KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 44 ( julio-diciembre, 2018), 65-80. ISSN: 1390-0102
DOI:https://doi.org/10.32719/13900102.2018.44.4
Fecha de recepción: 16 marzo 2018 Fecha de aceptación: 14 mayo 2018
Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador Universidad Complutense de Madrid
A partir de la novela Nombres y animales (2014), de la escritora dominicana Rita Indiana, este artículo analiza la figura del animal como tropo literario, en procesos de re/presentación de sujetos cuyos cuerpos, lenguaje y estructuras identitarias reflejan tensiones y fracturas en espacios de poder y explotación. Así se reparará en las formas en las que lo animal desestabiliza discursos centrados en el concepto hombre –como parámetro jerárquico normativo– para evidenciar, después, los intersticios abiertos por el animal (humano y no-humano) para subvertir fronteras homogéneas cuya pretensión es la inmunidad permanente ante cualquier forma de invasión foránea.
Palabras clave: Rita Indiana, lo animal, migración, novela, República Dominicana.
With a starting point in the novel Nombres y animales (2014), by Dominican writer Rita Indiana, this articles analyzes the figure of the animal as a literary trope in re/presentation processes of subjects whose bodies, language and identity structures reflect tensions and fractures in spaces of power and exploitation. Thus, herein there will be a consideration of the ways in which the animal destabilizes discourses centered on the concept of man –as a normative hierarchical parameter– in order to show, afterwards, the interstices opened by the animal (human and non-human) to subvert homogeneous borders which intend to generate permanent immunity against any form of foreign invasion.
Keywords: Rita Indiana, the animal, migration, novel, Dominican Republic.
desde la noche de los tiempos somos visitados, invadidos,
atravesados por los animales o por sus fantasmas
Jean-Chistophe Bailly, El animal como pensamiento
LOS ANIMALES FUERON, desde siempre, parte del entorno íntimo de la realidad del hombre. Aquellos contribuyeron en la constitución de la vida, tal como se la conoció y nombró. De ello da cuenta cualquier modalidad de historia natural así como los relatos de creación, evidenciando la primacía de los animales desde los orígenes de la civilización, pues ellos “según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie” (Biblia 2009, 2) poblaron el mundo aun antes de la aparición del hombre. Es por esto que los animales incidieron en las representaciones que la imaginación colectiva concibió sobre el mundo, en forma de símbolos, augurios y mensajes de la naturaleza en su interrelación con el hombre. Así, antes de ser inscrito en la mecánica productiva de la vida como fuente de alimento o vestido, o en contextos industriales y de trabajo en calidad de materia prima, el animal ocupó un lugar importante en las manifestaciones de lo oracular y de los sacrificios originarios que fundaron toda tradición mítica de creación de vida (Berger 1987).
En el campo de la literatura, la representación de animales sufrió cambios sustanciales: de aquellos que poseían connotaciones mágicas o religiosas, devinieron en signos que los aproximaban a contenidos alegóricos con finalidades moralizantes, didácticas o de ejemplarización. Todos estos textos se podrían juntar, de manera más bien panorámica, en géneros que adoptan la forma de relatos fantástico-maravillosos, de fábulas o de bestiarios. Ahora bien, estas manifestaciones literarias, en el contexto latinoamericano, evidenciaron alteraciones mayores que marcaron rupturas en el desarrollo de su escritura, sobre todo en lo que se refiere a su trasfondo clásico de raigambre humanista. Esto quiere decir que si bien antes se hablaba del animal como personaje-símbolo que reforzaba la idea del hombre como elemento central en la construcción cultural de su entorno –desde la exclusión de aquello que no compartía características en común (razón, lenguaje, conciencia)–, a partir de la segunda mitad del siglo XX se experimentó un giro que marcó una crisis en la construcción y representación de los animales en/desde la literatura continental.1
Este giro, que se puede fechar, según Julieta Yelin, en años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, es impulsado por una crisis humanística resultado de los crímenes bélicos que minaron los cimientos de la racionalidad antropocéntrica occidental.2 En este contexto, la escritura literaria –como todo discurso artístico– trató de indagar y comprender los nuevos parámetros en donde la representación de nuevos imaginarios animales se proyectó “como un modo literario de réplica a un conflicto que afectaba directamente las concepciones vigentes acerca de lo humano” (Yelin 2015, 14). De esta manera, la figura del animal y la concepción de lo animal develaron tensiones que anticipaban el declinar del humanismo como concepto regente de vida, y difuminó los límites –en general jerárquicos– que marcaban categorías disímiles entre lo humano y lo no-humano. Lo animal, entonces, retorna en la literatura desde los confines amenazantes de lo salvaje para evidenciar las grietas –o fallas, como las denomina Gabriel Giorgi– que la civilización occidental apenas pudo encubrir, y que tienen que ver con legados históricos, culturales y raciales. Porque es en este punto –siguiendo a Giorgi– que la producción estética (en general) y literaria (en particular) comienza a indagar la contigüidad de la vida humana marcada por formas salvajes:
La vida animal empezará, de modos cada vez más insistentes, a irrumpir en el interior de las casas, las cárceles, las ciudades; los espacios de la política y de lo político verán emerger en su interior una vida animal para la cual no tienen nombre; sobre todo, allí donde se interrogue el cuerpo, sus deseos, sus enfermedades, sus pasiones y sus afectos, allí donde el cuerpo se vuelva un protagonista y un motor de las investigaciones estéticas a la vez que horizonte de apuestas políticas, despuntará una animalidad que ya no podrá ser separada con precisión de la vida humana (Giorgi 2014, 11-12).
Esa indiferenciación entre lo humano y lo no-humano, entre el hombre y el animal, se proyecta en/desde la literatura como tropo literario que desestabiliza presupuestos naturalizados e internalizados por las culturas contemporáneas occidentales, y marca rutas de representación de territorios y formas que transcurren hacia lo animal como potencia que, a decir de Mónica Cragnolini, “excede, rompe, hace estallar los límites del sujeto y de lo personal”, pero también fractura, interrumpe, desarticula, “alter-acción en lo humano (una extrañeza, una otredad que desarma la mismidad y la propiedad de sí)” (en Yelin 2015, 63). O, como dice Florencia Garramuño, desde nuestra lectura, lo animal expulsaría la escritura hacia “una literatura que trabaja con restos de lo real” (2009, 15). Los restos, entonces y también, como lo animal que se cuela en el campo literario para desestabilizar la experiencia de la razón occidental, para tornar voluble los estatutos representacionales y, de esta forma, develar una realidad marcada por heterogeneidades que fracturan presupuestos de oposición y exclusión (ciudadano/extranjero, hombre/animal, cultura/naturaleza, razón/instinto, civilización/barbarie, individuo/colectivo, etc.). El animal, finalmente, abandona sus espacios de contención –aquellos asignados por el hombre–, lugares en los que se hacía fácil su clasificación y comprensión, y en su desplazamiento hacia la geografía humana abre líneas de exposición y colonización sobre procesos, cuerpos, territorios y sentidos de orden hasta ahora impasibles.
La novela Nombres y animales (2014), de Rita Indiana (República Dominicana, 1977) narra las experiencias de una niña al cuidado de sus tíos, mientras sus padres realizan un viaje a Europa para visitar la Exposición Universal de Sevilla en 1992. La pequeña, como empleada circunstancial en la clínica veterinaria de Tía Celia y Tío Fin –un espacio por el que transita lo más diverso de la fauna urbana de Santo Domingo–, describirá no solo estructuras de una intimidad coartada, sino de sociedades profundamente heterogéneas por sus flujos migratorios, así como la revelación de estructuras de poder y explotación que problematizan y enriquecen el relato en todos sus niveles. En este sentido, para comenzar, es necesario recalcar que el espacio dominicano de la narración se muestra colmado de animales, pero de animales domésticos, seres sometidos de manera hiperbólica a procesos civilizatorios cuyo inevitable fin parece ser su humanización. Esto marca claramente el contexto dicotómico del espacio social en el que se incorporan los animales en relación y dependencia de/con los humanos, de aquellos que aún guardan cercanía con el mundo salvaje. En la clínica veterinaria en la que trabaja la narradora se congregan, en este caso, bestias desprovistas ya de toda animalidad:
Desde que empecé a trabajar aquí he visto de todo. Boxers cojos apellidados Windsor, huskys siberianos con dermatitis aguda, papagayos cuyo pico sirvió de almuerzo a una especie de hongos conocida sólo en Tasmania, gatos angora a los que luego de ver El séptimo sello de Bergman les coge con despertar a sus dueños todas las noches a las 3:33 de la madrugada, terriers anoréxicos, collies miniaturas entrenados para marchar al ritmo de la Patética de Beethoven, chihuahuas que se creen minotauros, rottweilers con complejo de culpa y monitos entrados de contrabando por un danés que le cargaba los bultos a Janis Joplin (Indiana 2014, 99).
Estos animales-pacientes se inscriben, de manera inteligible, en los aledaños de lo humano, pues en el espacio veterinario del cuidado de la propiedad animal, la narradora registra características de una domesticación que parece trocar lo salvaje en formas y maneras comunes a las sociedades occidentales contemporáneas. Sin embargo la misma descripción marca un desplazamiento amplificado del animal hacia una espectacularidad –más que una especularidad– que termina demarcando un grado de comunión e intimidad al que los animales de compañía, en la modernidad, son sometidos patológicamente. Pero es esta misma obsesión por aproximar el animal al hombre, la que evidencia el miedo al otro, a lo salvaje incomprensible, a lo perturbador que tiene la naturaleza puesto que, de no ser domesticada, conmina lo humano hacia su fin. Como dice Florencia Garramuño, más que pensar que en la novela se da una “configuración de lo animal como comunidad con lo humano” (Garramuño 2011, 2), se trataría de la proscripción del animal-propiedad al interior de los confines del espacio del hombre, a través de la exacerbación de sus rasgos antropomórficos. La consigna: encubrir al animal de la forma más humana posible. Así, por ejemplo, cuando la narradora nos habla de perros, se refiere a uno que posee un nombre artístico “porque según doña Moni con ese pelo y ese porte ya desde los dos meses se parecía a Mauricio Garcés, un actor que, decía ella, tenía mucho sex appeal” (Indiana 2014, 25), o a otro llamado Derek, cuya dueña lo “sostiene […] como a un bebé mientras le da un biberón de jugo de ciruela” (43); lo que en definitiva evidencia procesos de borradura de toda huella del ser no-humano, de manera tal que esta mimetización forzada le permita mantenerse en espacios sociales comunes sin peligro a interferir en las formas de vida social estatuidas por Ley (Bailly 2014, 19).3
El afuera salvaje, espacio de inminencia del animal, se vuelve doméstico, íntimo en la sensación de conocimiento del hombre y del estar-en los espacios de confluencia colectiva. El animal se transforma de este modo, en una prótesis: especie de extensión ajena al cuerpo pero familiar y útil, en última instancia, como re/presentación de pautas estéticas, sociales y culturales del amo, en sí mismo.
Y sin embargo el animal mantiene un carácter inasible, que es lo que devuelve al hombre la percepción de confusión, inestabilidad y de tensión pues no sabe exactamente cómo actuar más allá de la elaboración de medios y discursos (vanos) de contención. Lo animal sobreviene de manera inevitable, porque cualquier trazo animal se resiste, se evade. De aquí que Jean-Christophe Bailly diga –muy próximo a Deleuze y Guattari– que el animal es sobre todo potencia porque habita, muy a pesar del hombre, en un fuera-de-campo (22). Pero el hombre no claudica. Trata de reafirmarse a partir de aquella inquietud o de la hipocresía “hacia esos otros vivientes que están ahí como él y de otra manera que él sobre la tierra” (Bailly 2014, 27). De aquí que se comprenda la actitud obsesiva de la narradora quien, a lo largo de la novela, levanta listas con posibles nombres para los animales que la rodean, sobre todo un gato callejero que ronda la clínica veterinaria –y que representa, a sus ojos, lo salvaje inasible. Y es que el hecho de la innominación constituye un problema al momento de exigir obediencia, de domesticar y generar cuerpos subyugados que se avengan a las normas de la comunidad humana.
Los gatos no tienen nombres, eso lo sabe todo el mundo. A los perros, sin embargo, cualquier cosa les queda bien, uno tira una o dos sílabas y se les quedan pegadas con velcro: Wally, Furia, Pelusa, etc. El problema es que sin un nombre los gatos no responden, ¿y para qué quiere uno un animal que no viene cuando lo llaman? Mucha gente se conforma, dicen Aníbal, Abril, Pelusa, etc., y los nombres rebotan como el agua sobre los pelos de gato. Dicen Merlín, Alba, Jesús y los gatos, como si no fuera con ellos, van a lamerse el culo en la dirección opuesta. Cualquiera se tira de un puente (Indiana 2014, 5).
El lenguaje es, por excelencia, un acto de domesticación. Nombrar implica la sujeción del otro al orden de la cultura. Se levantan así los travesaños de la Ley, al interior de la cual se sitúan los sujetos/animales subordinados, en contraposición con aquellos que no responden al llamado y que, por tanto, son inútiles ante el sistema. El nombre ofrece la posibilidad de una existencia social, iniciando al sujeto nombrado en la “vida temporal del lenguaje” (Butler 2004, 17); es decir, en el ciclo del Logos. El nombre se origina, entonces, como una acción de imposición que le permite a la narradora de Nombres y animales regular el barullo de una realidad que se encuentra excluida de los parámetros prefijados por los estatutos humanos. Lo que trata de hacer es, pues, fijar la realidad que se halla fuera-de-campo, reencausando el equilibrio vital en relación con lo estatuido para la figura del animal de compañía o de trabajo: “Yo no había hecho el más mínimo intento de buscar al gatito –dice la narradora, en otro pasaje de la novela–, ya que sin nombre el gato era una bola de pelos que no respondía más que a su propia necesidad de alimento y sueño” (Indiana 2014, 130).
Esta es la razón de ser de los listados que, de manera obsesiva, la muchacha intenta engrosar con el fin de encontrar un nombre que asegure la obediencia del gato. El orden establecido por la comunidad así lo exige y así siente ella, en principio, que debe proceder. El crecimiento desaforado de las listas refleja, por esto, la proyección desesperada por asir al animal al interior de un sistema que anula cualquier otredad inescrutable, como posibilidad de existencia. Y tal vez esta sea la causa de que los primeros nombres recogidos por la protagonista sean aquellos –desde su perspectiva– más comunes al animal (Cianuro, Alcanfor, Arepa, Kayuco, Kawasaki, Bambi, Núcleo), para poco a poco apuntar otros más “humanos” (Rosario, Layla, Renata, Ruth, Ingrid, Lucía), para concluir, como fin del proceso intensivo de apropiación del otro, por escribir su nombre (nombre que por cierto no se menciona nunca): “¿Y si intentaba con mi propio nombre? Después de todo, ¿no ponían los padres sus propios nombres a los hijos?
En unos segundos mi nombre estuvo escrito en letras de molde, arranqué la página y me la metí en el bolsillo” (Indiana 2014, 48).
Se ratifica lo dicho sobre la nominación como acto civilizatorio, como proceso enfocado a la subordinación de lo salvaje/animal. Encontrar un nombre para el animal implica –como dice Julia Kristeva– escapar del no-lenguaje que representa “lo externo, la naturaleza, la barbarie” (1988, 9), a partir de un acto de violencia que supone la sujeción del otro que ya no puede escapar, sino obedecer al llamado. Así, más que un derecho de presencia (Blanchot 1994, 41), el nombre provoca sufrimiento o, a decir de Walter Benjamin, melancolía, ya que “lo que recibe un nombre, que se evoca con un nombre propio, ya es melancólico, puesto que el nombre siempre y sin excepción es una especie de identificación” (en García-Düttmann 2013, 103). Es decir, una vez nombrados por la voz que nos identifica –y que al mismo tiempo soterra cualquier esencia ininteligible–, quedamos atrapados, para siempre, en los engranajes de orden de la razón logocéntrica.
Como se apuntó, la narradora asume la función nominadora legando, a través del nombre, su humanidad al animal. En este caso, su capacidad de “llamar” proviene y depende de ella, que es la que detenta el lenguaje, pues como dice Derrida, “[a]l encontrarse privado de lenguaje, [el animal] pierde el poder de nombrar, de nombrarse, incluso de responder de su nombre” (Derrida 2008, 35; cursivas en el original). Pero en la novela este poder se ejerce aun y a pesar de que nunca se sepa el nombre de la narradora. Esta innominación, más que un vacío o falencia, le confiere un puesto oscilante desde el cual la narradora está más próxima al animal. Así, el hecho de que la muchacha no encuentre un nombre para el gato, a lo largo de toda la novela, resulta sintomático, pues no ha podido encontrar “uno que sirva, un nombre al que el gato quiera responder” (Indiana 2014, 104).
Si, como dice Althusser, desde el punto de vista de la ideología religiosa se bautiza a los individuos para transformarlos en sujetos, reconociendo que a partir de este acto pueden ser interpelados pues se hallan dotados de una identidad singular (Althusser 1974, 62), ¿quién, como al animal, es capaz de interpelar a la narradora? Se genera, desde el vacío de la propia narradora sin nombre, una subversión del orden estructural del sujeto identificado que, al mismo tiempo y debido a esto, no puede nombrar. Pero esta falta le permitiría gozar de una inmediación más evidente con el animal, aquel que escapa a todo proceso de nominación, que está constantemente desaparecido y que, por tanto, no puede ser contenido, conceptualizado o disciplinado. Esa precarización del estar fuera del Logos es el que regresa y contamina a la narradora pues si el sujeto que nombra ocupa un lugar central, y desde allí llama e interpela al otro que, al ser nombrado, se reconoce en aquélla para identificarla asimismo como parte suya (Althusseer, 65), la proyección y reconocimiento es más bien la de la narradora desplazada hacia la esencia y carácter del animal que escapa, desoyendo el llamado y reclamo de la civilización para su enclaustramiento.
Así, el vacío denominativo de la narradora y su imposibilidad de nombrar al gato termina empujándola a lo animal, hacia ese deseo de ser y habitar la otredad, deseo que como un ratón “meneaba la cola en [sus] adentros” (Indiana 2014, 108), y le hacía hacer cosas “como solo los animales saben hacerlo” (128). Como vemos, la novela de Rita Indiana genera desplazamientos de oposición ontológica humano/animal para ir más allá de cualquier oposición arbitraria y plantear opciones de vida más bien móviles, fluctuantes, en/desde la intensidad de un fuera-de-campo.
De la misma manera, la novela abre dimensiones de lo animal a partir de los nombres que designan o que, más bien, no nombran a los personajes humanos. Es el caso de los inmigrantes haitianos que, al igual que los animales, colman el trabajo de Rita Indiana. De ello da cuenta, como en muchas otras partes del libro, el siguiente párrafo:
Un día, sin aviso, Tía Celia llegó [a la casa de los abuelos] con dos haitianos y como diez galones de pintura blanca. Pusimos a los viejos en la habitación del fondo con las ventanas abiertas en lo que los haitianos pintaban la sala […] Cuando le tocó a la habitación del medio, los rodamos al patio y allí se quedaron toda la tarde muy callados preguntando, más por quedar bien que por interés real, que cuánto cobraban los haitianos por pintar la casa. La Tía Celia, que es arquitecta e ingeniera y tiene haitianos hasta para regalar, les dijo que no se preocuparan por eso, que eso era un asunto entre ella y sus haitianos (40).
En esta cita los haitianos –que a decir de Tía Celia, posee por miles– se presentan como masa de trabajo anónima, como reducción de un grupo humano a la generalidad laboral del gentilicio, como telón de fondo en el funcionamiento de la maquinaria de la producción del capital y, en este sentido, como animales de carga que deambulan al compás de la evolución estructural del mercado. Desde el entramado ficcional, se develan políticas que inscriben y clasifican los cuerpos sobre ordenamientos jerárquicos y economías de vida y de muerte; es decir, de los ordenamientos esbozados por una biopolítica que produce cuerpos y que les asigna un lugar y sentido determinados en el enrevesado mapa social de la comunidad.4 La biopolítica plantea la generación de formas de control y administración cada vez más profundas y amplias del ciclo biológico de los cuerpos y de las poblaciones. Esto quiere decir que las sociedades empiezan a desarrollar lógicas y racionalidades diversas en torno a los modos de hacer vivir y los modos de matar o de dejar morir. Foucault lo expresa en una frase más bien conocida, ante la emergencia del biopoder: “El viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado por el poder de hacer vivir o de rechazar hacia la muerte” (Foucault 1984, 167; cursivas en el original).
El “hacer vivir”, bajo esta lógica, rompe con toda idea de ciclos biológicos o naturales de la vida y de la muerte de los cuerpos, considerados como entidades exteriores a toda esfera de intervención ético-política, para transformarlo en espacio de decisiones basadas en saberes y tecnologías. El cuerpo deviene en foco de intervenciones y por lo tanto de politización. Se sabe que la modernidad intensifica estas tecnologías haciendo de la subjetividad (y de la esfera pública y de lo colectivo) un campo de reflexión y de políticas acerca de cómo vivir y de cómo morir. Tal vez por esto, en Nombres y animales los migrantes haitianos responden a una lógica de trabajo masivo en el que, vacíos de toda característica humana, son solo cuerpos productivos (cómo vivir) que se aproximan al estatus de seres humanos cuando el ciclo del capital se despliega. En otras palabras, solo pueden ser nombrados a partir de su identificación con el trabajo y una insinuación de acceso al sistema remunerativo que alimenta nuevas etapas de producción. Por esto, los migrantes solo necesitan ser designados con un trazo nominal sobre la hoja de papel en la libreta de Tía Celia. Allí se consuma, finalmente, el desempeño de sus haitianos.
Los días de pago Tía Celia, que prefiere hacer ella misma las matemáticas, saca una caja con sobrecitos de papel manila, un lapicero y una libreta, también una pequeña caja de metal con candado donde guarda el dinero. Se sienta en la mesa con una taza de café negro grande y comienza a distribuir billetes de cien pesos en grupos de dos o tres, luego anota los nombres (Filomé, Jean-Jacques, Luc-Valentin) en el sobre, lo lame y lo cierra (Indiana 2014, 122).
A propósito de lo dicho hasta aquí, Oscar Ariel Cabezas, en su libro Postsoberanía: Literatura, política y trabajo, hace una re lectura del Marx de los Manuscritos de 1844, donde rescata la idea de que es el trabajo el que instaura al ser humano como hombre –como criatura que es y que hace con el mundo–, en contraposición con el animal. Así se delimita el espacio de producción, fuera del cual no existiría nada excepto barbarie; es decir: naturaleza bruta (Cabezas 2013, 208-9). Porque es en las jornadas productivas, en el desarrollo de todo proceso laboral, donde el hombre se diferencia del animal y desde donde, precisamente, se lo excluye.5 Con esta precisión, la palabra domesticación adquiere para el (animal) migrante, un sentido específico. “Domesticar” significaba, antes, incluir a alguien como miembro de un hogar. Esta era una definición ambigua en la que al parecer no existía ningún propósito de explotación. Sin embargo, con el tiempo, el significado de la palabra adquirió particularidad en este campo, llegando a connotar la relación de algo o alguien con una casa y con unos deberes. Esto podría ciertamente implicar trabajo, pero no se saben los modos, relaciones, valores o incluso especies involucradas. Lo que sí se tiene claro es que de allí surgió el tercer significado, casi definitivo: dominar o poner bajo control (Hribal, 138).
Para nuestro estudio, y con este trasfondo, “domesticar” sería un verbo muy próximo al de “nominar”, lo que desde el punto de vista del trabajo capitalista se emparentó con el sustantivo simple de “nómina”, palabra que designa a los miembros productivos de un colectivo laboral que, bajo control productivo, se inserta en procesos intensivos de explotación propios del sistema mercantil. El nombre identifica al otro como alguien capaz de responder, en situaciones determinadas, a la máquina de producción. Para todo lo demás, los haitianos de la novela se representan de manera elusiva como animales cosificados por la migración, en el sentido de un capital excedente de trabajo humano, cuyo legado son los mismos espacios de los que son expulsados indistintamente.
Como se puede ver, la distinción normativa –moderna y civilizatoria– entre el hombre y el animal es susceptible de ser desplazada por líneas de cruce y ambivalencia. Es lo que Deleuze y Guattari plantearon en términos de “devenir”, y que apunta a la desontologización activa de toda noción humanista. Así, el carácter histórico y antagónico de las dicotomías originadas desde lo humano y lo animal, puede ser resemantizado en función de lecturas que identifiquen espacios de tensión como evidencia de cuestiones relacionadas con los modos de representación de existencia en el mundo contemporáneo. Por lo tanto el animal podría ser entendido como artefacto cultural –a decir de Gabriel Giorgi–, figura que permitiría diferenciar entre vidas reconocibles y legibles socialmente, y vidas opacas al orden jurídico de la comunidad (Giorgi 2014, 30). Desde aquí se desmantelan los discursos culturales que ubican a lo humano (o algunas formas de lo humano, como ya se vio) en espacios hegemónicos de control de la totalidad, en relación con otras formas de ser en el mundo vinculados a lo carente, fracturado o vacío.
Y así se clausuran las distinciones sostenidas por los mecanismos de control de imaginarios civilizatorios modernos: la distinción entre naturaleza y cultura, la exterioridad radical y al mismo tiempo constitutiva, el antagonismo eterno entre un universo natural –el espacio de los instintos, la violencia y el caos permanente– y el orden de la razón, que es el reino de la humanidad proyectada en las estructuras de poder occidentales y capitalistas, y que responde al orden de dominación del hombre sobre la naturaleza. El animal, en consecuencia, pierde su definición formal, para volverse más un trazo desfigurado; deja de ser un cuerpo que se discierne –es decir, que se reconoce–, y se devela como algo indistinto: materia de contornos difusos, difícilmente reducible a una forma-cuerpo. De aquí que Sergio Chejfec diga que los animales son parte de un mundo indeterminado, y ellos mismos –como una suerte de lengua franca– “carecen de relaciones predeterminadas con el significado” (2013). Por esto su carácter ubicuo y polisémico, signos en desplazamiento constante. En este sentido, el animal es menos una instancia de “representación” que una instancia de fuerzas. Lo animal, así, excede y elude figuraciones posibles: desde el cuerpo protesta contra toda imagen; de aquí que reclame registros que permitan intuir eso de singular que pasa entre los cuerpos y que resiste clasificación o lugar predefinido.6
Le explico [a Radamés, un migrante haitiano] que el gato no tiene nombre porque no he encontrado uno que sirva, un nombre al que el gato quiera responder. Él se pone muy serio y me dice que hay cosas más importantes que un nombre. Radamés está casi desnudo, con unos pantaloncitos cortos que usa para bañar a los perros, y el agua en su piel, con la poca luz que entra por una ventanita, le saca un brillo de cetáceo. Está claro que Radamés piensa que lo que hago es un disparate y que el gato no va a cambiar nunca. Agarro un trozo de toalla que hay en el piso y me acerco para ayudarlo a secar el perro, cuando estoy cerca me agarra con dos dedos por la muñeca para dirigir el ritmo de mi mano, me mira a los ojos y no me dice nada. Luego muy tranquilo enciende el secador echando aire caliente y ya su boca no se mueve mientras yo subo las escaleras escuchando el zumbido del aparato, sintiendo a un delfín fuera del agua sacudiéndoseme adentro (Indiana 2014, 104).
El animal pierde nitidez, difumina su contorno al interior de la narradora, y manifiesta su potencia sobre toda convención, orden y código nominal; y en este sentido deja de ser una “figura” retóricamente disponible. ¿Cómo hablar de algo, en este sentido, etéreo? No existe tropo denominativo para un cuerpo que se desvanece. La crisis de la forma-animal es también una crisis de las lógicas de representación y de ordenación de cuerpos y especies. ¿A qué género pertenecen estos animales-migrantes haitianos en la novela de Rita Indiana? ¿O con qué espacio se identifican? La forma-animal que los constituye se resiste en los repertorios de la imaginación estética para habitar un fuera-de-campo desde el que nos interpelan constantemente. Se fundan, así, nuevas políticas y retóricas de lo viviente, como dice Giorgi (2011 y 2012), para explorar ese umbral de formas de vida y agenciamiento que comienzan a poblar los lenguajes estéticos y a interrogar, desde allí, la noción misma de cuerpo, las lógicas sensibles de los locus de pertenencia, así como los modos de re/presentación del otro.
1 Esperanza López Prada, Bestiarios americanos. La tradición animalística en el cuento hispanoamericano contemporáneo; Gabriel Giorgi, Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica; Julieta Yelin, La letra salvaje; María Esther Maciel, Literatura e animalidade. Se puede mencionar también el estudio extenso que Andrés Ramírez Lámbarry realizó sobre la voz animal en la literatura hispanoamericana. Su corpus de estudio se aboca a textos narrativos de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. Aunque no desarrolla una justificación específica, afirma que: “el animal ha adoptado [en este último período] nuevos roles y nuevas voces, resultado de un cambio de valores, ideologías y tradiciones” (2011, 2).
2 No hay que dejar de lado el hecho de que en el contexto ideológico de la posguerra, se generaron propuestas filosóficas que desmontaron la tradición del pensamiento occidental que, desde Aristóteles, daba preeminencia al estatuto humano, en contraposición al del animal: ser “no racional” carente de todas las cualidades que constituían al hombre. Entre los exponentes de esta contracorriente filosófica –y que constituyen una línea transversal del marco teórico que maneja el presente artículo–, podemos nombrar a Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Maurice Blanchot, Giorgio Agamben o Roberto Esposito.
3 Jean-Christophe Bailly habla de una zona de afectos con los llamados animales de compañía, que siempre excede la esfera privada. De aquí que sea el afecto el que confunde la relación del hombre con respecto al animal: el hecho de que hay que amar a los animales. A partir de la creencia occidental de que es bueno quererlos se han erigido fronteras que han “encerrado a los animales en vastos espacios-conceptos de donde supuestamente no pueden salir”, mientras que el hombre permanece (y se constituye) por el simple hecho de estar fuera de esos cercos, “dejando bien lejos tras de sí, lo más lejos posible, la bestialidad, humillada, y la animalidad, como etapas o malos (pero acosadores) recuerdos”. Énfasis original. Así, los animales se han visto fijados a lugares en los que el hombre cree y programa que deben estar y ser.
4 Para Agamben se piensa las vidas a proteger, como las formas de vida que pueden ser reconocidas como tal (bios); y las vidas a abandonar, las vidas cuya muerte no constituye delito y que el filósofo italiano asocia con zoé, con la vida que no se puede cualificar, sin forma, que se superpone a la vida animal y vegetal. Así, la biopolítica para Agamben es el tejido múltiple y complejo, en el que se decide (desde un régimen de soberanía) entre vidas reconocibles y vidas irreconocibles: entre bios y zoé. Por su parte, Roberto Esposito interroga la genealogía jurídica y religiosa del concepto de “persona”, a la que caracteriza a partir de su distribución desigual: no todo cuerpo o vida humana se corresponde con una persona; y es que la persona solo puede llegar a constituirse a través de su relación con cuerpos que son no-personas, y que son representados en esencia por el animal, figura que se sobrepone/proyecta a “otros” humanos: locos, anormales, niños, enfermos, inmigrantes, etc. De aquí que la categoría de “persona” revele para Esposito el dispositivo donde demarcan los cuerpos y el bios en general a partir de un principio de dominio y de sujeción de la vida: persona plena será aquella que tiene control sobre su propio cuerpo, quien se declara “dueña” de su cuerpo y es capaz de someter su “parte animal”. A diferencia de Agamben, que apunta al límite extremo de destitución y exclusión, la división persona/no-persona abre otras lógicas críticas que parecen entrever de mejor manera las lógicas de violencia y de resistencia y de apertura a posibilidades de vida. (Agamben 2006; Esposito 2005).
5 Desde la perspectiva del desarrollo capitalista, resulta importante ampliar la discusión sobre explotación animal en la consolidación de los sistemas de mercado occidental. De forma panorámica, sobre este punto, se puede ver: (Haraway 2008), (Torres 2007) y (Hribal 2014). Asimismo cabría tomar nota de algunas posturas que argumentan a favor del desplazamiento experimentado por los animales, de objetos pasivos y sometidos, a agentes activos de producción y generadores de riqueza. Jason Hribal, por ejemplo, ya no ve distinción entre las formas de trabajo moderno que antes diferenciaba a hombres de animales –tal y como Marx lo había previsto–, incluso en términos espaciales donde se tenían fronteras marcadas entre la casa y el lugar de trabajo como instancias separadas. En la contemporaneidad el trabajo es a la vida misma indisociable de otros roles humanos relacionados con, por ejemplo, ocio o familia (Hribal 2014, 127).
6 Estos excesos que desde nuestro estudio reflejan lo animal podrían responder a las crisis de autonomía estética contemporánea y la exploración de nuevos registros y estatutos artísticos previstos por Florencia Garramuño en su libro La experiencia opaca. Literatura y desencanto, citado anteriormente.
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