez en relación a la extraordinaria cantidad de páginas que ya se habían escrito sobre la dictadura. Mi pregunta tiene que ver directamente con las verdades de la ficción, con aquellas problemáticas que la ficción muchas veces logra iluminar en un momento en que las especulaciones del discurso social parecen un poco empantanadas. En este sentido, es interesante lo que el propio Bruzzone afirma en una entrevista:

la ficción sigue siendo la forma de completar lo que no se sabe, lo que no se puede ver, lo que ya no se va a poder saber, porque ya pasó mucho tiempo, porque desde un comienzo todo estuvo contaminado, porque la escena del crimen siempre se modifica, es imposible que se mantenga intacta, el tiempo mismo la cambia (Bruzzone 2014).

UNA ESCRITURA SINGULAR


La obra de Laura Alcoba es particular en el contexto de los hijos que escriben e imaginan. Sus dos padres son sobrevivientes, están vivos. En su caso, el ajuste de cuentas generacional no debe sortear el vacío de la desaparición, pero sin embargo la insistencia con que las tramas de sus novelas vuelven al pasado de los setenta permite entender las palabras que escribe al principio de La casa de los conejos: “Voy a evocar al fin toda aquella locura argentina, todos aquellos seres arrebatados por la violencia” (Alcoba 2008, 12). Dominick LaCapra describe el trauma y el acting out postraumático como situaciones en las que el pasado acosa al sujeto, de modo que nos vemos entrampados en la repetición de escenas traumáticas, escenas en las que el pasado retorna y el futuro queda bloqueado o atrapado en un ciclo melancólico, fatal, que se retroalimenta (LaCapra 2005, 45). Sin lugar a dudas, aquella locura argentina comprometió la infancia de Laura y es la causante de que su obra se escriba en un presente continuo, tal como lo señala Patricio Pron (2015). Precisamente la historia de La casa de los conejos comienza cuando sus padres le imponen a la narradora-protagonista, por seguridad, un mandato de silencio, una obediencia que genera miedo en la niña. Al respecto, Agamben (2007, 17) piensa la relación que existe entre infancia, experiencia y lenguaje. Es en este círculo donde se debe buscar el origen discursivo de la experiencia, que cobra sentido en un relato que pueda contarse a los otros. Esa capacidad se funda en la infancia y permite, en ese acto, cimentar la identidad del yo que se asume como tal. Es aquí donde la primera novela de Alcoba nos interpela en tanto expone los huecos de silencio sobre los que se fundan las identidades y las genealogías familiares. La experiencia del “yo” se establece en el momento en que podemos otorgarle al relato autobiográfico sentido y coherencia. Por eso, no es fácil discernir hasta dónde nos marcan los relatos de infancia sino hasta que los ordenamos discursivamente. En este sentido, Laura comienza a hacer memoria dinamitando el mandato de silencio y terror con que convivió de niña, como si de esta manera pudiera completar algunos huecos de sentido que existen en el relato de su infancia y sobre los que constituyó su identidad. La pregunta parece ser aquí cómo contar cuando uno ha sido obligado a no hacerlo durante años (“Del altillo secreto que hay en el cielorraso no voy a decir nada, prometido. Ni a los hombres que pueden venir y hacer preguntas, ni siquiera a los abuelos”) (Alcoba 2008, 16). En tanto, en Los pasajeros del Ana C, la propia autora reconoce que el primer obstáculo que debe enfrentar para recopilar la información para el libro se encuentra en el gusto por el secreto que cultivó toda una generación de revolucionarios:

Discreción y clandestinidad. Maestría en el arte de borrar las pistas. En toda circunstancia, ocultamiento, impostura y apariencias falsas. Podría decirse que lo lograron, sí. A fin de cuentas, los recuerdos de unos y otros parecen haberse perdido casi tanto como ellos hubieran querido. Pero yo también sé algo de este juego de claves y de máscaras; y puedo intentar reencontrar esta historia durante tanto tiempo escondida y muda (Alcoba 2012, 14).

Es relevante que relacionemos este esfuerzo por desmantelar los pactos de silencio, que existía en su familia en relación al pasado militante, con el uso que hace Alcoba de la autoficción en sus novelas.1 Autoficción en tanto género mestizo, ficción de acontecimientos estrictamente reales y ligada a la construcción de la identidad; autoficción como escritura que implica un trabajo de duelo, a la vez de deconstrucción de la ilusión biográfica y de reconstrucción, elaboración de un lugar distinto no aleatorio, lugar de verdad como la piensa Regine Robin (2005). En este sentido, las novelas de Alcoba –a excepción de Jardín blanco– se estructuran a partir del recuerdo o bien del relato que realizan otras personas sobre las vivencias infantiles de la autora. La casa de los conejos vuelve a visitar “un breve retazo de infancia argentina” (2008, 8), la que incluye su experiencia como hija de militantes montoneros en una casa donde funcionaba como embute2 una imprenta clandestina, durante 1975 hasta noviembre de 1976. Casi treinta años después, Alcoba revisita una historia que se había prometido a sí misma contar en la vejez, cuando los protagonistas estuvieran muertos y ella estuviera en condiciones de escribir “sin temor de sus miradas, y de cierta incomprensión que creía inevitables” (Alcoba 2008, 11). En el prólogo del libro, la autora recuerda a Diana Teruggi, desaparecida en noviembre de 1976 –a la que llamará Didi en la novela–, y admite que la necesidad de escribir sobre ese momento de su pasado tiene que ver con un deber de memoria.

Si en su primera novela, Alcoba echa mano de materiales autobiográficos para narrar, desde la ficción, la experiencia de una infancia atravesada por la violencia de los setenta, Los pasajeros del Ana C. da un paso hacia atrás en el tiempo para configurar literariamente la memoria de una generación de militantes argentinos que emprendieron en los años sesenta un viaje de formación revolucionaria a Cuba, entre quienes se encuentran los padres de la autora. La novela se abre con un breve prólogo que expone el trabajo de investigación que tuvo que realizar para escribir el libro, y se refiere a los obstáculos que enfrentó. Uno de los puntos de partida del prefacio es, precisamente, la problematización de su identidad de niña: “Lo único seguro es que a bordo de aquel barco mi nombre no era el mismo que me habían dado al nacer. Y que ni uno ni otro se corresponden con este que hoy es el mío” (Alcoba 2012, 11). El nombre propio funciona aquí como un terreno en disputa, y remite a una escena de La casa de los conejos donde la niña-narradora, impedida de decir su verdadero nombre debido a la situación de clandestinidad en que se encuentra, afirma, frente a la pregunta de una vecina: “Yo solo dije ‘Laura’ porque sé que esa es la única parte de mi nombre que me dejan conservar […] ¿Pero qué podría responder, entonces? ¿Cuál es, al fin y al cabo, mi nombre?” (Alcoba 2008, 12). Laura Sentís Melendo, Laura Rosenfeld, Laura Moreau (o Moreaux), Laura Godoy, Laura “Nadadenada”, dice la niña-narradora, despojada de la posibilidad de decir su verdadero apellido, un atributo naturalizado que es signo de la inscripción en un legado familiar.


LA CASA DE LA LENGUA


Sin embargo –como adelantamos unas páginas atrás– su hasta ahora última novela, El azul de las abejas, le permite a Alcoba avanzar en la construcción de una nueva identidad, facilitada justamente por el distanciamiento que le habilita escribir en una lengua otra, la francesa.3 Qué significa escribir en un país distinto, en un lugar diferente de aquel en que transcurrió la infancia; en qué sintonía se constituye, a la distancia de la lengua materna, el sujeto que parte, cómo se produce el pase hacia otra lengua. Para pensar estas cuestiones, Julio Ramos echa mano a una afirmación de T.W. Adorno de que en el exilio la única casa es la lengua. Ante el desplazamiento (personal, cultural y jurídico) que implica el viaje y el cruce del límite territorial, para Adorno la escritura es un modo eficaz de establecer un dominio, un lugar propio al otro lado de una frontera. De esta manera, la casa construida por la escritura permite fundar un lugar compensatorio, en tanto es un signo trasplantado “que constituye al sujeto en un espacio descentrado entre dos mundos, en un complejo juego de presencias y ausencias, en el ir y venir de sus misivas, de sus recuerdos, de sus ficciones de origen” (Ramos 1996, 177). Pero el caso de Laura Alcoba desmantela estas certezas. Sus afinidades electivas postulan exactamente lo contrario de los planteos adornianos. Tal vez podríamos pensar que para ajustar cuentas con su pasado argentino la autora necesita desembarazarse también de su lengua materna, deslizarse en una segunda lengua, el francés, que le permite poner una distancia necesaria frente al trauma.

En su famoso artículo “Extraterritorial” (2000), George Steiner plantea que una característica de la modernidad ha sido la matriz multilingüe de muchos escritores, como Samuel Becket, Oscar Wilde, Jorge Luis Borges, Ezra Pound y fundamentalmente Vladimir Nabokov. Estos poetas sin casa (así los llama) se convierten en una especie de vagabundos al haber perdido la casa de la lengua, al carecer de un hogar, en tanto pérdida de un centro. Y es desde aquí donde Steiner plantea la necesidad de estudiar la imaginación multilingüe, en un momento histórico que él llama la época del refugiado. Creo que estas categorías nos permiten pensar justamente las operaciones que se producen al interior de la poética de una escritora como Laura Alcoba que elige abandonar en el proceso creativo su primera lengua. Esta necesidad de salirse del español va en sintonía con la construcción de una identidad, de una figura de escritora, y esa escena es precisamente la que narra El azul de las abejas.

Allí, la autora admite en la página final que el libro “nació de ciertos recuerdos persistentes aunque muchas veces confusos: de un puñado de fotografías y de una larga correspondencia de la que no subsiste más que una voz: las cartas que mi padre me envió desde la Argentina, donde estaba preso hacía varios años por razones políticas” (Alcoba 2014, 125). Recordemos que las cartas pertenecen a un género intersticial que conecta lo público y lo privado, lo político y lo familiar. Al respecto, Teresa Basile (2017) consigna que las cartas que los HIJOS frecuentemente citan en sus producciones culturales suelen estar escritas por el progenitor y dirigidas a sus hijos para explicar su opción por la militancia y la lucha armada en detrimento de sus deberes familiares. Significativamente (y acá podemos leer una diferencia fundante en la escritura de Alcoba), las cartas que el padre de Laura le escribe desde la cárcel implican un pacto de lectura entre el padre y la niña, por lo cual cada uno debe leer el mismo libro, y comentarlo entre ellos. Pero, como en la cárcel no se admite que el padre tenga textos en otro idioma que no sea el español, leerá los libros traducidos a esta lengua, mientras Laura los lee en el francés original.4 Este acto, que se sostendrá una vez por semana durante más de dos años, permitirá tender un puente a la distancia, entre Argentina y Francia, entre la cárcel donde se aloja el padre, y Blanc-Mesnil, el suburbio parisino en donde Laura vive con su madre. Escribir cada semana una carta para el padre implica también una práctica de escritura constante para la niña, un acto iniciático en la literatura: “Lo bueno de las cartas es que uno puede pintar las cosas como quiere, sin mentir por eso. Elegir entre las cosas que nos rodean, de modo que todo parezca más bello en el papel” (Alcoba 2014, 19).


SONIDOS NUEVOS


El azul de las abejas puede ser leída como una novela de iniciación. Porque para poder cumplir con la ceremonia de las cartas, antes incluso del postergado viaje a París, todavía instalada en La Plata en casa de sus abuelos, Laura deberá empezar sus clases de francés. Y de esta manera, comenzar el viaje hacia el exilio en alguna parte detrás de la nariz la instala desde el principio en una verdadera disyuntiva identitaria: el ansiado reencuentro con la madre en París será posible en tanto logre adquirir la nueva lengua, lo que le permitirá a Laura partir “y para siempre” (13). Las clases particulares de Noémie, su profesora de francés, abrirán en la niña un mundo, no por extraño, menos seductor:

Junto a Noemí descubrí sonidos nuevos, una erre muy húmeda que hay que ir a buscar al fondo del paladar, casi a la garganta, y ciertas vocales que se hacen resonar detrás de la nariz, como si uno quisiera a la vez pronunciarlas y guardarlas para uno. El francés es una lengua muy extraña: deja caer los sonidos y al mismo tiempo los retiene, como si en el fondo no estuviera muy seguro de querer liberarlos…Y eso fue, me acuerdo, lo primero que me dije a propósito de mi nuevo idioma. Y también que me haría falta practicar mucho (Alcoba 2014, 10).

Domesticar las vocales francesas, vencer las dificultades de la lectura de un libro entero en esa segunda lengua, implicará para Laura una victoria íntima: “Apenas si conseguía aferrarme a las palabras que conocía intentando descubrir los lazos entre ellas, lazos que iluminaran un destino para todas las que iban quedando a la sombra” (116). En este sentido, es interesante la escena que se desarrolla en la biblioteca. Laura quiere para llevarse a su casa en préstamo el libro Les Fleurs bleues del autor francés surrealista Raymond Queneau, –un libro tremendamente complejo para una niña de once años–, pero su acento le revela a la bibliotecaria que el francés no es la lengua materna de la niña. “Por culpa de mi acento, suelo pasar por tonta; no hay nada que me irrite más” (72). La bibliotecaria se pone a articular los sonidos de manera exagerada, deletrea casi lo que dice, asumiendo que la niña tiene muchas dificultades para entender. Intenta incluso convencerla de que para sus posibilidades sería mejor que lea Le petit Nicolas. Sin embargo, Laura se mantiene firme y consigue finalmente que la bibliotecaria le preste la novela de Queneau para llevársela a su casa; un libro que tendrá que terminar cueste lo que cueste para mostrarle y mostrarse a sí misma que sí es capaz de leerlo.

Atravesar la difícil lectura de Les Fleurs bleues y llegar victoriosa hasta el final no solo le permite a Laura entablar a la distancia un diálogo profundo y cercano con el padre, sino también descubrir la literatura como una posibilidad de vida, como un estado de la felicidad. “Me voy sin mirar atrás […], decidida a llegar hasta el final del libro. De este y de muchos otros” (75). Poder atrapar los sonidos del francés, instalarse en la segunda lengua, pone de manifiesto lo que la desaparición en el “otro” idioma tiene de triunfo personal,5 por cuanto le permitrá en el futuro narrar partes de su historia, y convertirse en escritora.6

El triunfo de la niña se consolida en tres momentos claves. En primer lugar, tal vez el más importante, Laura logra pensar en francés en vez de traducir mentalmente lo que quiere decir. Se despierta y pregunta algo a su madre en francés. “Sin darme cuenta, y sin quererlo. Pensé y hablé en francés al mismo tiempo” (Alcoba 2014, 118). Solo entonces logra relajarse, liberarse de la presión interna que siente, para lograr la inmersión en la nueva lengua y poder así reconstruir su identidad: es el momento en que las palabras liberadoras salen naturalmente de su boca. En segundo lugar, pensar en francés está relacionado en la novela directamente con la quinta foto que Laura debe mandarle a su padre. En su celda, él tiene permiso para colgar solo cinco fotos. Para reunirse con la quinta imagen, le había pedido a su hija que le mandara una foto de ella con su madre posando delante de la casa en el suburbio parisino. Durante mucho tiempo, Laura ignora el deseo del padre y no se atreve a hacer lo que este le pide. Verbeiren (2017) subraya al respecto que primero fue necesario que Laura se conformara personalmente con su nueva identidad, su nueva vida en Francia y su nueva lengua, antes de poder tomar esa fotografía y enviársela: “No sé qué relación habrá tenido esto con mis tuberías, pero sé que solo después de haber logrado deslizarme por ellas pude elegir la quinta foto que él tanto me reclamaba” (Alcoba 2014, 120).

Finalmente, y en tercer lugar, la narradora logra terminar la lectura de Les Fleurs bleues. Aunque confiesa no haber entendido la novela del todo, ha podido demostrar que la bibliotecaria se equivocó. Triunfa e incluso escribe un breve comentario del libro en una de las cartas a su padre.

La última frase resume el libro de Queneau, pero también su camino de aprendizaje: “Un manto de lodo cubría aún toda la tierra; pero ya, aquí y allá, asomaban pequeñas flores azules” (123). A pesar del trauma, de las dificultades, del pasado tumultuoso, de la separación del padre, del exilio y del acento argentino, aparecen por fin las pequeñas flores azules en forma de cartas y de libros, de amistades, vacaciones, y del dominio de la lengua francesa. La niña-narradora ha recorrido un largo y trabajoso camino para llegar hasta aquí; no obstante, se vislumbra un comienzo: al fin puede empezar su nueva vida en Francia.


EL VACÍO DE LA AUSENCIA


Me interesa aquí poner en diálogo la obra de Laura Alcoba con algunas otras producciones artísticas de la generación de hijos en Argentina, que permiten leer dificultades mucho más acuciantes a la hora de construir su identidad. Y en donde la relación con el padre (o incluso con los dos padres ausentes) ofrece aristas problemáticas, dolorosas: el vacío de una ausencia imposible de suturar. Pienso aquí específicamente en Pequeños combatientes, de Raquel Robles; en Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez, y en la muestra fotográfica Arqueología de la ausencia, de Lucila Quieto, todas producciones de hijos de padres desaparecidos que han permanecido viviendo en la Argentina, han militado al menos durante un tiempo en la agrupacion HIJOS, y buscan tensamente las huellas de sus padres.

En Pequeños combatientes, por ejemplo, Raquel Robles trabaja a partir del rescate de la memoria de sus padres pero toma distancia de sus mandatos. En este sentido, podemos leer la novela como una reflexión sobre la pérdida, y de las dificultades en tanto hijos para construir una identidad que les permita diferenciarse de los padres y asumir una voz propia. La narradora-protagonista es en esta novela una niña que tras el secuestro de los padres vive con su hermanito menor, los tíos maternos y las abuelas esperando el regreso improbable de aquéllos, tratando de ser fiel a sus enseñanzas y comportándose como una pequeña combatiente de la que puedan sentirse orgullosos: “Yo sabía que estábamos en guerra, que había habido alguna clase de combate y que ellos estarían en alguna prisión helada peleando por sus vidas. Sabía que me tocaba resistir...” (Robles 2013, 11). Es por eso que se comporta como una entrenada hija de militantes, y confiando en que solo es cuestión de tiempo antes de que los padres reaparezcan, crea con su hermanito el Ejército Infantil de Resistencia, lleva un cuaderno secreto “en el que iba anotando todos los datos que me parecían relevantes” (17), practica durante horas frente al espejo para que su cara no refleje sus emociones, ejercitando la simulación y el camuflaje para parecer niños normales: “Podíamos parecer niños cualquiera, o incluso niños perturbados, pero nosotros éramos pequeños combatientes” (16). Pero el tiempo pasa, los padres no regresan y bajo la supuesta fortaleza de la combatiente asoma una niña asustada y traumatizada. Con el correr del tiempo los recursos habituales de la pequeña combatiente comienzan a mostrarse insuficientes y se instala gradualmente en ella una contradicción entre la retórica del combate y la realidad de la derrota. Como apunta Reati, no se evidencia un reclamo explícito a los padres, pero una pregunta sugerida en otros textos que la narradora no puede siquiera formular –¿por qué los padres no intentaron huir, y de esa manera salvar sus vidas?– aparece en boca de una tía que exclama furiosa: “Se lo advertí un montón de veces [al padre] y no me quiso escuchar y vos tampoco me escuchaste, ¿por qué no se fueron?, ¿por qué no escaparon? [...] Eso fue un suicidio, una irresponsabilidad total, con dos nenes chiquitos, se tendrían que haber ido cuando todavía se podía...” (112-113).

Si a Raquel Robles –que por otra parte es una activa militante de HIJOS– le resulta difícil desembarazarse del legado militante de sus padres y avanzar en la construcción de una identidad propia, en el Diario de una Princesa Montonera -110% Verdad, Mariana Eva Pérez (2012)7 acude al humor para narrar sus experiencias como hija de desaparecidos, buscadora incansable de un hermano nacido en cautiverio, militante primero de HIJOS y luego del Colectivo de Hijos, y nieta de Rosa Roisinblit (vicepresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo). Se trata aquí de un libro difícil de clasificar: un texto híbrido entre el diario íntimo, el folletín melodramático, la rendición de cuentas y la autoficción. Con una alta dosis de sarcasmo –que roza con frecuencia el humor negro–, la autora se burla de su propia experiencia y acusa al discurso de los derechos humanos de estar demasiado cristalizado y de ser incapaz de decir nada nuevo. En este sentido, el epígrafe que abre el libro, tomado de la banda colombiana de rock alternativo y cumbia psicodélica Bomba Estéreo, lo dice explícitamente: “No quiero cantarles a los que están ausentes / Quiero cantarles a los que están presentes”. La autora deja ver claramente aquí su necesidad de mirar al futuro para no quedar atrapada en un pasado traumático paralizante. Y en ese sentido sus burlas apuntan a todo tipo de blancos: ella misma, sus familiares y compañeros de infortunio, los organismos de derechos humanos, las personas bien pensantes del mundo entero. Pérez se califica a sí misma de “militonta” en lugar de militante, se refiere a la desaparición forzada de sus padres como “el temita”, recuerda el secuestro y traslado en auto a un sitio clandestino como el “Ford Taunus Mystery Tour” (Pérez 2012, 55), se jacta de un currículum vitae que incluye ser la “esmóloga8 más joven, otrora niña precoz de los derechos humanos” (Pérez 34), la “ex huérfana superstar, hija de probeta de los organismos de derechos humanos de la Argentina” (144). Pérez se refiere a los otros hijos e hijas de desaparecidos como “hijis”; a la mujer que se apropió de su hermano la llama sarcásticamente “Dora La Multiprocesadorapropiadora” (47) y a la Argentina la refiere como la “Disneyland des Droits de l’Homme” (126). Incluso los íconos habituales utilizados por las organizaciones de derechos humanos en su lucha por verdad y justicia –las siluetas, los desaparecidos, los pañuelos, el Nunca Más– pasan a ser el “merchandising” (71) del movimiento de derechos humanos. Nada ni nadie se salva de las bromas de la Princesa que imagina a los familiares de desaparecidos como el focus group de una encuestadora que vende “un curso de superación personal para víctimas del terrorismo de Estado” (11).

Este libro de Mariana Pérez expone con mucha claridad las tremendas dificultades que deben sortear los hijos de desaparecidos para poder fundar una identidad propia, que les permita un refugio frente al vacío que llevan a cuestas, donde “mi viejo es mi gran agujero negro” (64). Es para poder llenar ese vacío que la autora apela al testimonio de algunos compañeros que conocieron a su padre. Y en “Cosas que me contaron de José en Caseros” (uno de los fragmentos del libro), nos ofrece una síntesis:

Que era travieso en la escuela, que todos le decían el Gallego, que era rubio, flaco y lindo, que se le notaba lo hijo único, que hay un compañero del secundario que tiene más fotos, que en el 73 ya era dirigente político y no más dirigente scout, que hablaba bien en público, que no le gustaba demasiado bañarse, que podía joder y reírse en medio de las operaciones armadas, que también era tranquilo, que no hablaba de minas pero tenía levante […] que hay un compañero que lo vio en la Esma, que la última vez que se encontró con él le contó que yo estaba por nacer, que me parezco mucho a él (69).

Es revelador, apunta Reati, que de todas las identidades del padre previas a la de “guerrillero urbano full time” (97), la que más placer le produce a Mariana es precisamente una que no encaja con aquélla: el padre como joven músico en una banda de rock. Es una imagen que le llama poderosamente la atención y con la que se conecta emocionalmente: “Me visto: chupín fucsia y la camperita blanca con dibujos de teclados pop para homenajear a José [el padre] que se supone que antes de guerrillero fue rocker” (72).


EL TERCER TIEMPO DEL ENCUENTRO


La fotografía, dice John Berger glosando a Susan Sontag, a diferencia de otras imágenes visuales como la pintura, no es solo una imagen, una imitación de lo real, sino que es además una huella, donde el sujeto marca su intervención en el mundo, como una pisada. En cuanto artilugio mecánico, la cámara ha sido empleada como un instrumento que contribuye a la memoria viva, y de esta manera “la fotografía es así un recuerdo de una vida que está siendo vivida” (Berger 2004, 70). Frente al trauma de no haber podido conocer a su padre –Carlos Alberto Quieto, desaparecido en agosto de 1976, cuando su mamá estaba embarazada de cinco meses– Lucila Quieto apela en su obra a la contundencia de un estilo muy singular. Su primera muestra, Arqueología de la memoria, respondió a la necesidad de reparar una carencia: no tener una foto con su papá. Lo que durante los primeros veinticinco años fue para ella una verdadera obsesión da pie entonces a la utilización de un recurso que se instaura como hallazgo de estilo.

La obsesión por encontrar la imagen justa la impulsó a atravesar distintos experimentos, desde recortar y rearmar los rostros fusionados de su padre y su madre, a partir de sus respectivas fotos carnet, hasta imaginar un frondoso árbol genealógico que incorporara las fotos de todos los desaparecidos y sus hijos. Quieto recuerda que un día, mientras reproducía en forma muy ampliada las pocas diapositivas que tenía de su padre, decidió retratarse a sí misma mirando desde un margen exterior la imagen proyectada. Fue en ese momento cuando encontró el recurso: “Lo que tengo que hacer, me dije, es meterme en la imagen, construir yo esa imagen que siempre había buscado, hacerme parte de ella” (Longoni 2009, 56). Fue en el momento de esa performance inesperada cuando Quieto logra imprimir su propia huella en las fotografías, y encuentra el recurso: el montaje permite crear una imagen nueva que los contenga a los dos: padre e hija. Se produce exactamente lo inverso a lo que sucedió durante la dictadura: la intervención artística permite de alguna manera que Carlos Alberto Quieto aparezca nuevamente, ahora desde la materialidad de la imagen.

Una vez hallado el recurso artístico, Lucila Quieto, que en ese entonces participaba de las reuniones de HIJOS, puso un cartel ofreciendo a los otros integrantes fotografiarse junto a sus padres o madres desaparecidos. De este trabajo, que le llevó dos años, entre 1999 y 2001, surgieron las trece fotografías intervenidas que integran la muestra Arqueología de la memoria. En su momento, hace ya quince años, la muestra atrajo la mirada de la crítica especializada y dio a Lucila Quieto una gran visibilidad. En 2011, esta obra fue editada finalmente en formato libro por la editorial Casa Nova. Ana Longoni resalta el carácter colectivo de esta primera obra a partir de las propias palabras de la artista:

Las fotos se fueron haciendo entre todos ... Fue parte de un proceso de 25 años para poder generar una imagen, después de haber pasado por la experiencia de HIJOS como espacio colectivo. No hubiese sido lo mismo si yo hubiese hecho sola las fotos, no terminaba de transmitir cuál era el carácter de peso de toda una generación desaparecida (47).

La utilización de la fotografía como forma de representación de los desaparecidos tiene una larga genealogía que comienza en 1977, cuando las primeras Madres de Plaza de Mayo (antes incluso de asumir un nombre colectivo y de llevar sus pañuelos/pañales blancos como emblema identificador) comenzaron a reclamar a la dictadura que les devolvieran a sus hijos con vida, mientras portaban enormes carteles con sus fotografías en blanco y negro. Años después, a partir de 1996, integrantes de HIJOS volvieron a usar durante los escraches a los genocidas que continuaban sin ser juzgados en la Argentina grandes estandartes, esta vez con las fotografías de los militares y torturadores implicados con la dictadura, como repudio a las leyes de punto final del gobierno de Carlos Menem. Sin embargo, el uso artístico que Lucila Quieto da a la fotografía es diferente y establece lo que la propia artista enuncia como un tercer tiempo (Longoni 58). Ya no se trata solamente del pasado, donde lo que se recupera es solamente la figura de las víctimas, ni tampoco simplemente el presente, que habitan los familiares de los desaparecidos. La intervención de Lucila Quieto al sobreimprimir las imágenes de los cuerpos altera la temporalidad y construye este tercer tiempo, un tiempo imposible, el del reencuentro en el abrazo que permite la ficción y que el Estado desaparecedor impidió para siempre en el orden de lo real.


CODA


La historia que cuenta Alcoba en su última novela, decíamos, permite vislumbrar un final casi feliz: el de una niña que logra, después de un trabajoso itinerario, instalarse en otra lengua, el francés, y construir su nueva identidad de escritora. En los casos de Raquel Robles, Mariana Eva Pérez y Lucila Quieto, el proceso identitario se muestra como un trabajo difícil, ambivalente, traumático. Sin lugar a dudas, que Laura Alcoba habite y esté instalada como escritora en Francia y que estas tres últimas artistas vivan y produzcan su obra en la Argentina no es un dato menor. Tampoco es un dato menor que los padres de Laura Alcoba hayan sobrevivido, más allá de los vacíos e interferencias en el relato de las historias del pasado. Sin embargo, y a pesar de las diferencias que impulsan los distintos lugares de enunciación, en todos los casos nos encontramos con cuerpos femeninos atravesados por el dolor de una historia que todavía es un presente continuo en la Argentina y en todo el Cono Sur. Hasta que no se recuperen y puedan identificarse cada uno de los cuerpos de los desaparecidos, hasta que todos los genocidas no estén en prisión, hasta que no se encuentren todos los nietos apropiados, el pasado seguirá habitando el presente.




Notas


1 La crítica ha trabajado profusamente la relación que se establece en la narrativa de Alcoba entre memoria, autobiografía y ficción. Ver para ello Daona, Imperatore, Forné y Saban.

2 “Embute” era un término vigente en los años 70, totalmente en desuso en el presente de la enunciación de la novela. Significa algo escondido. Se refiere a la imprenta de Montoneros que estaba escondida por un muro ficticio detrás del galpón de la casa. Bajo la apariencia de un criadero de conejos, funcionaba allí la principal imprenta clandestina de la organización guerrillera.

3 En una entrevista, Laura Alcoba reconoció que su elección de escribir en francés y de trabajar el material autobiográfico a través de la ficción se relaciona con su búsqueda de producir una mirada extrañada sobre el pasado. Esto le permite desprenderse de su experiencia individual para articular así “el paso de lo personal a lo colectivo”. “Un carrusel de recuerdos” (Saban 2010, 246-251).

4 “Como mi padre sabe que a mí también me gusta mucho leer, pensó que podríamos leer ciertos libros los dos al mismo tiempo. Él los lee en español –el reglamento de la prisión le prohíbe leer en otros idiomas– mientras que yo, en el Blanc-Mesnil, leo en francés alguno de esos libros que él tiene en la celda. Eso me sirve de tema de conversación para nuestras cartas semanales, y al mismo tiempo avanzo mucho en mi aprendizaje de la lengua francesa”. (Alcoba 2014, 22).

5 Laura trabaja intensamente para hacer desaparecer el acento argentino: “Quisiera borrarlo, hacerlo desaparecer, arrancarlo de mí”, dice al respecto (34).

6 En un artículo muy interesante, Patricio Pron ubica a Laura Alcoba en una extensa genealogía de escritores argentinos que eligen una segunda lengua para escribir su obra literaria y que ofrecen así muchas dificultades a los críticos argentinos para leerlas, habituados a pensar a las literaturas en relación solamente a la lengua y al territorio. (Pron, 3).

7 Escrito en principio en un blog donde la autora fue volcando sus ideas y emociones personales, en 2012, gracias al éxito obtenido, Pérez lo publica en formato libro.

8 “Esmóloga” implica, irónicamente, ser una especialista en la ESMA, que es la sigla que refiere a la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires, donde funcionó entre 1976 y 1986 un centro clandestino de detención, tortura y exterminio. Los padres de Mariana Eva Pérez están desaparecidos desde 1978, cuando su mamá cursaba un embarazo de ocho meses. En 2001, la abuela materna de Eva y vicepresidenta de las Madres de Plaza de Mayo, Rosa Rosinblit, logró la identificación del hermano de Mariana que había nacido en la ESMA, y fue entregado ilegalmente a un matrimonio que lo crió como suyo (Pérez 2001).


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