KIPUS: REVISTA ANDINA DE LETRAS Y ESTUDIOS CULTURALES,
No. 44 ( julio-diciembre, 2018), 33-47. ISSN: 1390-0102
DOI:https://doi.org/10.32719/13900102.2018.44.2
Fecha de recepción: 15 enero 2018 Fecha de aceptación: 20 marzo 2018
Universidad de los Andes, Colombia
La obra de Margarita García Robayo (Cartagena de Indias, 1980) se caracteriza por un tono crudo e irónico. En esa medida, parece una intención de la autora tomar lo socialmente establecido para ponerlo en crisis, recurriendo a ciertas imágenes corporales incómodas y desconcertantes, para desestimar su condición de invariabilidad. El presente ensayo propone una lectura de tres de sus obras, tomando en cuenta una superposición dinámica y cambiante entre el tema de la patria y del exilio, las imágenes corporales que los habitan y una escritura por momentos autorreferencial, que revela su relación con el cuerpo y, por lo tanto, con la memoria.
Palabras clave: Margarita García Robayo, literatura colombiana, literatura de mujeres, cuerpo y literatura, exilio y literatura.
The works of Margarita García Robayo (Cartagena de Indias, 1980) are characterized by a crude and ironic tone. To that extent, it seems the author has the intention of bringing the socially established into crisis by means of certain uncomfortable and disconcerting body images that reject society’s invariability condition. This essay proposes a reading of three of the author’s works, considering a dynamic and changing overlay between homeland and exile, body images that inhabit them, and a writing that can sometimes be self-referential, revealing her relationship with the body and, therefore, with memory.
Keywords: Margarita García Robayo, Colombian literature, women’s literature, body and literature, exile and literature.
Después vino el hastío, semana tras semana:
otra vez el mar. Qué raro que un charco
de agua infinita provoque raptos de poesía. Al próximo
poeta que proponga un verso sobre el mar, córtenle
los dedos de un tajo y que lo escriba con sangre.
Margarita García Robayo, “Mar”
TODO LO QUE llega de la mano de la escritura de Margarita García Robayo podría resumirse en la cita que antecede: la imagen conflictiva del charco de agua infinita, la conmoción en la idea de los dedos cercenados, el imperativo que encierra el deseo de leer algo escrito desde la herida y sus fluidos, demarcan una estética y una ética escritural. Valdría adelantar incluso que se trata de una estética y una ética de la provocación: la desestabilización de las certezas –¿puede la poesía ser cierta?– a partir de la perturbación de los sentidos.
Pienso en este como un camino posible para hablar de la obra de esta narradora nacida en Cartagena de Indias, y que reside ya desde hace varios años en Buenos Aires. En lo que viene, intentaré conducir mi lectura de tres textos de Margarita García Robayo –el libro de cuentos Cosas peores (2014) y las novelas Hasta que pase un huracán (2015) y Tiempo muerto (2017)– hacia una noción de perturbación de las ‘certezas’ que para delinearse tiene que pasar por el terreno de los sentidos: la de esta autora es una obra que desajusta lugares comunes y banas convenciones, aludiendo a la incomodidad como recurso narrativo. Sus personajes no tienen pretensiones pacificadoras: la figura del héroe se ausenta de un relato que no expone estereotipos y que, sin embargo, va configurando imágenes de las que surgen sensaciones, que a su vez dan origen a identificaciones: la novela como el espejo de aquello que, en tanto lectores, solemos negarnos a mirar o aquel espacio de reflexión al que no quisiéramos pertenecer.
Su escritura, por momentos, causa extrañeza y desagrado: un tipo de conmoción que puede percibirse en más de una forma. No se trata solamente de lo que el texto ‘cuenta’, en tanto ejercicio que pretende hilar argumentos para construir una historia específica, sino también de lo que las palabras ‘muestran’, constituyéndose en imágenes que refieren una materialidad que no se puede ignorar y que, por eso mismo, es inquietante. O para decirlo de otro modo: no se trata solamente de decir que alguien –y en este sentido, ese ‘alguien’ podría ser casi cualquier personaje de la obra de García Robayo o, incluso, ella misma– se ha sentado frente al mar, sintiendo un profundo hastío, sino que se trata también de decir que ese alguien frente al mar dice lo que desea –o sea, lo que no se debe decir, el deseo de la escritura que conmociona, a partir de la amputación de la materia– para provocar un quiebre en la lectura y, más allá, un cuestionamiento de lo que se supone tendría que ser la experiencia de lectura de una novela.
En ese sentido, esta perturbación de las ‘certezas’ ocurre en varios niveles que se contraponen, ya sea temáticos, retóricos o metaficcionales. Me gustaría, por tanto, sugerir una interpretación que camina entre el tema del exilio y las imágenes corporales que lo pueblan, para comprender la manera en la que esta escritura incómoda pone en crisis incluso el ejercicio de escritura en sí mismo.
Al menos en las dos novelas de Margarita García Robayo que he referido, la trama establece una relación directa con el exilio. Sin duda, García Robayo ha hecho de este uno de los rasgos distintivos de una escritura que puede ser calificada de ‘desarraigada’, aunque no esté exenta del todo de la necesidad de insistir en las crisis que el destierro suele impulsar ni se alce tampoco como el tema único de sus relatos. La idea griega del nostos, que se explica en tanto regreso a la patria como condición del héroe- viajero, es perturbada por una escritura incisiva y descalificadora. Por ejemplo, cuando en Tiempo muerto Pablo le pregunta a Lucía su opinión sobre la novela que él está escribiendo, Lucía, haciendo referencia a la idea de ‘volver a la patria’ que se perfila en ese proyecto novelístico, le contesta:
—A ver, no me parece que esté mal, pero...
—¿Pero qué?
[...]
—Quizá estoy demasiado prejuiciada por tu rollo de haberte ido y querer
volver a expiar no sé qué complejo de clase.
—Yo no quiero volver. [...] Pensé que podías hacer una lectura más elevada– dijo Pablo.
—La verdad es que me parece cursi.
—Porque a ti todo lo que tenga que ver con la idea de patria te parece cursi.
—Obvio.
—¿Obvio?
—La sola mención de la palabra me pone los pelos de punta. ¿Qué es esa mierda? ¿Quién nace con la bandera tatuada en la nuca? (García Robayo 2017c, 111-13).
Desde la descalificación de la escritura de Pablo por parte de su esposa, sarcasmo que recae también sobre el género de la novela en sí mismo, como desarrollaré más adelante, García Robayo sugiere un problema que, inevitablemente, inscribe su escritura en una tradición literaria –la latinoamericana– a la que logra poner en crisis desde adentro: si la patria y el desarraigo, en tanto temas que dependen el uno del otro, señalan la construcción del relato en torno a la identidad y la pertenencia, el tratamiento que de ellos lleva a cabo esta autora hace de la identidad y la pertenencia asuntos que conviven en arenas movedizas, que no logran llegar a puerto seguro, que están bajo una constante amenaza de zozobra.
En esta desestabilización de la patria como certeza, que se condensa en el diálogo en el que Lucía le dice a Pablo: “La patria es aquello que uno se lleva consigo”, no debe leerse una declaración simplista de una proclama en contra de la patria y sus raigambres fundacionales. Lo que hay es una profunda paradoja: la idea de la ‘patria’, como paradigma de una fijeza espacial que es capaz de proveer de cierta seguridad y de cierta noción de pertenencia a los sujetos, no desaparece del todo bajo la lupa de la ironía, sino que se descoloca. De tal manera, no se trata de negar aquello que la patria evoca –feliz o desgraciadamente–, pero sí su condición de lugar de origen y de perennidad. Así, patria es aquello que puede trasladarse con uno; patria es aquello que puede mutar junto a uno, dentro de uno.
¿No es acaso aquella una condición del viajero contemporáneo? Quizá por eso, el mar, que como afirma Diamela Eltit, fue en otras épocas “el espacio que forma las imaginaciones más intensas a las que apela el poder institucional” (Eltit 2008, 175), tanto en Hasta que pase un huracán como en Tiempo muerto constituye más bien un termómetro del relato y de los conflictos que viven los personajes: del miedo a la asfixia de los hijos, expresado por una maternidad bastante neurótica, a la complicidad de una marea que se acompasa a la respiración agitada del sexo en las orillas. El mar pareciera, como la patria, mudar con cada personaje, dentro de cada uno:
Al fondo el mar Caribe, cristalino y prometedor. La verdad era que a Pablo le costaba hacerse una opinión propia sobre ese lugar –¿su lugar?–; también le costaba sentir lástima por sus moradores. Quizá porque no se sentía tan distinto a ellos, ni más ni menos afortunado que ellos. Pensaba que bien podría abandonase ahí a curtirse con el paso de los días, a mirar cómo la mañana se hacía tarde y la tarde noche en el mismo tiempo que cabía en un siglo (García Robayo 2017c, 125).
Era el mejor país del mundo, pero yo no podía vivir allí porque me acordaba mucho de los muertos que habíamos tirado al mar. De mi mamá y de Niní. Por eso me fui. Primero a Perú, después a Ecuador, y así fui subiendo hasta que me encontré con el mar Caribe, justo antes de doblar a la izquierda, para seguir viaje hacia arriba. Pero entonces me hice esta choza, y ya no seguía (García Robayo 2015, 21).
El aire huele bien. A sal. Cierra los ojos, se sumerge por unos segundos largos en los que alcanza a olvidarse de sus hijos. Piensa en algo placentero: uvas verdes sin semilla. Masticar sin miedo una tras otra. Vuelve a la superficie y mira la costa para ubicarlos. Rosa cava. Tomás está de pie, mirándola a ella (García Robayo 2017c, 132).
Lo bueno y lo malo de vivir frente al mar es exactamente lo mismo: que el mundo se acaba en el horizonte, o sea que el mundo nunca se acaba. Y uno siempre espera demasiado (García Robayo 2015, 7).
Como la patria, el mar se traslada con cada personaje, con sus angustias y sus dudas. Como si cada uno de ellos fuera un poeta y escribiera unos versos acerca del mar, con la identidad insustituible de la sangre de sus dedos cercenados.
Volvamos al viaje. Reflexionando sobre una posible identidad como ‘escritora’, de nuevo Diamela Eltit se pregunta “¿quién soy?”, y recurre para ello a la idea del viaje literario. La chilena tiene una certeza: una culpa lúcida en torno a su condición viajera como un privilegio de una escritora provinciana, de una escritora, si se quiere, de los márgenes. En la elaboración argumentativa de Eltit hay algo que retumba: no es posible responder a la pregunta sobre ‘¿quién es una?’ sin recurrir al cuerpo y a su prefiguración de unos límites: “Escritora significa mujer que escribe –señala Eltit–, significa el ingreso de su sexo y su sexo se funde y se confunde, biológico, a la escritura con la misma fuerza que porta el signo, y es posible que con un énfasis mayor que el poder de la letra. El órgano se hace letra” (Eltit, 261).
Traigo a colación estas preguntas/respuestas de la escritora chilena porque presiento que, como escritora de los márgenes, Margarita García Robayo ya no vuelve sobre ellas con la misma mirada hacia un pasado letrado predominantemente masculino. Eltit sabe que en sus desplazamientos –tanto geográficos como literarios– se ponen en tensión la idea del origen y la idea de la patria, pero la acompaña una reflexión sobre el cuerpo que es problemática. García Robayo parece, en cambio, haber incorporado ese “hacer letra el órgano” ya sin cuestionamientos, aunque la identidad y la pertenencia sean también los móviles de su escritura. Pero a diferencia de lo que estipula Eltit, en García Robayo la literatura no arrastra el cuerpo de la autora –tampoco arrastra con la certeza de cierta culpa que reconoce en el ejercicio de la literatura algún tipo de privilegio– sino que la escritura brota de esa materialidad incesante. Es una literatura que viaja con el cuerpo. Muda con él. Eltit se pregunta “¿Qué significa viajar como escritora?” (259). García Robayo, tal vez como otras escritoras de su generación, parece incorporar esa pregunta hasta su re-elaboración, que podría formularse de esta otra manera: “¿Cómo no viajar, cómo no desarraigarme, si porto la patria en mi cuerpo?”. A continuación me gustaría hablar de esa materialidad que surge de un tema como el del exilio y de sus características estéticas.
Antes de seguir debo aclarar algo: no quisiera tomar aquí al cuerpo como un territorio que se expande para la construcción de sentidos, menos aún para tratar de vislumbrar en él algún tipo de pugna que revele la complejidad de ciertos sistemas sociales. Si bien es posible tratar de leer el modo en el que el cuerpo está representado, por ejemplo, en la novela latinoamericana contemporánea escrita por mujeres, o configurar interpretaciones que apunten a comprender el cuerpo como posibilidad metafórica de lo social, pienso que una escritura como la de García Robayo asume el cuerpo –sus huellas, sus excepciones, sus heridas– desde una perturbadora materialidad que no podemos dejar pasar por alto y que es aquella materialidad que quiero proponer como dispositivo desestabilizador de certezas. Por lo tanto, más que señalar al cuerpo como estrategia que se encarga de representar una realidad en particular, propongo pensar en las huellas corporales que leemos como en mecanismos de la escritura –las figuras retóricas indicadas para este traslado de lo escrito hacia lo visible y lo sensorial serían la écfrasis y la hipotiposis– los mismos que nos llevan a imaginar esos cuerpos, su dolor, su historia, para que finalmente nos conmuevan y por lo tanto, nos perturben y nos sobrecojan.
No es este el espacio para ahondar en una elaboración teórica mucho más compleja sobre la imagen ni sobre las figuras retóricas citadas. Sin embargo, sí me gustaría señalar al menos que si los textos de Margarita García Robayo están plagados de cuerpos enfermos, caducos, débiles, febriles, etc., lo que se alza con todo el peso de su representación no es una ilusión del cuerpo como un todo que pueda ser escrito, sino más bien un peso, una solidez de lo desarticulado y lo fragmentario que logra atraer nuestra mirada y afectarnos. Es por eso que Jean-Luc Nancy aboga por un ir más allá del significado cuando se trata ya no de escribir sobre el cuerpo –que sería tratar de aprehenderlo y, en consecuencia, de arrastrar con él, de dominarlo para fijar certezas– sino de escribir el cuerpo mismo (Nancy 2003, 13). Nancy propone entonces pensar en una escritura en la que sea posible tocar el cuerpo. Esa tentativa del tacto solamente se comprende cuando el lenguaje se rinde ante la imagen y ella se niega a someterse al mandato de lo meramente racional.
Cosas peores, el libro de cuentos publicado en 2014, está poblado de estas materialidades que pesan en los sentidos de quien las lee. Uno tras otro, los cuerpos enfermos, envejecidos, deprimidos, obesos van construyendo una especie de bestiario que, sin embargo, no pretende fijar rarezas des-realizadas o particularidades inverosímiles. Por el contrario, la escritura de García Robayo acentúa la posibilidad de reconocerse en cualquiera de las huellas corporales ahí dispuestas. Para narrarlas, para referirlas, ella se acerca sin miedo a sus detalles. El cuento que da nombre al libro tal vez sea la prueba más clara de este ‘mirar de cerca’, no con el afán de desmenuzarlo todo, sino con la intención de tocar algo que conmueva. En el cuento, Titi es un niño/adolescente con una rara enfermedad que lo hace engordar de manera descontrolada. Apenas se relaciona con su madre, su tío y un enfermero que lo asiste, quienes son todo su universo de afectos:
—Quiero cagar –dijo Titi.
Desde hacía unos meses lo asistía un enfermero fortachón, porque la enfermera de antes ya no podía con su peso.
—¿Qué dices? –preguntó el enfermero, acercando su oreja a la boca de Titi, cuya voz se había debilitado. O no exactamente: la enfermedad hacía que el cuerpo aumentara de peso, pero algunos de los órganos internos mantenían su tamaño y resultaban insuficientes. En una radiografía era posible ver cómo sus cuerdas vocales se perdían dentro de la inmensidad de su aparato fonador: “Tiene la caja de resonancia de un elefante, pero con la capacidad de un mosquito”, algo así había explicado Fanny alguna vez. El enfermero lo sentó en el inodoro, entrecerró la puerta y esperó afuera.
—Ya –dijo Titi al rato, y el enfermero fue por él (García Robayo 2014, 64).
En el cuento “Algo mejor que yo”, todo el sufrimiento y el tedio de un profesor de colegio cuya hija ha muerto y que encuentra cualquier pretexto para viajar y tratar de encontrarse con otra hija que lo rechaza, también está condensado en una imagen corporal que lo acerca a los sentidos de quien la lee:
[...] Antes de meterse a la ducha, Orestes miraba su reflejo en la ventana por encima del verde de las ramas. Le gustaba mirarse desde todos los ángulos. No era tan claramente su reflejo, pero casi: el pelo blanco formando una aureola en la cabeza, la cara desdibujada, el pecho hundido, el vientre y el culo fofos, y la verga colgándole blanda sobre las bolas. Orestes casi no tenía bolas: se le habían consumido, aplastado. Cuando volvía al cuarto después de ducharse las sentía escurrirse por debajo de la bata y pensaba: son bolsas vacías, las mejillas caídas de una mujer anciana (García Robayo 2014, 77).
“Todo visto de cerca parece monstruoso”, ha dicho la autora en una entrevista (Marvel Aguilera 2018). Estos personajes se ven de cerca. Varios de ellos se acercan al espejo para constatar en la materia aquello de hastío y desolación que puede leerse en sus historias (Titi, en lugar de espejo, elaborará él mismo un muñeco que lo representa en un videojuego al que le dedica todo el día, como para ver su imagen obesa y transportarla ágil y valiente hacia la pantalla del televisor). En el cuento “Los álamos y el cielo de frente”, la desolación causada por la pérdida del hijo en la mitad del embarazo también asumirá peso y forma en el reconocimiento del cuerpo de Ema frente al espejo:
Ema temblaba. Se sacó la toalla de la cabeza y se frotó el pelo. El espejo estaba donde siempre había estado: en la puerta del cuarto del lado de adentro. Todavía tenía unas calcomanías de Jem and the Holograms. Se acercó, se paró lo más derecha que pudo y se miró de frente. Incluso en su pose más erguida era jorobada. Y esa barriga, ese maldito pellejo: la cicatriz le iba de extremo a extremo y era rojiza. El tajo estaba mal hecho. Había quedado torcido y eso hacía que el resto de su cuerpo se viera también desbalanceado. Tenía las tetas hinchadas: para ese momento debía estar amamantando. Los primeros días, cuando se ordeñaba, temía que el chorro de leche le saliera con mucha presión y le reventara los pezones. Se las tocó. Parecían de piedra: se presionó y expulsó un poco de esa agua blanca, claruchenta, que descendió por su barriga y aterrizó en la alfombra (García Robayo 2014, 125).
Tocar los cuerpos en la escritura nos permite llevar a cabo no un ejercicio meramente cognitivo, sino uno que consiente desarrollar una noción sensorial de la percepción: esos cuerpos pasan primero por la mirada. La representación del cuerpo acarrea siempre más de un problema. Hans Belting ha hablado de esa representación como de una elaboración de “imágenes autoengendradas”: (Belting 2007, 15) en tanto cuerpos, que somos, engendramos imágenes de cuerpos para que las lean otros cuerpos. Por lo tanto, las imágenes de cuerpos son aquellas que tienen la capacidad de poner en crisis los modos en los que miramos el mundo y a nosotros mismos. En esas imágenes miramos una incómoda semejanza humana: el ‘antropomormismo’ –afirmaba Blanchot, citado por Georges Didi-Huberman– como “el último eco de la verdad, cuando todo deja de ser cierto” (Didi-Huberman 2014, 13).
Los discursos hegemónicos han subordinado el uso de la imagen a sus propios intereses. Ante todo, las imágenes del cuerpo. Pensemos, por ejemplo, en los cuerpos útiles para la patria, para el mercado, para los dogmas religiosos, para la guerra. El pensamiento occidental, sin embargo, en tanto ha insistido en la diferenciación entre palabra e imagen, reconoce en la segunda un poder que Pablo Hernández ha caracterizado como “provocación efectiva de pasiones de origen sensible” (2012, 30) el mismo que corre el riesgo de despertar lo irracional, lo bárbaro, lo femenino y que, por lo tanto, debe ser contenido por el discurso y adecuarse a ciertos usos y funciones. ¿Qué sucede cuando esas imágenes, en lugar de ser sometidas o contenidas, se desbordan? La respuesta inmediata es: desestabilizan las certezas, desarticulan lo instituido. Y si lo que se desborda es aquello irracional, bárbaro y femenino, ¿no podríamos hablar de una escritura como la de Margarita García Robayo como una literatura que escribe con el cuerpo para tocar el cuerpo? Si lo que se es, aquello a lo que se pertenece, se porta en el cuerpo, es justamente desde el cuerpo desde donde se escribe. No es la literatura la que arrastra al cuerpo, como sugiere Eltit, sino el cuerpo el que permite que estalle la escritura. Escritura que se alza con toda la potencia de su feminidad, se reconoce monstruosa y bárbara y, por lo tanto, creadora de imágenes a las que da plena libertad: cuerpos que se desbordan para hacer que sintamos la tristeza, la frustración, el hastío y la desesperanza, todas huellas del fracaso inevitable de los tiempos que corren.
Quizá debido a este desborde de los cuerpos en la escritura de Margarita García Robayo, aquello de ‘racional’ que puede aparecer en su escritura está ligado a una reflexión en torno al acto de creación literaria, y específicamente al de la escritura novelística. Dicha reflexión metaficcional deja en evidencia ciertas estrategias, juega con los límites de lo real y lo irreal, dialoga con una tradición literaria con la que la autora coquetea, aunque sin dejar de ironizarla.
Quiero enfocarme en dos elementos que revelan lo dicho: por un lado, están las historias que el viejo Gustavo le cuenta a la narradora en Hasta que pase un huracán. En este personaje, de hecho, confluyen varias de la preocupaciones de mi lectura: se trata de un viajero cuyos orígenes son inciertos, que sugiere cierta nostalgia por un pasado difícil de descifrar y cuyo cuerpo va adquiriendo con la vejez un espesor que hará que transcurra en el relato como aquél a quien ya no le es posible alejarse del mar, es decir, del hastío. La protagonista, que narra en primera persona su propia vida y sus ansiedad por un destino más allá del lugar en el que nació, vuelve a buscar a Gustavo en su vieja choza de pescador, cada cierto tiempo, para abrazarse a su cuerpo envejecido en una hamaca frente al mar y escuchar sus historias:
Cuéntame una historia.
Ya te las conté todas.
Cuéntame una historia en la que aparezca yo.
Gustavo respiró hondo y negó con la cabeza: es una historia triste.
No me importa.
Me encogí a su lado. Recosté la cabeza en su regazo huesudo y maloliente.
Él me acarició el pelo:
Había una vez una princesa dulce y buena, que tenía un solo defecto: no sabía distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo horrendo, lo diabólico de lo celestial, lo perverso de lo inmaculado...
Me dormí (García Robayo 2015, 50).
A lo largo de la novela, la protagonista sabe que las historias de Gustavo no son reales. O tal vez lo sean, es indiferente. Hay, en todo caso, una clara provocación que implica volver sobre ciertos relatos aunque se dude de ellos –como en el relato en el que Gustavo cuenta el destino trágico de su familia, destino que la protagonista luego percibe como falso. Lo que interesa, finalmente, no es ir hacia los relatos buscando algún tipo de respuesta, sino cómo ellos van entretejiendo una especie de tradición que fija un lugar –el de la narración– como aquél al que es posible volver cuando la patria, la casa paterna y otras certezas se han puesto en crisis.
La relación de la protagonista con Gustavo es, en esencia, corporal: el primer encuentro, siendo ella todavía niña, se relata en el primer capítulo, cuando ella conoce su choza junto a su padre y Gustavo, sentado detrás de ella, le enseña a limpiar pescado, mientras acaricia su vagina. De ahí en más, en el transcurso de los años, ella volverá para ser acariciada, aunque luego Gustavo se niegue a hacerlo y la relación que inicialmente se afianzaba en esa cercanía sexual luego se estreche en el abrazo que se apresta a escuchar las historias. Sin embargo, un día, incluso la escucha se clausura, se agota, justo al final de la novela:
Nos metíamos en la hamaca y veíamos cómo el cielo se iba oscureciendo y llenando de estrellas, una luna, pocas nubes. Gustavo me contaba historias que ya me sabía, a veces las contaba mal y me tocaba corregirlo. A veces se inventaba pedazos nuevos, absurdos, inconducentes. Y yo lo dejaba seguir. Hasta que un día dejé de escucharlo. Fue fácil, en vez de su voz armando frases estiradas, oía el sonido de las olas y del viento: un chillido frío y afilado que al cabo de un rato se hacía un murmullo ensordecedor. Entonces me concentraba el horizonte [sic], que a esa hora estaba vacío (García Robayo 2015, 67).
El hastío de la protagonista frente a las historias de Gustavo es el hastío anunciado en el epígrafe que he citado, un tedio que se desata luego de años de volver al mar y de presenciar su infinitud. Sin embargo, dejar de escuchar no es dejar de abrazar un cuerpo, un peso cuya vida, de todos modos, transcurre anunciando su mortalidad. El cuerpo de Gustavo son los dedos cercenados. Los instantes compartidos son el mar. La protagonista vuelve a él pero se cansa del relato que se vuelve cursi, repetitivo. Se queda con el cuerpo en el abrazo, con la sangre que escribe los versos, pero no se queda con los versos.
El ejercicio metaficcional no está divorciado de un ejercicio de memoria que devela la presencia de la biografía de la autora en sus relatos. Si se escribe con el cuerpo para tocar el cuerpo, lo más seguro es que se arriesgue la vida en lo que se cuenta. En varias entrevistas publicadas en Internet, puede notarse que el elemento autobiográfico ha despertado más de una curiosidad con respecto a la vida de la escritora colombiana. Ella ha hablado de ‘autoficción’ como quien busca una palabra cualquiera para definir algo que poco le interesa definir. Pero lo cierto es que escribe sin fijar límites entre lo vivido y lo ficcionado. Tal vez por eso en los últimos años se haya animado a publicar un libro que reúne varios de sus recuerdos y sus fobias, titulado Primera persona (García Robayo 2017b). Aún no he visto el libro, pero su primer relato titulado “Mar” (García Robayo 2017a), al que corresponde el texto del epígrafe que encabeza este trabajo, fue publicado anteriormente en la Revista Telar. Lo que quiero apuntar aquí al anotar esta dosis de autorreferencialidad en el trabajo de García Robayo es que lejos de etiquetar su escritura como ‘autoficción’ –porque, como ya había dicho Paul De Man, la autobiografía no es un género, sino una figura de lectura que se da en todo texto (1991, 114), se trata de afirmar que si lo que se escribe no arrastra al cuerpo –es decir, no arrastra la vida– sino que se escribe con y desde el cuerpo –uno que, me gustaría volver a decir, es femenino, y por lo tanto adquiere cierto ‘espesor’ histórico–, los límites entre lo real y lo ficticio son lo de menos. Por eso, la estrategia metaficcional –tampoco como género sino más bien como entendimiento de la escritura– se confunde en el relato, se incorpora de tal modo que logra también desestabilizar la certeza de una tradición literaria.
Es inevitable preguntarse entonces si Margarita García Robayo pensó en la imagen de los dedos cercenados como metáfora de algo. Pienso que no. Quiero pensar que presenció una escena que decidió relatar, como mecanismo de purgación de la memoria. En Tiempo muerto, la narradora vuelve sobre la imagen cruel y despiadada:
[...] Se sentaron en una mesa al lado de una señora y su hijo. El chico se examinaba las manos muy de cerca, como si las tuviera plagadas de hormigas diminutas. Enfrente tenía un plato con restos de comida y unos cubiertos sucios. La madre fue a buscar a alguien que les limpiara la mesa, antes tomó al chico por los hombros y le dijo. “Stay sill”. Y, cuando estuvo a varios metros, el chico agarró el cuchillo y se rebanó los dedos como si cortara cebolla. Lo hizo repetidamente, sin emitir sonido [...] (García Robayo 2017c, 98).
La escena está contada en un lapsus en el que Lucía recuerda a Pablo, y trata de comprender por qué ahora lo siente tan ajeno a todo lo que ella es. Ante el vértigo que le provoca el hastío –como el que provoca el mar, o el hartazgo al escuchar las historias contadas por el viejo pescador una y otra vez–, el peso de un cuerpo sangrante en medio de una escena desgarradora, casi grosera, provoca un quiebre: un instante de imagen que lo descompone todo.
Cuando Lucía se burla del proyecto de novela que Pablo trata de llevar a cabo, también se deja ver este deseo de llegar a lo desbordante del cuerpo para salir del hastío. Pablo escribe su novela tratando de autofigurarse como un héroe que vuelve a su patria para tratar de redimirla. Es eso lo que a Lucía le aburre: una historia que se ha repetido una y otra vez, como las historias de Gustavo en Hasta que pase un huracán, o como el mar, en ese pequeño texto asimismo titulado: “Hubo un tiempo, el primero de todos, en que el mar era un territorio próximo, familiar y rutinario” (2017a, 15), escribe García Robayo. Luego, “vino el hastío”. En Tiempo muerto, hubo un tiempo en el que el matrimonio de Lucía y Pablo tenía sentido: era un territorio próximo, familiar y rutinario. Y luego el hastío. Por eso, para salir de él, reflejado en el proyecto de novela que Pablo sueña, en el momento en el que el tedio de la relación es aún más profundo, Lucía trama una sugerencia, que en el relato no está exenta de sarcasmo:
—Estuve pensando en tu novela –dice después y mira la pantalla–. Se
me ocurrió algo.
—Ah, ¿sí? ¿Qué?
—Que el malo no tenga piernas.
Pablo suelta una carcajada. Lucía le dice que habla en serio:
–Tienes que darle algún rasgo distintivo, no puede ser un tipo rico, poderoso y malvado. Es una caricatura. Yo le sacaría las piernas.
—¿En serio? –él la mira y le cuesta creer lo que escucha. No tanto por
lo que escucha, sino por cómo se lo dice: como si estuviera genuinamente interesada en ayudarlo.
—Que las haya perdido en un accidente de tránsito, por ejemplo. Y que
tenga unas prótesis de titanio: unas piernas tipo biónicas. Las alemanas son las mejores.
—¿Alemanas? –Pablo se pregunta de dónde sacó semejante cosa. Lo divierte. Quizá lo use.
—Es un país con una larga tradición de tullidos. Mucha guerra, o sea, mucho amputado (García Robayo 2017c, 123).
Sacar las piernas para que el relato tenga un rasgo distintivo; cercenar los dedos para que la poesía acerca del mar no aburra ni caiga en el lugar común. Esos cuerpos son, en definitiva, objeto de un deseo que expresa un interés claro por salir del hastío de una ficción que aplana e inmoviliza. No es casual entonces que en los cuentos, que la autora ha reconocido como una escritura más elaborada, esos cuerpos ya estén incorporados como imágenes indiscutibles de puesta en crisis de toda certeza: la del amor, la de la salud, la de la maternidad, e incluso la certeza de la muerte.
Aguilera, Marvel. 2018. “Todos podemos ser monstruos si nos miramos bien de cerca”. Entrevista a Margarita García Robayo. Revista Kunst (enero). Disponible en (https: //revistakunst.com/2018/01/08/margarita-garcia-robayo-todos-podemos-ser-monstruos-si-nos-miramos-bien-de-cerca).
Belting, Hans. 2007. Antropología de la imagen. Buenos Aires: Katz Editores.
Didi-Huberman, George. 2014. Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires: Manantial.
Eltit, Diamela. 2008. Signos vitales. Escritos sobre literatura, arte y política. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales.
García Robayo, Margarita. 2014. Cosas peores. Bogotá: Alfaguara.
García Robayo, Margarita. 2015. Hasta que pase un huracán. Buenos Aires: Laguna Libros.
García Robayo, Margarita. 2017a. “Mar”. Revista Telar. n.º 18: 15-28.
García Robayo, Margarita. 2017b. Primera persona. Lima: Pesopluma.
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