Artículo de opinión

Estudios de la Gestión: revista internacional de administración, No. 7
(Enero-Junio de 2020), 289-298. ISSN: 2550-6641; e-ISSN: 2661-6531


Investigar las organizaciones: el aporte de la antropología


Research organizations: The contribution of anthropology


Organizações de pesquisa: A contribuição da antropología


Fecha de presentación: 6 de enero de 2020







Anne-Gaël Bilhaut

Universidad Internacional del Ecuador agbilhaut@uide.edu.ec.




En 2013, el artículo del antropólogo anarquista David Graeber sobre los bullshit jobs tuvo un impacto mundial en los medios de comunicación y las columnas de opinión. Se constituía como una crítica después de la crisis financiera mundial de 2008. Y, desde la academia, esta polémica también fue altamente comentada. Para Graeber, los bullshit jobs son trabajos inútiles, percibidos como tales por las personas que los ejercen, que se enfrentan una crisis de sentido de su actividad laboral. Esta tesis lleva a un par de preguntas esenciales, que siguen ocupando a muchos investigadores sociales: ¿qué es el trabajo en la modernidad y en qué marco organizacional surgen estos trabajos inútiles?

Décadas antes, el sociólogo Georges Friedmann (1960, 10; traducción propia) recomendaba guardarse de “las definiciones metafísicas o solamente generales del trabajo, separadas de la historia, de la sociología, de la etnografía, sin referencia a la variedad de sus formas concretas según las sociedades, culturas, civilizaciones, sin considerar suficientemente cómo el trabajo es vivido y sentido por los que lo ejecutan”. A estas consideraciones se podría añadir aquella sobre la diversidad de las formas organizacionales en los sectores público, privado y asociativo, así como su tamaño. Friedmann enumeraba diferentes aspectos del trabajo: técnico, fisiológico (el impacto sobre el cuerpo orgánico del trabajador), psicológico (motivaciones, satisfacciones, conciencia y representaciones sobre el trabajo), social (relaciones dentro y fuera de la organización; grupos a los que pertenece el trabajador y que, a diferentes escalas, ejercen sobre él una acción en términos de valores, motivaciones, conciencia de clase, etc.), económico (tipo de organización, remuneraciones)... Pasaron sesenta años desde sus aportes –que no detallaré aquí, pero siguen siendo referencia–, que deberían ser actualizados considerando la globalización, la crisis del trabajo que ha surgido durante los últimos años y situaciones como las tecnologías de la información, que han provocado cambios profundos en las actividades profesionales y en la sociedad en general.

Los aportes de la economía feminista, por su parte, permitieron visibilizar el trabajo doméstico no remunerado. En España, por ejemplo, el valor del trabajo doméstico, realizado por el 70% de las mujeres, representa el 40,77% del PIB (Domínguez Forgueras 2019).

Desde la antropología se busca comúnmente describir la estructuración de las relaciones sociales en el trabajo a partir de las formas de presencia en él: la presentación de sí mismo, el cuerpo y su apariencia, la duración, la experiencia y las formas de compromiso son elementos tomados en cuenta, así como los nuevos espacios y tiempos fuera de la contratación. Las tecnologías de la información han modificado estas dimensiones de manera profunda.


La antropología organizacional para comprender el punto de vista de los actores


Dentro de las disciplinas que interesan al trabajo, la antropología organizacional es aún poco conocida. Se constituyó como rama de las ciencias sociales en los años 80 (Bate 1997), con el objetivo de entender, a partir de metodologías etnográficas de investigación, la naturaleza y el funcionamiento de las organizaciones de los sectores públicos y privados. Como método, la etnografía permite conocer las reglas no escritas que motivan o regulan los comportamientos de las personas, la sociabilidad, las relaciones de poder, los aprendizajes y las formas de transmisión, entre otros. Permite, asimismo, describir la “cultura organizacional”, concepto que a su vez ha sido objeto de muchas críticas (Harris y Ogbonna 1998) y de estudios que buscan, en general, identificar y caracterizar la cultura a través de las opiniones e interpretaciones de los miembros de la organización.1

Para Gregory (1983, 364; traducción propia), “la cultura se define como las formas aprendidas de hacer frente a la experiencia” en un contexto organizacional. Ella propuso que su investigación tome en cuenta el “punto de vista nativo” o emic, es decir, la percepción necesariamente subjetiva del sujeto, con la finalidad de proceder a un análisis comprensivo. Para Koot (citado en Van Marrewijk y Verweel 2005, 8; traducción propia), uno de los fundadores de la disciplina, “la atención debe centrarse en la comprensión de los mecanismos organizativos que subyacen a las interacciones diarias de las personas, tanto en el lugar de trabajo como en la gestión”. Para eso, es preciso el estudio de lo informal, los códigos, los símbolos, el lenguaje, los ritos, la indagación de los intersticios.

Como todo estudio etnográfico, se ejecuta mediante un trabajo de campo que debe ser conducido con principios éticos (Bigo 2018): ya no es aceptable investigar organizaciones sin permiso, a escondidas. Durante el trabajo de campo, el antropólogo asume un nuevo rol, adopta y adapta su lenguaje, comportamiento y vestimenta, participa de la vida laboral, social y jerárquica. De esta manera, gracias a una producción de datos contextualizada por la observación y la práctica in situ, el antropólogo puede dar cuenta del punto de vista del miembro de la organización, de sus representaciones y del sentido que da a sus prácticas.

Recientemente, un número especial publicado en el Journal of Organizational Ethnography presenta en su editorial la tesis de un “giro etnográfico” en los estudios de la gestión y la organización. Para sus autores, existen tres pilares para las nuevas formas de etnografía organizativa: la atención a los nuevos fenómenos organizativos, la innovación metodológica y las nuevas formas de organización del trabajo de campo (Rouleau, De Rond y Musca 2014). Concretamente, se trata del desarrollo de métodos innovadores y técnicas creativas para levantar datos, de la importancia de la etnografía multisituada y del incremento de los estudios sobre la base de una autoetnografía en que el investigador se considera como sujeto y objeto de la investigación. Adicionalmente, las preocupaciones ambientales se convirtieron en un eje focal para muchos miembros de las organizaciones (Bothello y Salles-Djelic 2018), quienes desarrollan un mayor sentimiento de pertenencia a la organización y, en consecuencia, un mayor compromiso con ella.


La etnografía como método


De hecho, en mi experiencia personal como antropóloga, investigando procesos de transmisión de conocimientos y saberes en dos tipos de organizaciones francesas –un instituto médico de tratamiento oncológico y un laboratorio de ciencias naturales–, apliqué técnicas etnográficas como la observación participante, las entrevistas semiestructuradas y conversaciones informales. La inmersión en una organización, para el etnógrafo que la integra con este objetivo, es un mundo para descubrir y comprender, con sus propias reglas, relaciones de poder, ritos, formas de alimentarse y lenguaje específico a adquirir; todos estos aspectos difieren de una cultura a la otra, de una organización a la otra.

Para observar y comprender los procesos de transmisión de conocimientos, como en todo trabajo antropológico, muchas veces fui la primera persona en despertarse y la última en irse a dormir –una característica del etnógrafo–.2 En el sector hospitalario, acompañé al personal de enfermería y de cuidados intensivos día y noche, durante un mes. Observé las prácticas profesionales y los intercambios en salas de reunión, en habitaciones, en los pasillos...; compartí las pausas y las comidas; fui invitada y participé de salidas culturales. Durante un mes de gran proximidad, pude sentir en mi propio cuerpo cómo ese trabajo y su ambiente afectan físicamente al personal. Pude sentir emocionalmente el contagio de los sentidos en la relación con los pacientes y frente a muertes inesperadas. Pude comprender la significación de sus expresiones, que buscan a menudo crear una distancia con la realidad vivida (Bilhaut 2007).

En el laboratorio de investigación en biología molecular, fue interesante observar las relaciones entre los estudiantes y los investigadores junior y senior, pero también indagar desde la fenomenología su relación con los organismos o microorganismos objeto de sus trabajos académicos. Es un trabajo de campo apasionante, donde se observa la organización que hay detrás de la producción de la ciencia (Latour y Woolgar 1979) y los múltiples espacios de trabajo –dentro y fuera del centro de investigación–, del domicilio o de los eventos científicos en los que participan.

En ambos casos, la historia de la organización y del grupo de trabajo, la estructura física y la ubicación del servicio dentro de la macroorganización, las relaciones de poder –a veces marcadas por el género– y la relación con el trabajo fueron aspectos importantes a tratar para entender las relaciones entre los miembros y el compromiso de cada uno en su trabajo y en los procesos de aprendizaje.

Un análisis interesante es el de Caillé y Gresy (2014), quienes, a partir de la gestión de conflictos laborales, elaboran una propuesta que parte de la lógica del don de Mauss (pedir, dar, recibir, devolver). Según ellos, existen cuatro sistemas principales para la gestión del conflicto, basados en el poder, las reglas, la negociación y el don. Este último se apoya en la noción de confianza: la organización y sus miembros ofrecen esfuerzos mutuos, propuestas y tiempo, en contra de beneficios también mutuos.

Sin embargo, en su desarrollo, los autores no toman en cuenta la profesionalización ni las normas legales de formación continua, algo esencial en la organización y un asunto clave para los asalariados, pues es un factor de compromiso hacia la organización –pero también de eficacia y eficiencia–, que procura mayor empleabilidad y sentimiento de autoeficacia personal (Tejada y Ferrández 2012). La formación continua constituye un apalancamiento esencial para una organización que busca ser eficaz, rentable y eficiente y que desea mejorar su marca: de la reputación de la marca depende la visión de los empleados sobre ella. La disponibilidad de formación genera una mayor satisfacción de los empleados y un mayor compromiso en el trabajo, lo cual garantiza una mejora de la productividad e impulsa el employer branding de la organización.


América Latina como laboratorio para la antropología organizacional


A pesar del interés creciente por la antropología organizacional (especialmente en Estados Unidos y los Países Bajos), se puede evidenciar que existen muy pocos estudios organizacionales en Ecuador y en América Latina.3 Se debe mencionar que, según la última Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (ENEMDU), en Ecuador el 46,7% de personas con empleo se encuentran en el sector informal de la economía (INEC 2019),4 cifra comparable a la de la región y situación que afecta especialmente a las mujeres, a las personas de zonas rurales, a los menos educados, a los más jóvenes y a los jubilados (OIT 2018). En cuanto al trabajo formal asalariado, según el informe Panorama laboral 2018, de la Organización Internacional del Trabajo (2018, 37), se observa a nivel regional (América Latina y el Caribe) la tendencia, desde 2012, de una reducción del trabajo asalariado; además, refiere que “los indicadores que se asocian a puestos de trabajo de mayor calidad son los del empleo formal, asalariado y registrado. Por el contrario, el trabajo por cuenta propia tiende a asociarse con empleo de menor calidad”. El mismo organismo preconiza, para la formalización de los mercados de trabajo, combinar regulaciones con transformaciones económicas y sectoriales.

Siendo así la situación del empleo en la región, el desarrollo de la antropología organizativa en ella debería tomar en cuenta estos datos específicos. Las técnicas investigativas de la antropología organizacional han sido diseñadas para aplicarse en organizaciones formales, estructuradas, con políticas claras, tanto para el sector público como para el privado, en empresas, asociaciones, cooperativas, etc. La economía informal, por otra parte, se caracteriza por la precariedad de los lugares del empleo, lo que dificulta la generación de la investigación. Un artículo sobre los fleteros de Buenos Aires y la organización de su sindicato, tan ilegal como la profesión, puede constituir un buen ejemplo de los trabajos a profundizar (De Gracia 2009).

En las organizaciones occidentales, racionalizar las relaciones se convirtió en un leitmotiv, y los hallazgos de Peters y Waterman (1982), que demostraron que la cultura organizativa es un factor para alcanzar la excelencia, catapultaron este tema en las agendas empresariales. Las empresas, al tomar en cuenta el desarrollo del liderazgo y los valores, resultaron exitosas (Van Marrewijk y Verweel 2005, 7). Pero en las organizaciones de América Latina y el Caribe, donde la economía informal sigue bordeando el 50%, donde el turnover del personal –tanto en el sector privado como en el público– es muy alto, ¿cómo investigar y medir la cultura laboral? ¿Cómo diseñar nuevas metodologías de investigación adaptadas a las organizaciones locales (más allá de las numerosas multinacionales)?

Como yo, muchos antropólogos que conozco, al incorporarnos en una organización –sea cual sea, formal o informal, declarada legalmente o no–, hemos alistado en algún momento un cuaderno de trabajo de campo, para, a través de observaciones, empezar a indagar sobre la empresa, asociación, universidad o cooperativa. Esto, en general, no dura más de una semana. Si bien el hecho de tener una función definida, independientemente de la posición jerárquica, ofrece un punto de vista privilegiado para realizar la encuesta, requiere también de la facultad de desdoblarse para ocupar dos roles distintos: el que corresponde a la contratación y el de la identidad profesional como investigador antropólogo. Adicionalmente, demanda un tiempo del que el trabajador no dispone.

Pero qué apasionante, para la antropóloga que soy, haber trabajado meses en lo que en aquella época se llamaba Euro Disney, empresa con una identidad de marca muy fuerte; con un profundo sentimiento de pertenencia de muchos empleados o cast members (apelación que por sí misma significa pertenecer a la familia Disney); con una diversidad de nacionalidades valorada en números y estigmatizada en trabajos, entre otros aspectos; y, sobre todo, el “laboratorio de un gran choque cultural” (Chesneaux 1997).

En otros empleos, pude sentir lo difícil que es trabajar en un open space con objetivos de venta: descubrí mis buenas aptitudes para vender, ya se trate de seguros o de donaciones, pero también la desigualdad salarial por ser mujer y la competencia entre servicios o departamentos en la misma organización. Al ser vendedora en el mayor mercado de productos orgánicos de París, compartí las condiciones de trabajo de colegas clandestinos, así como sus horarios, y sentí corporalmente el peso del trabajo, remunerado parcialmente en productos alimenticios, en un sistema de don y contra-don.

Me parece personalmente muy difícil conducir una encuesta etnográfica seria y rigurosa en mi lugar de trabajo. Sin embargo, todas estas experiencias participaron en la formación de mi identidad, incluso profesional, despertaron mi interés para el campo de la organización, y me convirtieron en una antropóloga que, con la misma curiosidad e interés, realiza investigaciones en la Amazonía y en organizaciones laborales.




Notas


1 Existen varias revistas académicas focalizadas sobre este tema. Algunas de las más importantes son: Journal of Organizational Culture, Communications and Conflict, Organizational Cultures y Journal of Organizational Ethnography.

2 Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos (1955) escribió, de regreso de la selva: “hay que levantarse al alba, permanecer despierto hasta que el último indio se haya dormido, y a veces acechar su sueño”.

3 Ver Abad, Naranjo y Ramos (2016), Ramos y Tejera (2017), Sánchez et al. (2018) en México, y Ortega (2006) en Colombia.

4 La cifra corresponde a las personas con empleo que trabajan en empresas (unidad encargada de la producción de bienes y servicios) y que no tienen registro único de contribuyentes (RUC).


Referencias


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