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Universalidad desde nuestra América: Cuestiones abiertas para repensar derechos humanos 5-17

Universality from nuestra América:  Open Issues to Rethink Human Rights

Francisco Octavio López López a  

a Centro Nacional de Derechos Humanos “Rosario Ibarra de Piedra” (CENADEH) de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) 

Ciudad de México, México.

 

Recepción: 20/11/2023 • Revisión: 22/02/2024 • Aceptación: 22/04/2024

https://doi.org/10.32719/29536782.2024.2.1

 


Resumen

El presente trabajo es una disertación de corte filosófico en la que se problematiza la noción de universalidad con la pretensión de vincularla al campo político de los derechos humanos. Actualmente, la noción de universalidad y la figura de los derechos humanos encuentran un profundo descrédito, por lo que apremia una reformulación para librarlas de la connotación abstracta que suele adjudicárseles. Se exploran tres momentos de la universalidad: la condición humana como realidad universal, la universalidad en la pluralidad identitaria y la universalidad política. Al final se presenta un modelo tripartito útil para repensar la figura de los derechos humanos que permita la articulación de demandas de distintos grupos sociales y las movilice en una acción política.

Palabras clave: derechos humanos democracia América Latina especie humana identidad particularidad universalidad situacionalidad

Abstract

This work is a philosophical dissertation in which the concept of universality is problematized with the aim of connecting it to the political realm of human rights. Currently, both the concept of universality and the notion of human rights are deeply discredited, necessitating an urgent reformulation to liberate them from the abstract connotation usually associated with them. Three aspects of universality are explored: the human condition as a universal reality, universality in identity plurality, and political universality. Ultimately, a practical tripartite model is introduced to reconsider the concept of human rights, enabling the articulation of demands from diverse social groups and mobilizing them into political action.

Keywords: human rights democracy Latin America human species identity particularity universality situationality.

 


 

Introducción

Probablemente, la característica más representativa de la figura de derechos humanos (en adelante, DD. HH.) es aquella que refiere a la universalidad. Dicha universalidad ha despertado inquietudes y cuestionamientos tanto en el plano de lo teórico como en el del proceder práctico. Lo que se entiende como DD. HH. en múltiples ocasiones es visto como un instrumento monocultural cuya constitución universalista se cimenta en un único sujeto que, además, excluye otras formas no eurocéntricas de dignidad y subjetividad. En el ámbito de la práctica se ha denunciado la frecuente imposición del modelo hegemónico de DD. HH. hacia pueblos del Sur global, pasando por encima de raigambres comunitarias y territoriales. Esto, a veces de buena fe (aunque con perspectivas paternalistas), y otras más, como una mera fachada para encubrir pretensiones imperialistas.

Ante ese panorama de descrédito hacia la figura de los DD. HH. en general y hacia su principio de universalidad en lo particular, lo buscado en el presente trabajo es una reflexión de corte filosófico que, asumiendo contribuciones provenientes de nuestra América, ayude a reformular y comprender de forma crítica la pretensión de universalidad al interior de la figura de los DD. HH.. Para ello, resulta imprescindible afrontar de forma creativa la tensión entre lo universal y lo particular.

Esta disertación se encuentra compuesta por los siguientes apartados. Inicialmente se recuperan ciertos aportes nuestramericanos que han avanzado específicamente en la reformulación de la universalidad y resultan útiles para los intereses de este texto. En los tres apartados siguientes se presentan las líneas generales de un planteamiento tripartito de la universalidad que puede ser útil para la figura de los DD. HH.. Este esquema está integrado por tres fases o momentos: la universalidad ontológica, la pluralidad identitaria y la universalidad óntica. Finalmente, esta disertación cierra con algunas consideraciones.

La universalidad en el pensamiento nuestramericano

Un autor que ha brindado aportes valiosos al tema de la universalidad es el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez, quien sostiene que existe una diferencia no siempre explícita entre la universalidad abstracta y la universalidad concreta. Suelen confundirse, mas es imprescindible esclarecer aquello que las distingue.

Lo universal, más que una condición o identidad trascedente (o la pretensión de alguna), ha de ser comprendida como una puesta en común y articulación contingencial de intereses de distintas particularidades en un espacio político determinado. Es decir, el tránsito ocurre desde lo particular hacia lo universal, razón por la cual, antes que ser su antónimo, la particularidad es un elemento imprescindible a través del cual se constituye lo universal.[i]

De este modo, la universalidad abstracta sería una forma equivocada de entender y expresar la relación entre la universalidad y la particularidad. Su procedimiento es erróneo, ya que fluye de lo universal hacia lo particular: de una supuesta universalidad trascendente se desplaza hacia una particularidad determinada. Se concibe que primeramente existió una esencia que engloba todo aquello a lo que la humanidad aspira (o debiese aspirar) a ser, y que se encarnó en una identidad particular privilegiada.

Castro-Gómez señala que en esta concepción ha operado de manera preponderante el eurocentrismo: “Europa se presenta como agente universal, bajo la convicción de que su cultura expresa principios incondicionales que derivan de privilegios epistemológicos y ontológicos”.[ii] De tal manera, gracias a la ideologización eurocéntrica, una representación de la particularidad europea (adviértase que la propia Europa dista de ser homogénea en sus identidades) es mostrada como ejemplar, libre de atributos y a la vanguardia de la historia global.

Aunque sobre lo referente a la universalidad concreta se profundizará en su propio apartado, de momento se adelanta que esta otra modalidad de universalidad no niega las particularidades ni tampoco se estaciona en ellas. Más bien, a partir de las demandas específicas de quienes no han sido contemplados en cierto orden social, se procura no la inclusión a dicho orden excluyente, sino su transformación total con la pretensión de que no haya nuevas identidades que sufran la exclusión y, en la medida de lo posible, de desmontarlo. Es decir, a partir de necesidades y reivindicaciones concretas se procura la puesta en común de intereses.

En otros momentos, el filósofo colombiano prefiere nombrar universalismo a la versión ideologizada que se ha hecho de lo universal, mientras que a la universalidad concreta (que se podría considerar como la auténtica) se la designa simplemente como universalidad.[iii]

Coincidentemente con Castro-Gómez, el filósofo argentino Mario Casalla propone la noción de lo universal-situado.[iv] El pensador problematiza en torno a la condición universal de la filosofía latinoamericana, e invita a encarar el asunto de la universalidad, mas no para negarla, como se haría desde una opción etnocéntrica esencialista, sino para situarla. Es entonces que una “universalidad auténtica” no será un punto de partida, sino el resultado de un proceso que ha de asumir el contexto particular de la situación. Lo situacional no se trata de algo negativo a superar, sino de una oportunidad de ser.

Referente a ello, Casalla advierte la existencia de dos modalidades del pensamiento que hay que evitar. Por un lado, el pensamiento bastardo, que reniega del contexto y la situación; y, por el otro, el pensamiento historizante, que se estanca en los detalles y datos colaterales que lo circunscriben. Ambos extremos, aunque contrapuestos, coinciden en desembocar en un posicionamiento desmovilizante: el primero por negar la situación, y el segundo por subsumirla inadecuadamente. Casalla se interesa en sortear los dos extremos, y es así como formula su aporte de la situacionalidad.

 

Pero si situar es comprender en la estructura, esta nunca se da a priori, ni junto al hecho. Es una de las tareas fundamentales de la crítica delimitarla y plantear sus alcances e importancia en relación con el dato concreto que se interroga. Además, no ha de ser confundida con el simple conjunto de hechos concomitantes; antes bien, será advertida como el horizonte de sentido contra y a partir del cual opera un determinado pensamiento o actividad.[v]

 

Un apunte ha de hacerse. Casalla identifica tres tipos de universalidad: la abstracta, la concreta y la situada. Se distancia de la segunda por considerar que guarda una carga sustancial e “imperial”. Para los fines de este texto, se asumirá la nomenclatura de la universalidad concreta, aunque asumiendo el aporte de la situacionalidad del filósofo argentino.

En una tesitura similar, el filósofo uruguayo Yamandú Acosta argumenta que la universalidad abstracta, además de eludir el diálogo entre distintos grupos humanos, conduce a dinámicas de invisibilización, dominación y exclusión. De modo paradójico, el universalismo abstracto en realidad remite a una falsa universalidad que impone un único modelo de hacer humano como el más desarrollado y digno de ser imitado. Sin embargo, al igual que el par de autores retomados, el pensador uruguayo no se decanta por desechar la figura de la universalidad, sino que propone concebirla de una forma distinta a la habitual. No alude a un punto de llegada conclusivo e indiscutible, sino a un proceso siempre en construcción y en conflicto permanente que implica la irrupción de sujetos plurales frente a estructuras de dominación que los niegan. Asimismo, Acosta, en complementariedad con Casalla, señala que la filosofía nuestramericana es justamente uno de los espacios intelectuales donde se encuentran elementos para la formulación de una perspectiva de universalidad que sea concreta e incluyente.[vi]

Por su parte, el sociólogo mexicano Óscar Castro, quien también comparte un afán de emancipación, presenta una forma distinta de entender la relación entre la universalidad y la particularidad con énfasis en el tema de los DD. HH.[vii] A su modo de ver, el flujo parte de lo universal y transita hacia lo particular. No obstante, esta no es una postura similar a la de la universalidad abstracta que ya se ha criticado, aunque el movimiento que presenta podría parecer similar. El sociólogo, empleando ciertos aportes del filósofo vasco-salvadoreño Ignacio Ellacuría, asume como punto de partida la condición universal común de la humanidad, humanidad misma que está unida y vinculada desde su constitución como tal. Sin embargo, con el paso de la historia, se actualiza y difracta en distintas formas y particularidades humanas.

Se han mostrado hasta ahora dos posibles formas de dilucidar la tensión entre lo universal y lo particular. Una de ellas recorre de lo particular a lo universal (postura compartida por Castro-Gómez, Casalla y Acosta), mientras que, en la otra, que corre desde la condición universal común de humanidad, el flujo ocurre de manera inversa. En la presente disertación se sostiene que, para el tema de DD. HH., ambas posturas resultan insuficientes por sí solas, razón por la cual se propone juntarlas de manera complementaria. Se plantea un desplazamiento que va de lo universal hacia lo particular y, luego, de lo particular a lo universal. Una aclaración ha de hacerse: el argumento no va de una simple ida y vuelta hacia la universalidad. El punto de partida es la condición común de humanidad, en tanto hecho ontológico. Posteriormente, se transita hacia la diversificación y pluralización humana en las identidades. Dicha multiplicidad posibilita que se susciten encadenamientos de intereses a través de un proceso político sin contenidos premeditados, pero con la aspiración de afrontar las estructuras jerárquicas y jerarquizantes, esto último entendido como un acontecimiento óntico. Se dedican los siguientes apartados a desarrollar las fases de dicho movimiento.

La humanidad como realidad universal

Es justamente lo universal el primer momento de la tensa relación entre la universalidad y las particularidades. Cabe aclarar que dicha correspondencia no acontece de la manera que se presume desde el eurocentrismo, narrativa en la cual cierto modo de vida europeo sería el agente depositario de una esencia universal. La universalidad aquí asumida es radicalmente distinta. Se fundamenta en la realidad de la propia especie humana, que deviene en la condición humana común.

En su Filosofía de la realidad histórica, el ya aludido Ignacio Ellacuría ofrece un abordaje muy sustancioso con respecto a la cuestión referente a la especie humana que se ha de retomar para el presente argumento. Para comprenderlo, es necesario exponer la forma en que el filósofo vasco-salvadoreño entiende la realidad y su devenir.

De manera sumaria, ha de atenderse que para  Ellacuría la realidad es estructural, dinámica, dialéctica y procesualmente ascendente.[viii] Esta última condición refiere a que la realidad es en sí misma un proceso de realización, es decir, permite la configuración de nuevas y cada vez más complejas formas de realidad (formas “más altas” o “superiores”). La realidad “va dando más de sí” a través del devenir de sus distintas modalidades, que son cinco: puramente material, biológica, personal, social e histórica.

Ha de resaltarse que no hay una desvinculación de las modalidades más complejas de realidad con aquellas que las anteceden. Aunque las formas “más bajas” otorgan elementos para que se generen y configuren nuevas formas ascendentes de realidad, ello no significa que las primeras sean tajantemente superadas en este proceso. Por ello, las formas superiores de realidad no pueden prescindir de las inferiores; estas son su fundamento posibilitador, aunque estén parcialmente liberadas de sus lógicas y dinámicas.

Concerniente al asunto de la especie, según el filósofo vasco, la pertenencia a alguna en particular no es una simple adscripción lógica por semejanzas entre individuos presuntamente independientes.[ix] La especie revela un carácter físico que se presenta en cada ejemplar y que, a través del esquema de replicación genética, está habilitado para reproducirse en otros ejemplares. Lo que hace que ciertos individuos similares conformen una misma especie física no es una morfología semejante, sino un proceso de especiación, el cual consiste en la acción física de generación de nuevos ejemplares.[x]

Ellacuría plantea que el elemento que otorga unidad física y múltiple es el phylum, un componente real del cual emergen individuos con características específicas. Asimismo, aquello que determina que algún ejemplar pertenezca a cierto phylum es lo que le otorga especificidad.[xi] El phylum ha de entenderse como una realidad física. De este modo, se argumenta la existencia de una estructura constitutiva que otorga unidad a los elementos que participan de ella, sin que ello anule la individualidad de tales elementos ni mucho menos devenga en uniformidad.[xii]

Lo que hace que ciertos ejemplares sean abarcados realmente por un mismo phylum, y no simplemente se agrupen nominalmente ante uno, es una pertenencia física a un esquema constitutivo que permea a cada individuo y es viable para su replicabilidad vía reproducción. De tal modo, el phylum se manifiesta tanto al momento de replicación de ejemplares como en la vinculación de ciertos individuos que conforman una generación.[xiii]

Para el autor, el phylum está constituido por tres elementos específicos, pero interdependientes:[xiv] 1. la condición pluralizante, que posibilita que la especie en cuestión se concrete en individuos diversos y diferenciados; 2. la condición filéticamente continuante, que enfatiza en la propia permanencia de la especie como tal, a pesar de las distinciones pluralizantes; y 3. la condición prospectiva en tanto previsión en el tiempo, en la que se refleja la continuidad generacional entre los miembros de una cierta especie. En esta última condición se percibe de mejor manera la cualidad histórica que tanto interesa a Ellacuría, reafirmando que la propia realidad histórica tiene como sustrato la realidad biológica que la posibilita.

Una vez asentado que toda especie biológica es un hecho físicamente real por el phylum específico que la integra, es viable plantear que la especie humana es el fundamento de la condición humana común. Esto representa el primer momento para establecer la existencia de una universalidad que no es abstracta.

Ha de advertirse que la postura de Ellacuría no es biologicista ni organicista, como podría parecer desde una interpretación apresurada. Si bien lo biológico es una forma de realidad que sirve de sustrato a todas las otras formas ascendentes de realidad, estas lo trascienden. Ello no quiere decir que lo superen por completo, sino que en sus propias dinámicas se incorporan otras potencialidades que no se ciñen fatalmente a las dinámicas y estructuras de la realidad biológica.

De tal manera, la especie humana, como cualquier otra especie, es una realidad física. Asimismo, al hablar de humanidad, no remite meramente al uso de un concepto que aglutina a seres semejantes, sino a una efectiva realidad que tiene sustento en una forma tanto social como biológica y que va dando cada vez más de sí.

Ahora bien, el autor advierte que no hay que confundir la especie humana con la sociedad humana. Si bien la humanidad mantiene muchos elementos animales que le han sido heredados por el proceso evolutivo, también es cierto que otros tipos de realidad (personal, social e histórica) emergen con la condición humana, lo cual posibilita una desvinculación parcial con la propia naturaleza y permite dar paso a otros dinamismos más abiertos. “Lo social y lo histórico”, sostiene Ellacuría, “tienen una peculiaridad que sobrepasa la consideración biológica como lo vital tiene una peculiaridad que sobrepasa la consideración mecanicista”.[xv]

El propio elemento biológico, aunque cada vez con menor influencia, está siempre presente en la realidad humana[xvi]. En nuestra especie permanecen muchos caracteres y mecanismos propios de especies ascendentes, aunque con una influencia menguada. Asimismo, la inteligencia sentiente (concepto configurado por Zubiri y retomado por Ellacuría) permite que los ejemplares humanos se constituyan cada vez con individualidad frente a sus congéneres. Ello no significa que se den pasos hacia un paulatino aislamiento, sino que se permite una constitución individual que nunca pierde su vinculación con la unidad física de la especie, aunque, en cierto sentido, la trasciende para dar paso a las formas sociales.

Gracias a este sucinto recorrido se tienen los elementos para considerar que la humanidad (como especie humana y como realidad humana) es una realidad física en la que, a través del phylum, están integradas todas las personas. Es a partir de esta condición común de humanidad que emergen las necesidades fisiológicas compartidas, y se avanza en lo referente al tema de los DD. HH. al concebirlos como un instrumento para satisfacer tales necesidades intrínsecas. Sin embargo, es necesario atender que hay expresiones muy distintas de humanidad según diversas formas sociales y culturales. Aunque se pueda tener claridad de aquello que da unidad a la humanidad, lo cierto es que la manifestación de expresiones humanas específicas arrastra problemáticas teóricas y prácticas cuyas resoluciones no son sencillas. El siguiente apartado está dedicado a la diversidad humana y sus identidades.

Universalidad en la pluralidad identitaria

Si se presta atención a las distintas sociedades humanas, algo que tienen en común es la diferencia. No solo exteriormente, sino al interior de las propias sociedades se manifiestan modos de vida y expresiones culturales muy diversas e incluso incompatibles. Por ello, en el ámbito social, se presentan fenómenos y eventualidades que desafían el entendimiento de la condición común de humanidad.

Ahora es momento de abordar el otro elemento frente al cual lo universal mantiene una tensión constante; se trata del asunto de la particularidad. Esta se encarna en el asunto de las identidades, ante el cual está siempre presente la tentación esencialista. Un problema que acarrea la opción esencialista es que se suele concebir la identidad como un fin en sí mismo, además de la poca o nula dinamicidad que se le concede. No se enfatiza (o no lo suficiente) en el hecho de que toda identidad es histórica e incompleta. Al contrario, se la asume como ente prístino.

En sintonía con lo anterior, se comprende de forma homogénea y monolítica la condición de todas las personas que integran cierto pueblo o nación, como si participasen del mismo modo en la identidad colectiva que comparten, invisibilizando o menospreciando las jerarquías que se dan a su interior, así como las demandas que ciertos sectores particulares puedan plantear.

Por otro lado, también suele acompañarla una postura excluyente hacia otras identidades. Mientras que aquello concebido como propio sería por antonomasia deseable y merecería ser reivindicado, a las identidades externas se les adjudican todos los males. Se cierra así el diálogo con otros pueblos y naciones con identidad distinta o, en casos peores, se llevan a cabo prácticas de exclusión y exterminio. En suma, en la presente intervención se apuesta por una vinculación, aunque sea inestable, de lo universal con lo particular. De este modo, si se pretende continuar en esta ruta sin invisibilizar o dejar de lado la diversidad cultural, es necesaria una conceptualización mucho más abierta y dinámica respecto a las identidades colectivas. Estancarse en posturas identitarias esencialistas poco ayuda para las prácticas de emancipación.

Desde la filosofía nuestramericana, se han trabajado propuestas que eluden el escollo de una noción estática y limitada de las identidades colectivas. Por ejemplo, el filósofo argentino-mexicano Horacio Cerutti identifica dos perspectivas referentes a la identidad: por un lado, la postura ontológica, que comprende como una suerte de esencia pura, autosuficiente e inmutable (campo fértil para nacionalismos, así como también para posiciones nativistas), y, por el otro, la posición histórica, desde la cual se comprende la identidad como un proceso siempre inacabado, que posibilita la apertura para la inclusión de diferencias tanto internas como externas.[xvii]

Por su parte, el filósofo mexicano Luis Villoro puntualiza que el tema de la identidad colectiva es siempre una representación intersubjetiva.[xviii]En este sentido, identifica dos vías posibles para dilucidar este asunto: la de la singularidad y la de la autenticidad. La primera refiere a una noción en la que son los rasgos o signos exteriores los que distinguen a una cultura y la separan de otras. En la segunda vía, la identidad resulta ser, más que un conjunto de datos, un proyecto. El énfasis se pone no en las peculiaridades, sino en las necesidades y deseos colectivos a los cuales responde dicho proyecto. “Para ser auténtica una cultura”, señala el filósofo, “debe responder a las necesidades colectivas reales. Pero un pueblo no es una realidad dada de una vez y por todas, es una configuración cambiante con las circunstancias[xix]”.

De forma muy semejante, el filósofo y poeta martiniqués Édouard Glissant (recuperando los aportes de Gilles Deleuze y Félix Guattari) instrumenta las nociones de raíz y de rizoma para reflexionar en torno a la cuestión identitaria. Lo común es entender las identidades bajo la lógica de raíz única, lo cual suele orillar a una universalidad generalizante que tranquiliza y desmoviliza. En contraste, y en vinculación con sus aportes en torno a la “Relación” (tema que será abordado en líneas posteriores), propone asumir las identidades “desde una lógica horizontal rizomática” (de raíces recorredoras) que les brinda cierta apertura, diversificación y articulación constante con otras semejantes. Según Glissant, “se trata aquí de la imagen del rizoma, que nos permite saber que la identidad ya no se halla toda en la raíz, sino también en la Relación[xx]”. Se está frente a dos maneras contrapuestas de concebir la identidad:

la identidad raíz y la identidad relación[xxi].

 

Glissant advierte reiteradamente sobre el peligro de “lo universal generalizador”, en el que la identidad quedaría estancada e inmovilizada debido a los procesos de colonización. Desde esta lógica se busca asimilar o aniquilar al otro. Sin embargo, la respuesta que propone el poeta no es la de un esencialismo, sino la de un “pensamiento del Otro”, que es un pensamiento justamente en relación con el otro. A partir de ello se dinamiza la concepción de la propia identidad, lo cual ofrece la posibilidad de sortear los embates de dominación.

En concordancia con el antillano, el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría invita a pensar “la identidad cultural en América Latina no como sustancia o esencia”, sino como un estado de código. Ilustra su argumento al puntualizar que la lengua humana (en tanto código lingüístico y elemento en el cual se marca su identidad) solo existe cada vez que se ejecuta y, por tanto, cada vez que se pone en riesgo. Es decir, su existencia únicamente es posible de un modo evanescente. Lo mismo ocurre con las identidades. Para que estas sean verdaderas, no han de protegerse de una supuesta “contaminación externa”, sino arriesgarse “en el diálogo e intercambio con otras identidades culturales”. Por ello, que una identidad pueda configurarse como “auténtica” requiere que se asuma como identidad evanescente[xxii]. El filósofo esclarece que la “‘identidad’ puede mostrarse también como una realidad evanescente, como una entidad histórica que, al mismo tiempo que determina los comportamientos de los sujetos que la usan o ‘hablan’, está, simultáneamente, siendo hecha, transformada, modificada por ellos[xxiii]”.

Por su parte y consecuentemente con sus planteamientos, Santiago Castro-Gómez advierte que concebir las identidades culturales como particularidades puras connota una representación colonial despolitizante. El filósofo argumenta que cualquier práctica carecería de sentido y función si se la abstrajera de la red de relaciones que la hacen posible. No hay práctica que tenga sentido por sí misma, de modo tal que las identidades específicas se configuran de forma interrelacional con otras identidades. Por ejemplo, las identidades indígenas o afro no existen por sí mismas, sino que se actualizan en el ámbito de la colonialidad del poder en contraste con la identidad blanca. En sus palabras,

las identidades sociales no tienen esencia, puesto que la fijación última del sentido es una imposibilidad estructural de la cadena de relaciones. Tan solo serán posibles fijaciones parciales y precarias, ya que las identidades sociales no pueden ser pensadas con independencia del sistema de relaciones diferenciales del que forman parte. No existen, por tanto, identidades que no sean relacionales.[xxiv]

Por tanto, las identidades no son esencias estáticas, sino acomodos o agrupaciones temporales que responden a las especificidades históricas del contexto en el que operan.

Con sus matices, este quinteto de autores nuestramericanos coinciden en su interés por evitar comprender las identidades como si se tratasen de esencias o sustancias prístinas. Cada uno formula, desde su marco teórico, una ruta para ahondar en este tema (se acude a la historia, necesidades y deseos colectivos, la Relación rizomática, la condición evanescente o la relacionalidad). Aunque son propuestas distintas, resultan semejantes y acaso también complementarias.

Resulta pertinente colocar estos aportes en el marco de cierto planteamiento formulado por el filósofo argentino Enrique Dussel. El autor, recientemente fallecido, encuentra en la figura de la analogía un instrumento útil para entablar un diálogo entre posiciones culturales distintas, aunque podría extenderse al diálogo entre otras diversidades humanas.

Frente a la noción habitual de universalidad, Dussel propone el horizonte de la pluriversidad, en el cual, a través de un proceder analógico, se busquen las semejanzas entre culturas distintas y se lleven a cabo diálogos en los que se pretenda, primeramente, superar una verdad premeditada y, consecuentemente, a través del intercambio, avanzar de modo paulatino en una fusión de horizontes que nunca será total. En sus palabras, “se irá creando un enriquecimiento por progresiva captación de un concepto polisémico en un mundo cada vez más común, en donde es posible una mutua y progresiva comprensión[xxv]”. Consecuentemente, un diálogo racional debe tener como principio ético el respeto a la pluriversidad analógica presente en la humanidad.

Frente a posiciones esencialistas, Dussel puntualiza que las “culturas no son esencias idénticas eternas; son estructuras culturales que evolucionan con la vida de los pueblos y que no pueden volver a reproducir su pasado en el futuro[xxvi]”. Asimismo, en su análisis intercultural, el filósofo asevera que, al momento de ahondar en el tema de los DD. HH. en América Latina, es necesario tener presente el vínculo analógico existente entre esta noción y su equivalente en otras tradiciones no occidentales, como la árabe, por ejemplo. Con ello insta a buscar equivalencias entre productos culturales que sirvan para afrontar divisiones desigualitarias y jerarquizantes del hacer humano.

Antes de continuar, hay dos aspectos relativos a la propuesta de Dussel que han de comentarse. Primero está lo que concierne a su propuesta de pluriversidad. Es patente el interés del autor por reivindicar la pluralidad cultural que se presenta a la humanidad —interés compartido a lo largo de esta disertación—; sin embargo, para los fines del presente trabajo, enfatizar en la pluralidad no resulta suficiente al momento de trazar un proyecto político que ensamble intereses distintos. Lo que aquí se propone es la formulación de un proyecto que, aunque de forma coyuntural, pueda integrar demandas de distintos orígenes en un horizonte común.

El otro aspecto por resaltar es que el filósofo argentino se centra exclusivamente en la pluralidad cultural (que podría entenderse como étnica o nacional). Si bien esta envuelve una diversidad identitaria muy relevante en nuestra América, hay otro tipo de distinciones que también merecen atención.

Desde esta disertación se entenderá a las identidades colectivas (nacionales, étnicas, religiosas, de condición sexual, de género, etc.) como una identificación y representación temporal que ciertas colectividades asumen en un entramado intersubjetivo. Por un lado, cada identidad responde al proyecto que tal colectivo asume para dar seguimiento a sus necesidades y deseos colectivos. Por el otro, cada identidad se configura en relación con otras. Tales relaciones pueden darse en dos sentidos: algunas veces, el modo de relación ocurre de forma jerárquica, para contrastarse y distinguirse en medio de relaciones de poder; otras, la relación procurada se pretende mucho más horizontal, lo cual habilita ciertos momentos de diálogo entre identidades distintas. Sea como fuere, premeditado o no, buscado o no, en ambos modos de relación se llevan a cabo intercambios, adopciones y el abandono de diversos elementos identitarios, que podrán responder a dinámicas variadas de dominio o de emancipación.

Téngase claro que todo acomodo relacional de las identidades siempre es histórico. De este modo, así como una específica coyuntura de fuerzas posibilita el surgimiento de cierta composición identitaria, al modificarse el orden social que le da sustento, inevitablemente transmutarán también las identidades que lo integran. Esto ocurre porque las identidades no responden a la naturaleza o a alguna esencia inmutable, sino que, ante todo, son dinámicas y cambiantes, es decir, un proceso inacabado. En no pocos momentos, ciertos colectivos subalternos pueden asumir un actuar de autopreservación a modo de resguardo identitario, o bien de imitación de otra colectividad que se presenta como superior. Ambos casos son formas limitadas de concebir la propia identidad; el modo auténtico de encarnarla es cuando esta se arriesga a modificarse al entrar en contacto con identidades distintas con el fin de satisfacer necesidades y deseos colectivos. La identidad es evanescente porque no es un fin en sí mismo, sino un medio para dar seguimiento al proyecto colectivo centrado en la búsqueda de dicha satisfacción.

Más que un inconveniente, la pluralización y la multiplicidad de las identidades que emergen de un phylum compartido representan la posibilidad de coyunturas inéditas a partir de las semejanzas, para de este modo actualizar posibilidades para la satisfacción de necesidades y deseos colectivos. Dicha pluralización complejiza la conceptualización de DD. HH. ligados a las necesidades fisiológicas compartidas, ya que ahora también se visibilizan aquellas necesidades surgidas del devenir histórico, así como para afrontar los distintos sistemas de dominación que históricamente han emergido. Los derechos vinculados a la cuestión identitaria son herramientas creadas con el fin de desmontar (o al menos encarar) la distribución desigual y excluyente en el acceso a bienes.

Esto conduce al tercer momento de nuestro abordaje en torno a la universalidad. La conceptualización de las identidades como representaciones históricas y contingentes de las agrupaciones humanas que mantienen elementos vinculantes entre sí permite trazar un proceder político que conjunte y haga operativa esa diversidad identitaria.

Universalidad política

Previamente se asentó que el phylum es una realidad física que permite a la humanidad conservar su unidad en la pluralidad. La humanidad, con el devenir del proceso histórico, se actualiza en identidades colectivas concretas que entre sí son distintas y, a su vez, guardan semejanza con otras. El phylum no desaparece; más bien, las sociedades humanas se pluralizan. Como afirmó Glissant, “lo eminente de la diversidad es multiplicarse[xxvii]”. Sin embargo, todavía hay un cabo suelto que necesita atenderse. Aunque las identidades plurales que conforman la humanidad se puedan articular rizomáticamente gracias a sus múltiples semejanzas, es necesario apelar a una articulación específica en aras de un proyecto político de emancipación. Atendiendo esta necesidad es que se avanza en torno a la universalidad política.

Para comenzar a abordar el asunto de la universalidad política se aprecia pertinente recuperar algunas contribuciones provenientes de la tradición afrocaribeña. Uno de los autores paradigmáticos del pensamiento antillano y anticolonial es el del filósofo y psiquiatra martiniqués Frantz Fanon. En su primera obra, Piel negra, máscaras blancas, se hallan pasajes que nutren la presente discusión. Al inicio de tal libro, y de forma muy enfática en el cierre, Fanon aclara que la suya no es una postura esencialista acerca de lo negro y de lo blanco: “Para nosotros el que adora a los negros está tan ‘enfermo’ como el que los abomina”[xxviii]. Comprende que la condición racial no es un aspecto natural, sino una identidad históricamente configurada por el orden colonial y sus diversas tecnologías. Por tanto, si las identidades raciales son históricas, también son susceptibles de transformarse.

Fanon aboga por un mundo humano y digno que no sea exclusivo para los pueblos afro. Se reconoce como parte de la humanidad en su conjunto y no solo del mundo “negro”. Además, su propuesta de recuperar el pasado es para instrumentarlo hacia el futuro y no con una mera ilusión de retorno. Plantea que es posible sortear el dilema que orilla al sujeto afro a blanquearse o desaparecer, cuando tiene una tercera opción: existir. Y para ello habrá que enfrentar las estructuras sociales que lo someten.

Se puede apreciar que la opción de Fanon no es la de un repliegue de las identidades particulares, sino la de asumir esa particularidad y los agravios históricamente sufridos para postular demandas específicas con la pretensión de transformar el orden social en el que se encuentran.

Por su parte, el intelectual y poeta de la negritud Aimé Césaire, también de Martinica, denuncia la expansión colonial llevada a cabo desde Europa y Estados Unidos hacia otros espacios del globo. Considera, pues, que esta práctica implica una “regresión universal”,[xxix] ya que el sujeto colonizador se “desciviliza” a sí mismo. Es decir, concibe que las prácticas coloniales, cosificantes hacia los pueblos colonizados, son proyectos ejecutados en contra de la universalidad, a la par que solo se ha difundido un universalismo limitado que promueve una visión estrecha y racista del humanismo y los “derechos del hombre”.

Reiteradamente, Césaire enuncia que su pretensión no es la de volver o la de replicar cierto pasado (asunto que probablemente juzgaría imposible), sino la creación de una sociedad nueva “enriquecida por la potencia moderna y cálida por toda la fraternidad antigua”[xxx].

Consecuentemente, la suya tampoco es una postura afrocéntrica ni etnicista, ya que considera que el “problema de la cultura negra” está asociado con el problema colonial, además que reivindica una “solidaridad horizontal” entre los pueblos colonizados y subalternos, no únicamente afrodescendientes. Toda cultura, en su intento de despliegue, desaparece o se envilece cuando hay un régimen colonial que la somete.

Césaire señala que su posición no es la de un “particularismo estrecho”, ni tampoco de lo que llama un “universalismo desencarnado”; ambas opciones son modos de perderse, ya sea por segregación o por disolución. La universalidad por la que él apuesta es aquella en la que se lleva a cabo la profundización y coexistencia de toda singularidad.

Aunque el ya aludido Édouard Glissant suele ser inscrito en la misma tradición que Fanon y Césaire, explora otras temáticas que nutren este horizonte. Glissant utiliza muchas figuras poéticas para formular nociones e imágenes dispuestas a ser desarrolladas. Como previamente se anunció, uno de sus conceptos clave es el de “Relación”, que se opone al pensamiento raíz sustentado en la unicidad.

Otro de los conceptos que introduce es el de “creolización” (en alusión a las lenguas creoles), una recombinación identitaria que va más allá de un mestizaje, al representar la posibilidad de lo inédito. En contra de la idea clásica del mestizaje, en la que este es asumido como síntesis de dos cosas diferentes, la creolización es el mestizaje sin límites, en el que los elementos se multiplican[xxxi].

A diferencia de lo que denomina pensamiento continental, el cual tiende a ocultar los matices debido a su lógica de generalización (que bien podría entenderse como una forma de universalismo), su propuesta del pensamiento archipiélico[xxxii]permite rastrear aquello que une o podría unir los detalles. Desde este pensamiento se comprende que la humanidad históricamente se difracta, pero no a modo de ruptura, sino bajo una lógica fractal en la que cada elemento guarda unidad en lo diverso. Su noción de Relación nunca deja de estar presente.

La figura del archipiélago permite interpretar las identidades humanas como elementos diversos e incompletos que, a su vez, pueden construir un vínculo por sus características comunes. Es justo a partir de esas semejanzas que es posible un ensamblaje inaudito, una articulación horizontal que no está dada de antemano, sino que habrá de consolidarse.

La Relación, la creolización y el pensamiento archipiélico son instrumentos que permiten desafiar la lógica universalizante generalizadora. Para Glissant, la universalidad tiene sustento en aquellas partes que han sido negadas y se recomponen con el fin de demandar una transformación del orden social. Puede percibirse que los tres autores recuperados exhortan por una universalidad que no borre ni disuelva las diferencias; antes bien, sugieren que estas se ensamblen políticamente para profundizarlas y afrontar estructuras de dominación. Dejando un tanto de lado la filosofía afrocaribeña, desde una aproximación antropológica el dominicano Héctor Díaz Polanco ofrece rutas estimulantes para acoplar la universalidad y la pluralidad de cara a las distintas urgencias que tiene la izquierda ante sí en los tiempos que corren.[xxxiii] Identifica que actualmente goza de gran difusión la premisa liberal que anuncia la imposibilidad de conciliar ambas dimensiones. Frente a esto, Díaz Polanco afirma que es tarea de la izquierda política desentrañar la relación entre universalidad y pluralidad y sus correspondientes pretensiones de redistribución y reconocimiento, para diseñar una forma de enlazarlas.

La perspectiva universalista ha tendido a ser excluyente de la pluralidad, sosteniendo que las diferencias representan un escollo para la igualdad. Deriva así en un igualitarismo que no atiende las demandas y necesidades particulares de ciertos grupos. En contraste, en décadas recientes, en ciertos espacios se han implementado medidas enfocadas en demandas de las particularidades sin atender las relaciones de jerarquización en las que se hallan insertas.

Teniendo esto en cuenta, un programa de izquierda no ha de asumir las denominadas “políticas de la identidad” por, al menos, dos motivos. Primero, porque desde estas se parte de una premisa errónea al concebir a las identidades sociales como si fuesen esencias fijas sin dinamismo histórico —aspecto en el que Díaz Polanco coincide con los autores trabajados en la sección anterior—. Luego, en relación con el motivo anterior, se increpa que este tipo de políticas ignoran el contexto socioeconómico y el régimen de dominación política en el que se hallan inmersas dichas identidades. Mientras que el proyecto de izquierda apela al gesto de la universalidad, este tipo de políticas se centran en las diferencias, con lo que dejan de lado la urgencia por la redistribución.[xxxiv] Lo imperante es justamente formular un proceder político en el que se generen cambios en las propias estructuras socioeconómicas y sociales.

Distanciarse del universalismo igualitarista de corte liberal no ha de orillar fatalmente hacia el relativismo. La tradición de izquierda no ha de caer en la tentación de hacer suyas posturas individualistas ni atomísticas respecto a la sociedad. Asimismo, desde esta opción política se está en una posición propensa a asumir enfoques y demandas de diversas identidades colectivas. Por tanto, no se niegan los derechos individuales, pero sí su enfoque liberal, para articularlos con los derechos colectivos. Como aclara el antropólogo, la igualdad, la libertad y la democracia, que son preocupaciones de cualquier izquierda, son el núcleo de las cuestiones relacionadas con las identidades y las autonomías.[xxxv]

Por su parte, la antropóloga argentina Rita Segato, desde una posición feminista nuestramericana, brinda reflexiones que nutren el tema que ahora se discute. Al momento de escudriñar en las particularidades específicas de la violencia contemporánea hacia las mujeres, plantea que con el advenimiento de la modernidad y la emergencia de un patriarcado de máxima letalidad —ella lo nombra “patriarcado de alta intensidad”— se configura un binarismo que divide de forma tajante el espacio social. Por un lado, está la esfera pública, que es donde tienen convocatoria los asuntos considerados como de relevancia universal e interés general; por otro lado, están sus márgenes, que son espacios acotados a temas que remiten a las mal llamadas “minorías”, por lo que se limitan a ser interés particular.[xxxvi]Consecuentemente, todo aquello implicado con las relaciones de género y lo que atañe a las relaciones en la vida de las mujeres es confinado a los espacios “no universales” y terminan por guetificarse. Algo que agrava el problema, a juicio de Segato, es que, desde ciertas posturas feministas, el tema de género también se concibe como un asunto ceñido al ámbito de lo específico, por lo que se lo aísla del interés general. Podría decirse, acorde a la distinción marcada por Castro-Gómez entre la universalidad y el universalismo, que esta comprensión guetificante del asunto de género remite a un universalismo o a una universalidad abstracta.

Desde un afán que encarna la pretensión de la universalidad concreta, Segato sostiene que “la solución es pensar históricamente, es indispensable no compartimentar ni nuestras teorías, ni nuestro pensamiento, ni nuestras luchas. Estamos cometiendo un error al guetificar nuestras luchas”.[xxxvii] Es decir, las demandas sociales vinculadas a las problemáticas de las mujeres y de género han de “desminorizarse”, lo cual amerita posicionarlas como temas de interés universal, así como enlazarlas políticamente con otros actores sociales movilizados.

Ahora bien, es momento de profundizar en los planteamientos de Santiago Castro-Gómez concernientes a la propuesta de la universalidad concreta (que en buena medida asumen y complementan los llamados formulados tanto por Díaz Polanco como por Segato), de la cual ya se ha hecho un cierto adelanto.

El intelectual colombiano, después de realizar un acucioso estudio en torno al pensamiento del filósofo esloveno Slavoj Žižek, retoma muchos de sus planteamientos y les otorga un enfoque distinto, con el fin de formular su propia apuesta en filosofía política. En concreto, inicia la construcción de su argumento a partir de dos presupuestos: la ontología de la incompletud y la dimensión universal de la política.[xxxviii]

El primer presupuesto refiere a que la propia existencia humana, en un sentido ontológico, está motivada por lo que define como un impulso agonal. Se trata de una voluntad de lucha y disputa que, sin caer en un pesimismo o fatalismo, otorga un carácter trágico a la existencia.[xxxix] Es decir, el conflicto es un elemento intrínseco a la vida humana que no puede ser erradicado.

Esta condición agónica de la existencia deriva en un antagonismo presente en todas las relaciones humanas y que no puede ser expulsarse de ellas. De este modo, el poder no ha de asumirse como una contraposición dicotómica entre opresores y oprimidos, sino que implica lo que el autor define como una matriz general de antagonismos: una multiplicidad de fuerzas contrapuestas que se manifiestan en un orden social dado. Por ello, quienes ejercen el poder no son exclusivamente aquellos sujetos que ostentan el mando de los aparatos del Estado[xl], aunque desde este puedan emerger múltiples dispositivos de control y dominación.

Aceptar que el conflicto es algo inherente al proceder humano permite entender que siempre existe desacuerdo y disputa en cada ámbito social, sea este de cualquier escala, desde la íntima hasta la global. Ahora bien, esto no indica que no se pueda hacer nada frente a tal situación; al contrario, la forma en que se decida conducir el conflicto es lo que determinará el ejercicio de cierta política. En palabras de Castro-Gómez, “no importa lo que hagamos, tendremos que vivir siempre con la tragedia [del conflicto], y nuestra tarea no es escapar de ella, sino intentar gobernarla”.[xli]

Justamente, esta condición antagónica es la que vuelve a conducir al tema de las identidades que se abordó en la sección precedente, mas ahora conviene ahondar en la conceptualización propia de este pensador, así como en su articulación planteada frente al campo político.

Como ya se ha visto, para el filósofo colombiano la configuración de las identidades es siempre en relación con otras, por lo que serán irremediablemente relativas y contingentes. [xlii]Ahora va un paso más allá al afirmar que no es solo la relacionalidad lo que da forma a las identidades colectivas, sino el antagonismo de fuerzas. Por tanto, toda identidad representa una cristalización coyuntural de relaciones de poder,[xliii] y cada una de ellas es en sí misma incompleta. De modo que, si alguna particularidad pudiese exiliarse del sistema referencial que le da sustento, no habría espacio para la política.[xliv]

Ahora bien, la exposición que se ha hecho en torno a la ontología de la incompletud señala la senda para el segundo aspecto que propone Castro-Gómez en su filosofía política: el presupuesto de la dimensión universal de la política. Como se ha explicitado reiteradamente, la conceptualización de universalidad que este autor propone no es una que pretenda disolver las diferencias identitarias, sino un proceder que las articule contingentemente. La defensa de las identidades como si se tratasen de algo valioso en sí mismo (el refugio de las particularidades) no es el camino para una política que se precie de ser emancipadora o de izquierda; al contrario, la propuesta que aquí se defiende ha de asumir forzosamente el camino de la universalidad y procurar extenderlo para quienes no fueron incluidos en él.

En una situación de agravio generalizado en la que se pregona una supuesta igualdad para todas las personas, pero que en los hechos no es tal, es justo desde donde puede emerger un proceso de universalidad concreta que apele a la igualdad sustantiva.

El punto de arranque se dará cuando, dentro de un ordenamiento social dado, ciertos sujetos, al saberse excluidos o al asumirse como víctimas, dejen de ver como natural esa posición y la pongan en duda. Pero esta querella no ha de ceñirse a un rechazo de su exclusión particular y específica: deberá alzarse en un cuestionamiento a la lógica de exclusión que está detrás de dicho orden. No se trata de que cierta identidad particular se exilie en búsqueda de una nueva comunidad política, ni tampoco de que se procure participar en dicho orden social en una situación menos desventajosa; se trata de apelar a la negatividad compartida que afecta a distintas identidades.[xlv]

En suma, lo que urge no es la reivindicación de las identidades y particularidades por sí mismas —ya que esto perpetuaría cierta configuración de relaciones de poder—, sino justamente modificar ese orden social desigual, aunque esto implique la transformación de las identidades que lo integran. Se hace visible la condición evanescente de las propias identidades que ponen en riesgo su propia existencia, mas esto implica un movimiento histórico con el afán de satisfacer un conjunto de necesidades y aspiraciones.

Cuando cierta identidad busca transformar el orden social al que pertenece, ha de asumir la obligación de trascender su propia particularidad, lo cual será posible al volverse representante del vacío estructural del sistema en que se halla inmersa. A partir de esta operación es que se hace manifiesta la pretensión de universalidad. Para Castro-Gómez, cuando una identidad asume ese rol es que su voz se hace universal, juicio en el cual el filósofo colombiano guarda gran coincidencia con Glissant, quien afirma: “No hay universalidad más grande que de esta manera: cuando del encierro particular, la voz profunda grita[xlvi]”.

Cabe subrayar que este proceso no sería posible sin el antagonismo que habita en todo orden social, y que, en este sentido, lo universal es un resultado coyuntural de la acción contingente de fuerzas antagónicas. Por ello, el impulso agonal responde a lo ontológico, mientras que el gesto de la universalización de intereses responde a lo óntico.

Esta posible pero no obligada articulación de intereses es viable que se concrete en DD. HH. Ya sea como demandas que se conducen a la manera de pedidos encauzados por la vía institucional, o como exigencias que dislocan los canales preestablecidos, finalmente son reivindicaciones que adquieren una potencia política en la acción colectiva de distintos sujetos agraviados.

Apuntes conclusivos

En el presente texto se brindaron elementos para renovar la conceptualización de la universalidad como un asunto con plena materialidad, concreción y estrategia, y no como una cuestión trascendental. Son directrices pertinentes para reformular la universalidad de los DD. HH.

A partir de los aportes recuperados de voces nuestramericanas, se ha formulado un modelo tripartito de la universalidad concreta y situada compuesto por tres momentos: la realidad universal de la humanidad, planteada por Ellacuría, que constituye un hecho ontológico; la multiplicidad de particularidades y la pluralidad identitaria; y la universalidad concreta como articulación contingencial de intereses, formulada por Castro-Gómez en tanto hecho óntico.

Primeramente, se apela a la condición común de humanidad, en tanto realidad física posibilitada por el phylum que determina a la propia unidad de la especie humana. El segundo movimiento refiere a la pluralización histórica de la humanidad en distintas identidades colectivas, que son una identificación y representación temporal e interrelacional que agrupa a distintas personas en un cierto orden social cuyo fin es la satisfacción de necesidades y deseos colectivos. Para la tercera y última fase se desarrolló lo referente a la universalidad política. Esta implica un procedimiento en el que se articulan políticamente colectividades distintas que se saben excluidas del disfrute del beneficio de cierto orden social.

Si bien es cierto que la universalidad puede ser empleada con un encubierto afán colonialista (que se ha nombrado “universalismo”), es posible hacerla operativa para un afán emancipador. De hecho, el gesto emancipador por excelencia es la propia universalidad, pero es necesario que, en vez de disolver las particularidades, las reconozca y las enlace.

Referencias

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Notas



[i] Santiago Castro-Gómez, El tonto y los canallas: Notas para un republicanismo transmoderno (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2019), 75

[ii] Ibíd.

[iii] Santiago Castro-Gómez, Revoluciones sin sujeto: Slavoj Žižek y la crítica del historicismo posmoderno (Ciudad de México: Akal, 2015), 272

[iv] Mario Casalla, “El estatuto de la universalidad en la filosofía latinoamericana: Lo universal-situado”, en Liberación, interculturalidad e historia de las ideas: Estudios sobre el pensamiento filosófico en América Latina, comp. José Santos Herceg (Santiago de Chile: Instituto de Estudios Avanzados, 2013).

[v] Ibíd., 61-2.

[vi] Yamandú Acosta, “La constitución del sujeto en la filosofía latinoamericana”, en Nuestra América y el pensar crítico: Fragmentos del pensamiento crítico de Latinoamérica y el Caribe, coord. Eduardo Grüner (Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales [CLACSO], 2011), 76 y ss.

[vii] Óscar Castro, “Fundamentación de la universalidad de los derechos humanos desde Ignacio Ellacuría”, en Ignacio Ellacuría en las fronteras, coord. Óscar Castro, Luis Izazaga y Helena Varela (Ciudad de México: Tecnológico Universitario del Valle de Chalco / Universidad Iberoamericana, 2019).

[viii] Ignacio Ellacuría, Filosofía de la realidad histórica (San Salvador: Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, 2007), 38 y ss.

[ix] Ibíd., 116 y ss.

[x] Ibíd., 185.

[xi] Ibíd., 117

[xii] Ibíd., 185-6.

[xiii] Ibíd., 190.

[xiv] Ibíd., 117-9.

[xv] Ibíd., 92-3.

[xvi]Ibíd., 205 y ss

[xvii] Horacio Cerutti, Y seguimos filosofando (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 2009), 83-5

[xviii] Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas (Ciudad de México: Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo / El Colegio Nacional, 2012), 82 y ss.

[xix] Ibíd., 90.

[xx] Édouard Glissant, Poética de la relación (Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 2017), 53.

[xxi] Ibíd., 177-8.

[xxii] Bolívar Echeverría, Las ilusiones de la modernidad (Ciudad de México: Era, 2018), 61 y ss

[xxiii] Ibíd., 76.

[xxiv]  Castro-Gómez, El tonto y los canallas, 65-6.

[xxv]Enrique Dussel, Siete ensayos de filosofía de la liberación: Hacia una fundamentación del giro decolonial (Madrid: Trotta, 2020), 76.

[xxvi] 26 Ibíd., 80.

[xxvii] Ibíd., 51.

[xxviii]Frantz Fanon, Piel negra, máscaras blancas (Madrid: Akal, 2016), 42.

[xxix] Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo (Madrid: Akal, 2015), 15.

[xxx] Ibíd., 25.

[xxxi] Glissant, Poética de la relación, 68.

[xxxii] Édouard Glissant, Filosofía de la relación (Buenos Aires: Miluno, 2019), 61 y ss.

[xxxiii] Héctor Díaz Polanco, El jardín de las identidades: La comunidad y el poder (Ciudad de México: Orfilia, 2015), 135-62.

[xxxiv] Aunque el autor emplea el término universalismo, aquí se prefiere hablar de universalidad para evitar la confusión con el universalismo abstracto

[xxxv] Díaz Polanco, El jardín de las identidades, 144.

[xxxvi] Rita Segato, La guerra contra las mujeres (Madrid: Traficantes de Sueños, 2016), 173.

[xxxvii] Ibíd., 171.

[xxxviii] Castro-Gómez, Revoluciones sin sujeto, 221.

[xxxix] Ibíd., 228-9.

[xl] Ibíd., 235.

[xli] Ibíd., 238.

[xlii] Ibíd., 265

[xliii] Ibíd., 274

[xliv] Ibíd., 279.

[xlv] Ibíd., 280 y ss.

[xlvi] Glissant, Poética de la relación, 107.